Esta nota de Tomás Eloy MartÃÂÂnez fue escrita hace muchos años en Caracas, donde coincidieron dos viejos amigos. Ahora, cuando se cumple medio siglo de la publicación de Cien años de soledad, adquiere un especial relieve para comprender cómo se gestó la leyenda de una novela que sorprendió al mundo.
Todos los hombres famosos saben que lo son. Ninguno, en cambio, podrÃÂÂa decir en qué momento preciso se le posó la fama sobre la cabeza. La única excepción a esa regla infalible es Gabriel GarcÃÂÂa Márquez. Su versión de los hechos, en la que el dedo de Dios está presente, difiere previsiblemente de la mÃÂÂa. No me parece abusivo empezar con mi propio cuento.
Sucedió en Buenos Aires, a finales del otoño de 1967. Unos años antes, Francisco Porrúa, el mÃÂÂtico director literario de la editorial Suramericana, me contagió el entusiasmo por el manuscrito de una novela que le habÃÂÂa llegado desde México, dividida en espaciados y precarios paquetes, y sobres los cuales pesaban los estigmas de los rechazados fulminantes: el de la casa Seix Barral, que juzgaba lo invendible, y el de Guillermo de la Torre, quien habÃÂÂa insinuado al autor, en una carta cortés, que aligerara la “innecesaria poesÃÂÂa†del texto. No voy a ofender ahora la perspicacia del lector advirtiéndole que aquel manuscrito era el de Cien años de soledad.
Porrúa y yo quedamos en que invitarÃÂÂamos al autor a ser jurado de un concurso de novela organizado en común por Suramericana y por el semanario Primera Plana, del que yo era jefe de redacción por la mera insolencia de conocerlo. En vÃÂÂsperas de la llegada de GarcÃÂÂa Márquez, la revista incluyó foto en la portada. Pocos habÃÂÂan oÃÂÂdo su nombre. Casi nadie lo habÃÂÂa visto. En un cuento de Los Nuestros, Luis Harss lo habÃÂÂa descrito como un hombre “duro y macizo, con un impresionante mostachón, una nariz de coliflor y los dientes emplomadosâ€ÂÂ. Era la imagen de un gitano. Cuando Purrúa y yo fuimos a su encuentro en Ezeiza, a las tres de la mañana de un sábado de junio, advertimos que aquel relato temible omitÃÂÂa, sin embargo (como en las fotos), la más aterradora de sus cualidades: GarcÃÂÂa Márquez era un vendaval, inmune al sueño y a las desgracias. Más que un gitano, parecÃÂÂa la reencarnación de Gargantúa.
Llegó vestido con una imprescriptible campera a cuadros, de rojos chillones y azules eléctricos, un pantalón ajustado, cuya textura de un helado de crema, y unas botas cortas, puntiagudas. Lo acompañaba una mujer maravillosa que parecÃÂÂa la reina Nefertiti en versión indÃÂÂgena. Era su mujer, Mercedes Barcha. Los dos arrastraban un hambre atroz, después de doce horas de tormento de un avión que no habÃÂÂa cesado (asàlo contaron) de desplomarse. PretendÃÂÂan ver el amanecer violeta de la pampa junto a un fogón de carne asada. Desconsolados, los llevamos al último restaurante abierto en la calle Montevideo. Nos sirvieron unas costillas frÃÂÂas. Cuando quedó una en la fuente oàuno de sus epigramas famosos:
â€â€Â¿Quieres una costilla? â€â€Âme dijo.
â€â€ÂNo sé â€â€Âcontesté distraÃÂÂdo.
â€â€ÂEl que duda no ama â€â€Âreplicó GarcÃÂÂa Márquez, mientras la carne desaparecÃÂÂa entre unos dientes que, de veras, estaban emplomados.
Mercedes y él pasaron dos o tres dÃÂÂas en el más injusto anonimato. A veces el cuerpo de GarcÃÂÂa Márquez caminaba, inequÃÂÂvoco, refulgente junto a las portadas de Primera Plana, que multiplicaban su imagen en los quioscos. Cierta mañana sobrevino el primer indicio de que la fama se acercaba. Estábamos en un café de Santa Fe y Suipacha, tomando el desayuno. Mientras observábamos los remolinos de la calle, vimos pasar a una mujer con una bolsa del mercado. En la cesta de la bolsa, humedeciéndose entre las lechugas y los tomates frescos, asomaba un ejemplar de Cien años de soledad.
Aquella misma noche fuimos al teatro del Instituto de Tella. Estrenaban, recuerdo, Los siameses, de Griselda Gambaro. Mercedes y él se adelantaron a la platea, desconcertados por tantas pieles tempranas y plumas resplandecientes. La sala estaba en penumbras, pero a ellos, no sé por qué, un reflector les seguÃÂÂa los pasos. Iban a sentarse cuando alguien, un desconocido, gritó “¡Bravo!â€ÂÂ, y prorrumpió en aplausos. Una mujer le hizo coro: “Por su novelaâ€ÂÂ, le dijo. La sala entera se puso de pie. En ese preciso momento vi que la fama bajaba del cielo, envuelta en un deslumbrado aleteo de sábanas, como Remedios la bella, y dejaba caer sobre GarcÃÂÂa Márquez uno de esos tiempos de luz inmunes a los estragos de los años.
Se desencadenó entonces el vértigo. Un empresario del Café de Colombia le ofreció, a la noche siguiente, una fiesta a las orillas del rÃÂÂo. GarcÃÂÂa Márquez ya estaba por marcharse, cuando encontró a una muchacha que parecÃÂÂa levitar de felicidad.
