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Después de las primeras cervezas entendí que las preguntas no serían necesarias. Al no era —no es— un hombre de cuestionarios. Habría que dejarlo hablar cuando, donde y como quisiera.

Especial para Ideas de Babel. Cuando lo conocí, en agosto de 2002, el viejo trompetista vivía en un LTD marrón frente al bulevar de Puerto Píritu. Guardaba su instrumento en la maleta del carro junto a un par de bolsas plásticas que contenían sus efectos personales y algunos papeles que resumían su historia. Había llegado al pueblo como damnificado, después de la Tragedia de Vargas, tras la promesa oficial de un mejor futuro en Anzoátegui. Y allí seguía, planeando sobre la playa como un ave de paso, sin darle importancia al tiempo. A fin de cuentas su casa era él y, como en la canción de Tito Rodríguez, nadie lo esperaba.

El hombre llevaba 70 años frente al mismo mar. Aparecía por distintas orillas y por distintas orillas desaparecía. En aquellos momentos se desplazaba a duras penas en el camastrón que había recibido como pago de una vieja deuda poco antes del deslave, sin poderse explicar cómo lo había conducido hasta allí. Emergía de un sueño recurrente en el cual realizaba un viaje inmóvil que concluía en un punto fijo: junto al Caribe, con la escenografía presidida por el sol que ya había pelado el vinil del techo y quemado la pintura, frente a la línea de horizonte trazada por alguna divinidad mucho antes de nacer para ser músico y hacerse llamar Al Ramos.

También le decían Alejandro, Alejo, Alex o Alexander, a secas, cuando comenzó sus pasantías por la sección de metales de algunas orquestas. Para entonces habría recorrido todo el litoral siguiendo la larga peregrinación de su ascendencia que, en un pasado ya remoto, comenzaba en Barlovento —entre Capaya, Curiepe e Higuerote— seguía la carretera de la costa por Chuspa y San José de la Sabana y concluía en Naiguatá, donde nació un 27 de febrero como Néstor Alejandro Ramos Escobar.

—Óyeme mulato, hay una pequeña duda con el año: 1932 o 1935; pero el cariño es el mismo —dijo al bajar del auto achicando los ojos como para atrapar el tiempo transcurrido, antes de soplar y dar rienda suelta a una risa que no guardaba —no guarda— deudas con la nostalgia.

Después abrió la maleta y me hizo una seña con la boca para que echara un vistazo: al lado de un caucho tan liso como un globo y de un gato de botella devorado por el salitre, estaban las dos bolsas negras y un estuche de cuero muy maltratado. De una de las bolsas sacó una carpeta y dijo:

—Esta es mi vida—. Y volvió a soplar, a achicar los ojos y a reírse.

Su vida venía redactada en unas cuantas hojas manchadas de café y vino tinto, era una relación vertical compuesta por un inventario con tachaduras, una suerte de largo poema y una lista de cosas pendientes. Alejandro se secó el sudor con un trapo de cocina que usaba de pañuelo, luego se lo colocó sobre la nuca, cogió el estuche, sacó la trompeta y, mirando el paseo desolado, dijo:

—Always era el tema.

Después de las primeras cervezas entendí que las preguntas no serían necesarias. Al no era —no es— un hombre de cuestionarios. Habría que dejarlo hablar cuando, donde y como quisiera. Desde entonces es así cuando, de pronto, aparece acá en Caracas por San Agustín o por el sindicato, entre Castán y Candilito, después de sus repentinas fugas. Más adelante retomaría lo de Always y, quizá, la trompeta que devolvió a su estuche. De momento, unos niños que corrían en dirección a la playa tras el llamado de algún heladero que llegaba hasta nosotros alterado por la brisa y el barrido de las palmeras, desviaron el interés del viejo:

Naiguatá era una orilla poblada entre el mar y la montaña. La playa fue su parque de diversiones, la montaña su lugar de trabajo. A los once años de edad ya sabía un poco de todos los oficios: hacía mandados, barría en los negocios, cernía arena y preparaba la mezcla como ayudante de albañilería y le metía al comercio como vendedor y mula de diversas mercancías: después de encender una pequeña lámpara de carburo y terciarse un par de sacos, cada sábado salía a las tres de la madrugada con su tía Braulia Merentes por los caminos que conducen al pico Naiguatá a ofrecer azúcar, papelón, alkaseltzer, cafenol y hojillas de afeitar a los pocos habitantes del cerro.

