Una película que vale todos y cada uno de los minutos que dura.

Dos vertientes, ambas violentas, signaron la década de los sesenta en Estados Unidos. Una era cultural. Tras la felicidad plástica de la posguerra y el progreso de los cincuenta, los años siguientes fueron de rebeldía, cuestionamiento, droga, sexo, rock and roll, Woodstock. La segunda más explícita fue la de los magnicidios: Kennedy, Luther King, Malcolm X y el otro Kennedy.

Un protagonista de esos años de brasa, cara y brazo ejecutor del poder sindical sobrevivió, pendulando entre republicanos y demócratas hasta desaparecer misteriosamente una tarde cualquiera de agosto de 1975. Se llamaba Jimmy Hoffa y su involuntaria fuga hacia la nada terminó de inmortalizarlo. Detrás de su imagen convivían a los codazos conquistas para los camioneros, relaciones incestuosas con el poder y asociaciones carnales con la mafia, en un magma que tenía un núcleo líquido que hacía agua la boca. El fondo de pensiones de los camioneros.

El cine visitó esta vida en dos filmes disímiles e irregulares. F.I.S.T., en 1978, proponía a Sylvester Stallone como improbable líder sindical de la mano del siempre liberal Norman Jewison. Pasó sin pena ni gloria. Mejor suerte tuvo, en 1992, Hoffa, dirigida por Danny de Vito, con Jack Nicholson como el gran Jimmy. Ambas películas respetaban el misterioso final del protagonista, apenas especulando un poco para beneficio de la anécdota.

Siendo, como era, un resabio cansado de los sesenta, la tierra se había apiadado de un Hoffa en decadencia tragándoselo para siempre. Pero el olvido, cuando se mezcla con el poder, rara vez es final. En 2004, un abogado criminal de nombre Charles Brandt publicó un libro llamado Oí que pintas casas con la supuesta confesión de un asesino a sueldo de la familia Bufalino, llamado Frank Sheehan, quien arrojó luz sobre el asunto aclarando que era él y no otro quien se había cargado a Hoffa. (La pintura de las casas es una metáfora salvaje y alude a la sangre salpicada en la pared). El libro, por supuesto, fue cuestionado por otras fuentes, pero a la hora de cerrar una herida, qué mejor que el cine para hacerlo.

Y para zurcir bien la historia, qué mejor que quien sabe del asunto. Martin Scorsese con sus amici Robert de Niro, Al Pacino, Joe Pesci y, lateralmente,  Harvey Keitel. No es fácil concentrar tres décadas en una película. Gracias a Netflix, mucho más flexible que las salas de cine a la hora de valorar el tiempo y el número de sesiones, esta historia de gente mala se complace en tres horas de entomológica disección del poder.

No es menor el tema de la duración. La película empieza y termina en un asilo de ancianos en el cual el irlandés del título peina sus recuerdos. Pero, como a menudo ocurre, la memoria es no solo selectiva, sino además saltarina. La historia que se adhiere a esos recuerdos para darle una estructura a la narración no es por lo tanto lineal. Se arma con base en un viaje en carro de Nueva York a Detroit, con escalas en algunos puntos clave. Estas visitas jalonan los puntos más altos de una doble lealtad. Por un lado, el irlandés es leal a una organización, que lo ha creado, alimentado y protegido durante décadas y a la cual le debe todo. Por el otro lado, Sheehan es amigo personal, confidente y protector de Hoffa. En un tercer plano es además quien nos cuenta su historia, que pugna por ser si no objetiva, al menos verdadera, en el sentido de respetar el alma de los hechos. Sheehan es halado por estas dos fuerzas que a lo largo de los años, confluyen, se van separando y eventualmente se oponen. Y de testigo de este enfrentamiento pasa a ser su protagonista último y secreto. Si su historia es cierta, tiene la llave de un enigma que tardó 29 años en resolverse. Si es mentira, el drama parió una película excelente.

Porque es un filme a la medida de Martin Scorsese, un director inquieto que a lo largo de cinco décadas ha logrado enhebrar historias por cuyas venas corre una violencia inevitable. La de un taxista redentor, un boxeador con instinto de muerte y tantos otros personajes a los cuales la historia les mancha la vida. Pero junto a esas historias y en buena medida debido a ellas, los protagonistas pueden atisbar, si no a la santidad, al menos a la redención. Y en esto El Irlandés es un típico largometraje de Scorsese. En un gesto final el protagonista se confiesa, y nos damos cuenta de que toda la película ha sido una larga confesión. Pero pide que el cura deje la puerta abierta, para poder seguir espiando el mundo que se le escapa, tal vez como una última esperanza de perdón.

Una película que vale todos y cada uno de los minutos que dura.

El irlandés (The Irishman). Estados Unidos, 2019. Director: Martin Scorsese. Con Robert de Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Harvey Keitel, Ray Romano.

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