â€â€ÂEn verdad, ella está triste y no sabe darse cuenta. Espérame un momento â€â€Âme dijoâ€â€Â. Voy a ayudarla a llorar. Se inclinó al oÃÂÂdo de la muchacha y le deslizó unas pocas palabras secretas. A ésta le brotaron unas lágrimas enormes, incontenibles. â€â€ÂCómo te diste cuenta de la tristeza? â€â€Âle pregunté más tardeâ€â€Â. ¿Qué hiciste para que llorara? â€â€ÂLe dije que no se sintiera tan sola.
â€â€Â¿Se sentÃÂÂa sola?
â€â€ÂClaro que sÃÂÂ. ¿Has conocido a una mujer que no se sienta sola?
Desde entonces lo perdàde vista. Hubo que ponerle una secretaria para que le filtrara las llamadas telefónicas y mudarlo de hotel para desorientar a los interminables visitantes. Su editor, Antonio López Llausás, fue una tarde a llevarle una valija llena de dólares, en billetes de diez y de veinte, como anticipo a los derechos de autor. Al cabo de muchos años de pobreza, GarcÃÂÂa Márquez querÃÂÂa sentir la densidad y el volumen de su éxito. Cien años de soledad llevaba apenas diez dÃÂÂas en la calle, pero ya habÃÂÂa vendido cincuenta mil ejemplares.
Volvimos a encontrarnos furtivamente una noche, la vÃÂÂspera de su partida. Le habÃÂÂan contado que en un recodo del bisque de Palermo las parejas entraban en fogosas cuevas de oscuridad donde podÃÂÂan besarse libremente.
â€â€ÂEs un lugar que le llaman El Tiradero â€â€Âarriesgó.
â€â€ÂVilla Cariño â€â€Âtradujeâ€â€Â. ¿Para qué quieres ir allÃÂÂ?
â€â€ÂMercedes y yo estábamos desesperados â€â€Âdijoâ€â€Â. Cada vez que vamos a besarnos, alguien nos interrumpe.
En los años que siguieron nos vimos incontables veces, cada vez con intervalos más largos. Hablábamos de los amores, de las ciudades y, en raras ocasiones, de los libros. Una de las últimas fue en Caracas, hace ya cinco años. Fue entonces cuando conocàla versión que GarcÃÂÂa Márquez tenÃÂÂa sobre el nacimiento de su fama.
Meses atrás se le habÃÂÂa ocurrido fundar, con el dinero del Premio Nobel, un diario que se llamase El Otro. Pensaba por fin asàa su largo y accidentado matrimonio con el periodismo. Pero no querÃÂÂa renunciar a la novela que lo acosaba por entonces y para que ya le tenÃÂÂa tÃÂÂtulo: El amor en los tiempos del cólera.
â€â€ÂNadie viaja en dos barcos al mismo tiempo â€â€Âle dije por teléfonoâ€â€Â-. ¿Quieres el diario?
â€â€ÂQuiero, pero no estoy seguro de que a màme guste ir adentro.
â€â€ÂEl que duda no ama â€â€Âle recordé.
Decidimos enterrar El Otro en una fonda para camioneros, junto a una de las autopistas de Caracas, donde su cara ya demasiado famosa podÃÂÂa pasar inadvertida. Nos encontramos hacia las tres de la mañana. Mercedes, que no habÃÂÂa comido aquella noche flanqueada por el presidente de Venezuela y el rey Juan Carlos de España, lucÃÂÂa un vestido largo, fastuoso, al que los camioneros adormilados no prestaron ninguna atención. Un mozo rengo trajo las cervezas. La conversación cayó de pronto en el pasado. Evocamos a Paco Porrúa, al manuscrito de Cien años de soledad que yo habÃÂÂa regalado displicentemente en un pasillo de mi casa â€â€Âsin saber que era el únicoâ€â€Â, a la muchacha que rompió el dique de sus lágrimas una noche de hacÃÂÂa veinte años. De pronto Mercedes nos devolvió a la realidad.
â€â€ÂEste lugar es horrible â€â€Âme dijoâ€â€Â. ¿No pudiste encontrar algo mejor?
â€â€ÂLa fama de tu marido tiene la culpa â€â€Âme defendÃÂÂâ€â€Â. En cualquier otra fonda de Caracas nos hubieran interrumpido a cada rato.
â€â€ÂTendrÃÂÂamos que haber ido al Tiradero â€â€Âdijo GarcÃÂÂa Márquez.
â€â€ÂVilla cariño â€â€Âvolvàa traducirâ€â€Â. Me temo que ya no exista. Mercedes hizo un guiño de picardÃÂÂa.
â€â€Â¿Tú te imaginabas que Gabo serÃÂÂa tan famoso?
â€â€ÂClaro que sÃÂÂ. Yo vi el momento en que la fama le bajó del cielo. Fue aquella noche en Buenos Aires, en el teatro. Cuando la fama empieza de esa manera, ya sabes que no va a detenerse.
â€â€ÂTe equivocas â€â€Âdijo GarcÃÂÂa Márquezâ€â€Â. Empezó mucho antesâ€â€Â.
â€â€Â¿En ParÃÂÂs, cuando terminaste El coronel no tiene quien le escriba? ¿Aquàen Caracas, cuando viste que se marchaba el avión blanco de Pérez Jiménez y el avión negro de Perón? O fue antes â€â€Âdije con sornaâ€â€Â. ¿En Roma cuando SofÃÂÂa Loren se cruzó contigo y te sonrió?
â€â€ÂMucho antes â€â€Âexplicó seriamente. Afuera, más allá de las montañas, estaba amaneciendoâ€â€Â. Yo era famoso cuando me recibàde bachiller en el colegio de Zipaquirá, o antes todavÃÂÂa, cuando mis abuelos me llevaron de Aracataca a Barranquilla. Fui famoso siempre, desde que nacÃÂÂ. Pasa que yo era el único que lo sabÃÂÂa.