De regreso, a medida que bajaba el Ávila y veía la alfombra azul extendida hasta el infinito, juntaba fuerzas para hacer las tareas del colegio o jugar béisbol: era muy bueno cubriendo la tercera base y muy irregular en los estudios. No obstante, sacó el sexto grado en la Escuela Rural gracias a una eficiente maestra que lo condujo con paciencia y dedicación quien, naturalmente, sería su primer amor eterno. A ella le dedicaba la canción de don Pedro Flores que solía oír por Radio Habana en un radiecito Phillips cuando sus padres lo permitían:

Era en una playa de mi tierra tan querida / a la orilla del mar

Era que se estaba celebrando allá una gira / debajo de un palmar

Era que estabas preciosa / con el color de rosa  / de tu traje sencillo y sin igual

Era que eras novia mía  / y que yo te sentía / nerviosa entre mis brazos suspirar

Era que todo fue un sueño  / pero logré mi empeño / porque te pude besar.

Y allí en el barrio, frente a su casa o al lado de la puerta en una silla reclinada a la pared, podía estar un par de horas luchando con el aparato para sintonizar la emisora favorita y disputar con sus inseparables amigos Ricardo Díaz, Erasmo Pereira y Buenaventura Córdova, los números y sus intérpretes. La CMQ solía brindar como preludio algunas piezas de Las Estrellas Negras del Caribe, la banda del curazoleño Edgar Supriano, alternadas con las letras que Marcelino Guerra escribía en La Habana para el Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro, continuaba con lo mejor del Conjunto Casino, ‘Los campeones del ritmo’, cuyo repertorio arrancaba con los boleros de Agustín Lara al estilo de Roberto Espí, quien luego le daba el pase a Esteban Grau y del radiecito salía el vapor habanero del estudio de Monte y Prado y se mezclaba con el calor de Naiguatá en el crescendo que permitía un solo de congas a Carlos ‘Patato’ Valdés y los muchachos repicaban en el cuero de las sillas o punteaban el tres imaginario con la escoba como lo hacía en ese instante Andrés Echeverría, mejor conocido como Niño Rivera, hasta el éxtasis producido por la guaracha Bilongo.

Después venían las noticias sobre el mundo devastado: la II Guerra Mundial llegaba a su fin; pero a Erasmo, Ricardo, Buenaventura y Néstor Alejandro sólo el bembé les quitaba el sueño. Entonces el radio pasaba de mano en mano hasta llegar a las del jefe, quien con un gesto daba por terminada la reunión: Mandinga —Eduardo Ramos, para servirle, como decía al presentarse descubriendo la calva— era un hombre recio y de pocas palabras, mantenía a sus siete hijos con la ayuda de Tomasa, su mujer —Rafaela Escobar, a su orden, como solía decir después de ofrecer una mano tan delgada como toda su figura—. Ambos trabajaban en la empresa de la electricidad establecida por Ricardo Zuloaga, él como técnico en las calderas y ella al frente de los fogones.

Cuando la tropa se aprestaba a cumplir con el toque de queda paterno que los mandaba a la cama sin escalas, el futuro trompeta seguía con la canción por dentro: quiquiribú mandinga quiquiribú tomasa. Y cuando la mamá ponía el punto final con una sábana que pintaba de blanco el cielo de su noche, el niño cerrando los ojos cantaba para sus adentros:

Esa negra linda / camará / que me dio bilongo.

Entonces ignoraba el significado de aquellas palabras (bembé, mandinga, bilongo) que se le metían en el sueño como figuras largas que se enroscaban y daban vueltas por el cuarto o se extendían bajo la cama. Y estaban las otras: redondas, puntuales y definitivas, que caían sobre la paja y la caña brava del techo en forma de disparos y estallidos idénticos a los que imitaba la gente que bajaba de Caracas contando que aquello era un caos porque habían tumbado a Medina Angarita y él hacía un esfuerzo por enfocar la mueca del presidente con el pico alzado sobre una pared del viejo barrio El Silencio como venía en las propagandas oficiales, o la otra, un poco más grave con su uniforme de General, en la imagen que presidía la oficina del Director del colegio.

Los retratos de los presidentes solían tambalearse y hasta caerse sin necesidad de terremotos, como ocurrió después con el de Rómulo Gallegos que se volvió añicos cuando Alejandro cabalgaba el potro salvaje de la adolescencia, el cual solo era domado por el carácter de Rafaela, quien en aquellos días posteriores al golpe de Estado contra el ilustre escritor le ordenó al jinete una misión ultra-secreta la cual consistía en llevar una vianda hasta la hacienda de don Salvador Salvatierra, a la sazón fundador y primer accionista del Banco Unión.

La acción debía llevarse a cabo cada mañana con gran sigilo. Nadie debía acompañarlo ni enterarse. Al entrar a la casona él solo debía dirigirse directamente hasta la habitación donde se encontraba quien recibiría el desayuno, tocar la puerta, dejar el bulto y devolverse con la mayor discreción por donde había llegado, sin voltear ni entablar conversación con persona alguna. Y así lo hizo durante varios meses. El secreto se fue convirtiendo en rutina y fue perdiendo el misterio, hasta que un día la puerta se abrió antes de que su puño golpeara la madera y pudo ver la cara gruesa, los lentes de pasta y la inseparable pipa de Rómulo Betancourt.

La sorpresa quedó congelada por diez años. Se le presentó una tarde a finales de 1958 en pleno ensayo con el Combo Caracas: casi se traga la boquilla cuando vio en el televisor al candidato de Acción Democrática con mayores posibilidades para la presidencia del país, era el mismo rostro cargado de barros que aquella mañana remota, antes de echar a correr, solo le produjera el temor ante el castigo que le esperaba si su madre llegaba a enterarse.

Cuando el heladero era apenas un punto en el otro extremo del bulevar y las cabezas de los muchachos brillaban entre las olas, el viejo fijó la mirada en el bombardino de Johann Assenmacher —mejor conocido como el padre Juan— y pudo describir con nitidez los pistones a la altura del pecho y la trompa que se abría como una flor y ocultaba su cara de monaguillo.

El cura era oriundo de Düsseldorf y conocía de música: dirigía la pequeña banda Virgen de Coromoto y tocaba varios de los instrumentos cuya custodia mantenía en la casa parroquial. Él fue quien lo inició en el arte de la trompeta cuando el potro salvaje se paró en seco y entró a la iglesia a paso lento, luego de una elegante cabriola, seducido por las armonías que flotaban en la nave central. El requisito era ofrecerse como ‘servidor del altar’ y así lo hizo. Asistió al padre Juan en los oficios durante el tiempo necesario para aprender un poco de solfeo, a leer las partituras y, lo más importante, a tocar trompeta.

Las notas musicales le moderaron el trote y debió alternar el aprendizaje con los distintos modos de apoyar la economía familiar. Se procuraba siete reales a la  semana empaquetando víveres en los abastos y llevando las bolsas. Su mamá administraba las ganancias y hacia el fin de semana le daba lo justo para la entrada del cine, donde él solía seguir las series de Hopalong Cassidy y Flash Gordon en compañía de Erasmo, de Ricardo o de Buenaventura, cuando alguno de los tres, o los tres, podían darse el lujo.

De ahí al rumbón solo quedaban los pasos que ya había dado ‘Perol’, su padre Mandinga, por quien a él lo rebautizaron Perolito, solo que Eduardo percutía sobre cualquier trasto con tres tragos de aguardiente entre pecho y espalda y volvía a la faena brava de las calderas dejando para la próxima farra el son de Matamoros. En su lugar, la fama de Perolito llegó a Macuto, según contrato de Tomasa para servir en la casa de playa del pintor Tito Salas en Las Quince Letras, a corta distancia de El Playón, el barrio donde dio con sus parientes Jacinto y Rogelia Medina que venían tocando y cantando desde Los Caracas.

Y he aquí que entre el vaivén y la guasa a Perolito le da todas las tardes por  esconderse  en el monte junto a otros compinches con el sano objeto de vacilarse a una mujer que en pelotas se relajaba sobre una roca, hasta que un buen día Rafaela Tomasa los descubrió y los muchachos-vagabundos-sinvergüenzas salieron brincando como los monitos de la canción, con la pinga pará, por la Juanita que posaba para el artista loco Armando Reverón, quien ni se dio por enterado con esos fogonazos de sol que aturdían sus ojos.

Los gritos de los bañistas ilustraron el final de la infancia y Alejo, con su sonrisa habitual, dijo señalando al mesonero:

—Acuérdate de Acapulco.

Brindamos por esa ocurrencia retro en la voz de Pedro Vargas y por María Félix —la ‘María bonita’ de Agustín Lara— que aseguraba la continuación de las birras. En la distancia la playa era una acuarela poblándose de toldos.

Cuando el mesonero regresó, Alejandro se hizo mayor de edad. Le llegó el momento de cumplir el servicio militar obligatorio y prefirió entregarse, más por la emoción de la aventura que por el deber con la patria. El mismo se metió en el autobús del Ministerio de Guerra y Marina que esperaba a los voluntarios en la plaza de las palomas y poco después, llegando apenas a Punta de Mulatos, ya se había arrepentido del impulso. De allí lo llevaron al cuartel de conscriptos en Conejo Blanco donde, gracias a la mediación del padre Juan Assenmacher, quien acudió alarmado por el escándalo de su antiguo monaguillo, se le cambió el destacamento del estado Táchira a Miranda y de inmediato fue trasladado a Los Teques, donde funcionaba una seccional de la Escuela de Bandas Militares creada por el profesor Carlos Bonnet.

al-ramos-2Esa fue la primera vez que se alejó del litoral. Allí conoció a un muchacho que lo ayudó a sobrellevar el exilio: Celestino Rodríguez, Tino, quien andaba más lejos aún de su casa, se había enrolado para estudiar clarinete y en el futuro llegaría a ser una gran figura en Maracaibo. Con él pasaba horas ensayando para desviar el tedio producido por el largo acuartelamiento navideño a causa del magnicidio de Carlos Delgado Chalbaud. En enero todo se normalizó. Alejandro no soportaba el encierro y la rigidez del régimen, todos los días amanecía con unas inmensas ganas de evadirse, pero el show debía continuar: despertaba a la tropa con la diana y se aprestaba a la rutina.

Hasta que el domingo previo al carnaval de 1951 la trompeta no se escuchó en el patio de formación, sino a muchos kilómetros de allí: el recluta Ramos Escobar se había fugado y a esas alturas soplaba un poco destemplado por el trasnocho y los tragos de ron acompañando a los cinco pescadores de La Sardina de Naiguatá. Una comisión de la policía militar anduvo tras él un par de días; pero familiares y amigos lo hacían invisible. Volvió por sus propios pasos el miércoles de ceniza y pagó la falta con veinte días de calabozo. A partir de entonces solía ampliar los permisos a discreción durante la Semana de la Patria o en Año Nuevo, de modo que las distintas medidas disciplinarias le alargaron el tiempo de servicio. Hasta comienzos de 1954 cuando consideró que ya había aprendido lo suficiente en la Escuela de Bandas y se escapó definitivamente.

En aquellos primeros días de enero en la calle aún se escuchaba con insistencia el éxito de Crescensio Salcedo que la voz del gran Tony Camargo había estrenado la víspera:

Yo no olvido al año viejo / porque me ha dejado cosas muy buenas…

Si bien Alejandro no estaba como para agradecer el pasado inmediato, en su presente incierto quizá le favoreció que el gobierno de turno fuese una dictadura ocupada en el desarrollo físico del país y en mantenerse en el poder aplicando la máxima represión política. Si bien la fuga de un trompeta negro de 22 años de edad sin filiación partidista no estuvo entre los intereses del programa del Nuevo Ideal Nacional, no obstante se sintió acosado por la larga mano del régimen que tuvo en la figura de la Seguridad Nacional su más siniestra representación. La gente vivía con miedo. En los lugares públicos se guardaba silencio, los parroquianos lo miraban con recelo: podía ser un policía disfrazado o un comunista; para él las paredes hablaban y cualquiera que se le acercara podía ser un espía o un policía disfrazado. Fue una época difícil que solo alguien en su primera juventud pudo superar: en medio de las tribulaciones no pudo evitar la emoción al entrar por primera vez a Maracay, la tierra de los hermanos Belisario: Arnaldo, Rafael, Francisco y Pedro José, quienes habían puesto a bailar al país al son de su orquesta. Luego durmió en algunas plazas de Valencia, donde se mantuvo gracias a la caridad pública; después huyó a Barbacoas y comenzó a sobrevivir de la música. Entonces pudo  cantar:

Que yo no olvido no no no al año viejo / porque me ha dejado cosas muy buenas.

Había salido de la nada. Antes debió pasar muchas horas caminando por el monte, bordeando el río, rumbo al pueblo. Y allí estaba a medianoche: solo y mugre, con la mínima referencia de cierto señor Delgado, Miguel Delgado, quien le daría alguna oportunidad. Eso le valió un chinchorro en la comisaría, adonde sin saber había llegado. Pronto se ganó la voluntad de todos y se enamoró de Úrsula, la hija del comisario —dijo su nombre y le brillaron los ojos—, cuando éste se enteró ya era tarde para oponerse a los amores: él mismo había desviado las pesquisas sobre el desertor que ahora dirigía la banda marcial del pueblo, asistía al registrador y gozaba no solo del afecto de Úrsula, sino de la comunidad entera.

—Qué vaina me echa usted —le dijo el viejo cuando Alex le pidió la mano de la muchacha. —Yo tenía que haberlo mandado preso: aún tengo en mi poder la requisitoria de la SN; pero si ella lo aceptó… Que sea lo que Dios quiera.

Las emes de su mundo no se extinguieron con el matrimonio. Alejandro se debía a la música, al mar, a las mujeres. La nueva eme le hizo revivir el acuartelamiento; pero, a la vez, le brindó la forma de fugarse: el respaldo oficial adjunto a su estado civil funcionaba entonces como otra identidad que le permitiría desplazarse sin mayores contratiempos. Así comenzó su vida profesional: un primer toque en Puerto Cabello —mar y música unidos— le permitió interpretar unos cuantos merengues y otras tantas guarachas; la amistad con el nuevo dueño del Club Tiuna, en Maiquetía, le hizo aflojar los nudillos sobre los pistones con la orquesta de César Viera; un poco más allá un ventetú con la sonora de José Lamas.

Luego, el regreso. Alejo siempre volvía por su propia voluntad. Y en cada retorno aumentaba la tropa con Úrsula: en 1956 cuando funda el Combo Caracas ya tenía dos de los siete hijos que conformarían la familia. Al final, una mitad sería de Barbacoas y otra mitad de La Guaira, a donde se mudaron luego de la caída de Pérez Jiménez.

El Combo era una agrupación ocasional para descargar que, a veces, le dejaba algo para llevar a casa a sus integrantes: Elías Carmona, Edmundo Hidalgo o Guido Landaeta. Durante sus diez años de vida fue apenas un punto entre las constelaciones que pasaban por los escenarios caraqueños: las maquinarias de la Sonora Matancera o de la Orquesta Aragón arrasaban en vivo o amenizaban el picoteo casero, el alambre dulce del son cubano se dejaba escuchar en los bares del centro y hasta el merengue apambichao, de origen dominicano, hacían las delicias del bailador que, además, pudo disfrutar la feliz fusión de merengue y cumbia que Francisco Galán Blanco, mejor conocido como Pacho Galán, trajo de Barranquilla: el merecumbé. Pacho hace llave con Víctor Piñero —El Marañón, le decían, porque había pegado ese número del cubano Julio Cuevas; pero él era un muchacho de El Guarataro que cantaba en la Orquesta de los Hermanos Belisario— y les va tan bien que el pueblo comienza a llamarlos Los Reyes del Merecumbé.

—La pieza favorita de mi compadre el Negro Piñero, cuando trabajamos en Los Peniques, era Plena Española que comienza con el coro que dice: “Mira ese barco entrando en la bahía, ahí se va, se va, se va la novia mía”. Entonces yo lo envainaba preguntándole que cómo era eso: si el barco está entrando, ¿cómo carajo es que la novia se va? ¡Será que viene llegando! Él se hacía el enojado y me decía: “guá, pregúntaselo a Juanchín”, que era el compositor de la pieza. Dijo Al aumentando el volumen de su risa como para aplacar la estridencia que la brisa arrastraba hasta nosotros.

Alejandro se va dando a conocer con el Combo Caracas. El público identifica al grupo con la sonora del mismo nombre —fundada veinte años atrás por Pan con Queso, quien ahora tocaba el bongó para Billo— y al trompetista que lo dirige con Johnny Pérez o Alirio Ramos. Alejandro era amigo de todos: un día entra en un toque aquí, hace un quite con sordina allá, otro mata un tigre más allá y hasta se disfraza de charro un domingo con el Mariachi Guadalajara que Ángel Infante, el hermano de Pedro, presenta en el Coney Island en la avenida La Paz. Y así sucesivamente,  hasta que en cierta ocasión lo manda a llamar Manuel Ramos, uno de los directores de Los Peniques, para que haga la cuarta trompeta.

Él sabía más de sustos que de honores y apenas salía de aquella máquina del tiempo donde lo había montado la cara de quien ahora era el Presidente de la República. Esta vez primero fue el susto, después el honor: acudió al llamado y  esa misma noche conoció a Víctor Piñero y a Rafael Velásquez.

No lo podía creer: él era un negro flaco de mediana estatura con un promedio de 26 años de edad. Ingresar en Los Peniques era entrar en la pelea con la Billos Caracas Boys, con Luis Alfonzo Larrain, ‘el mago de la música bailable’, y con las orquestas de Chucho Sanoja y Pedro J. Belisario. Significaba estar con la crema y nata. Venían de amenizarle las fiestas al general Marcos Pérez Jiménez en el Círculo Militar, de animar los grandes carnavales y tocaban al son del régimen con mucho orden y discreción y ahora se estrenaban en los repiques democráticos y en el fragor de la rumba la percusión y los metales disminuían las explosiones de la guerrilla urbana y de otras conspiraciones que, en breve, atentarían contra el gobierno y convertirían las manos del presidente Betancourt en dos bultos de vendaje blanco.

Cuando Alexander entra, a mediados de 1959, la agrupación tenía cuatro años y una trayectoria envidiable: era la orquesta de planta de El Show de las doce que conducía Víctor Saume por Radio Caracas Televisión, gracias a que, entre otras cosas, había obtenido el tercer lugar en el  concurso La Mejor Orquesta de Venezuela. Los atractivos principales estaban para entonces en las voces de la mexicana Rosalinda Aguirre y del maracucho  José ‘Cheo’ García; no obstante, la Billo’s se impuso en el certamen. El segundo lugar fue para Luis Alfonzo. La pizarra se completó con las bandas de Chucho y Pedro Jota. Renato Capriles —el mismo que crea Los Melódicos en 1958— en su condición de Jefe de Relaciones Públicas de Venezuela Gráfica, la revista que organizó el certamen, es quien le entrega el premio a Billo Frómeta en el Coney Island.

Alejo sigue los arreglos del pianista Eduardo Cabrera, junto al baterista Alfonzo Contramaestre, en la misma línea de ‘El Gallo’ Rafael Velásquez —su hermano del alma desde entonces hasta 2010 cuando muere en un ancianato de El Paraíso—,  quien hacía la segunda trompeta, en apoyo a las voces del Rey del Merecumbé, de  David Montes, de Tony Izaguirre y de Pirelita, un muchacho recién llegado de Maracaibo contratado por Jorge Beltrán, quien sería conocido a posteriori como El Bolerista de América.

Entonces la vida comenzó a brillar: los reflectores —cortesía de Añejo Santa Teresa— concentrados en uno de sus solos en El show de las doce, las instantáneas en el vermouth danzante, los saludos en el Magazine TV, los brindis en las vespertinas musicales y las ovaciones en los bailes le indicaban que estaba en la jugada; le garantizaban que en el gran mundo del espectáculo, adonde había entrado por la puerta grande, todo era posible. Volvió el movimiento eterno de las emes: la música lo acercó al mar y el mar a las mujeres. Tenía licencia para soplarles al oído, con o sin boquilla, las promesas y los sueños más sublimes: un día les ofrecía despegar con Avensa, la línea aérea de confianza, a cualquier destino; otro, un paseo en el Oldsmobile descapotable o en el Plymouth coupé que en breve compraría de agencia.

La marea lo arrojó una noche contra los acantilados de El Campito. Entró al burdel con la excusa de saludar a Pepe Tovar —el cantante del Costa Mar, el grupo oficial de la casa— y salió tres días después enredado con Diana. Al poco tiempo, también en Catia La Mar, conoció a Gloria, una mulata que venía huyendo de la Revolución  Cubana y se aferró a él como su tabla de salvación; porque el negro no solo tenía labia: después de una noche de ron seco las castigaba hasta hacerlas pedir clemencia, sin perder ni la erección ni las ganas.

Hasta que la EME mayúscula se le plantó enfrente con todas las implicaciones del caso; es decir, con la tropa in crescendo. Aquello fue un escándalo: Úrsula supo de Diana y de Gloria. La onda expansiva llegó hasta Diana quien, a su vez, supo de Gloria y de Úrsula y, finalmente, afectó a la cubana quien también supo de Diana y, lo peor, de Úrsula. Alejandro decidió huir con lo que tenía puesto. Tomó por una mano a Diana, la única sobreviviente de la catástrofe, se despidió de Los Peniques por intermedio de El Gallo Velásquez, suspendió al Combo Caracas, se montó en el primer autobús que iba saliendo del Nuevo Circo y fue a parar a Maracaibo.

 

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