Especial para Ideas de Babel. Cuando lo conocÃÂÂÂ, en agosto de 2002, el viejo trompetista vivÃÂÂÂa en un LTD marrón frente al bulevar de Puerto PÃÂÂÂritu. Guardaba su instrumento en la maleta del carro junto a un par de bolsas plásticas que contenÃÂÂÂan sus efectos personales y algunos papeles que resumÃÂÂÂan su historia. HabÃÂÂÂa llegado al pueblo como damnificado, después de la Tragedia de Vargas, tras la promesa oficial de un mejor futuro en Anzoátegui. Y allàseguÃÂÂÂa, planeando sobre la playa como un ave de paso, sin darle importancia al tiempo. A fin de cuentas su casa era él y, como en la canción de Tito RodrÃÂÂÂguez, nadie lo esperaba.
El hombre llevaba 70 años frente al mismo mar. AparecÃÂÂÂa por distintas orillas y por distintas orillas desaparecÃÂÂÂa. En aquellos momentos se desplazaba a duras penas en el camastrón que habÃÂÂÂa recibido como pago de una vieja deuda poco antes del deslave, sin poderse explicar cómo lo habÃÂÂÂa conducido hasta allÃÂÂÂ. EmergÃÂÂÂa de un sueño recurrente en el cual realizaba un viaje inmóvil que concluÃÂÂÂa en un punto fijo: junto al Caribe, con la escenografÃÂÂÂa presidida por el sol que ya habÃÂÂÂa pelado el vinil del techo y quemado la pintura, frente a la lÃÂÂÂnea de horizonte trazada por alguna divinidad mucho antes de nacer para ser músico y hacerse llamar Al Ramos.
También le decÃÂÂÂan Alejandro, Alejo, Alex o Alexander, a secas, cuando comenzó sus pasantÃÂÂÂas por la sección de metales de algunas orquestas. Para entonces habrÃÂÂÂa recorrido todo el litoral siguiendo la larga peregrinación de su ascendencia que, en un pasado ya remoto, comenzaba en Barlovento â€â€ÂÂentre Capaya, Curiepe e Higuerote seguÃÂÂÂa la carretera de la costa por Chuspa y San José de la Sabana y concluÃÂÂÂa en Naiguatá, donde nació un 27 de febrero como Néstor Alejandro Ramos Escobar.
â€â€ÂÂÓyeme mulato, hay una pequeña duda con el año: 1932 o 1935; pero el cariño es el mismo â€â€ÂÂdijo al bajar del auto achicando los ojos como para atrapar el tiempo transcurrido, antes de soplar y dar rienda suelta a una risa que no guardaba â€â€ÂÂno guarda deudas con la nostalgia.
Después abrió la maleta y me hizo una seña con la boca para que echara un vistazo: al lado de un caucho tan liso como un globo y de un gato de botella devorado por el salitre, estaban las dos bolsas negras y un estuche de cuero muy maltratado. De una de las bolsas sacó una carpeta y dijo:
â€â€ÂÂEsta es mi vidaâ€â€ÂÂ. Y volvió a soplar, a achicar los ojos y a reÃÂÂÂrse.
Su vida venÃÂÂÂa redactada en unas cuantas hojas manchadas de café y vino tinto, era una relación vertical compuesta por un inventario con tachaduras, una suerte de largo poema y una lista de cosas pendientes. Alejandro se secó el sudor con un trapo de cocina que usaba de pañuelo, luego se lo colocó sobre la nuca, cogió el estuche, sacó la trompeta y, mirando el paseo desolado, dijo:
â€â€ÂÂAlways era el tema.
Después de las primeras cervezas entendàque las preguntas no serÃÂÂÂan necesarias. Al no era â€â€ÂÂno es un hombre de cuestionarios. HabrÃÂÂÂa que dejarlo hablar cuando, donde y como quisiera. Desde entonces es asàcuando, de pronto, aparece acá en Caracas por San AgustÃÂÂÂn o por el sindicato, entre Castán y Candilito, después de sus repentinas fugas. Más adelante retomarÃÂÂÂa lo de Always y, quizá, la trompeta que devolvió a su estuche. De momento, unos niños que corrÃÂÂÂan en dirección a la playa tras el llamado de algún heladero que llegaba hasta nosotros alterado por la brisa y el barrido de las palmeras, desviaron el interés del viejo:
Naiguatá era una orilla poblada entre el mar y la montaña. La playa fue su parque de diversiones, la montaña su lugar de trabajo. A los once años de edad ya sabÃÂÂÂa un poco de todos los oficios: hacÃÂÂÂa mandados, barrÃÂÂÂa en los negocios, cernÃÂÂÂa arena y preparaba la mezcla como ayudante de albañilerÃÂÂÂa y le metÃÂÂÂa al comercio como vendedor y mula de diversas mercancÃÂÂÂas: después de encender una pequeña lámpara de carburo y terciarse un par de sacos, cada sábado salÃÂÂÂa a las tres de la madrugada con su tÃÂÂÂa Braulia Merentes por los caminos que conducen al pico Naiguatá a ofrecer azúcar, papelón, alkaseltzer, cafenol y hojillas de afeitar a los pocos habitantes del cerro.
De regreso, a medida que bajaba el ÃÂÂÂvila y veÃÂÂÂa la alfombra azul extendida hasta el infinito, juntaba fuerzas para hacer las tareas del colegio o jugar béisbol: era muy bueno cubriendo la tercera base y muy irregular en los estudios. No obstante, sacó el sexto grado en la Escuela Rural gracias a una eficiente maestra que lo condujo con paciencia y dedicación quien, naturalmente, serÃÂÂÂa su primer amor eterno. A ella le dedicaba la canción de don Pedro Flores que solÃÂÂÂa oÃÂÂÂr por Radio Habana en un radiecito Phillips cuando sus padres lo permitÃÂÂÂan:
Era en una playa de mi tierra tan querida / a la orilla del mar
Era que se estaba celebrando allá una gira / debajo de un palmar
Era que estabas preciosa / con el color de rosa  / de tu traje sencillo y sin igual
Era que eras novia mÃÂÂÂa  / y que yo te sentÃÂÂÂa / nerviosa entre mis brazos suspirar
Era que todo fue un sueño  / pero logré mi empeño / porque te pude besar.
Y allàen el barrio, frente a su casa o al lado de la puerta en una silla reclinada a la pared, podÃÂÂÂa estar un par de horas luchando con el aparato para sintonizar la emisora favorita y disputar con sus inseparables amigos Ricardo DÃÂÂÂaz, Erasmo Pereira y Buenaventura Córdova, los números y sus intérpretes. La CMQ solÃÂÂÂa brindar como preludio algunas piezas de Las Estrellas Negras del Caribe, la banda del curazoleño Edgar Supriano, alternadas con las letras que Marcelino Guerra escribÃÂÂÂa en La Habana para el Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro, continuaba con lo mejor del Conjunto Casino, ‘Los campeones del ritmo’, cuyo repertorio arrancaba con los boleros de AgustÃÂÂÂn Lara al estilo de Roberto EspÃÂÂÂ, quien luego le daba el pase a Esteban Grau y del radiecito salÃÂÂÂa el vapor habanero del estudio de Monte y Prado y se mezclaba con el calor de Naiguatá en el crescendo que permitÃÂÂÂa un solo de congas a Carlos ‘Patato’ Valdés y los muchachos repicaban en el cuero de las sillas o punteaban el tres imaginario con la escoba como lo hacÃÂÂÂa en ese instante Andrés EcheverrÃÂÂÂa, mejor conocido como Niño Rivera, hasta el éxtasis producido por la guaracha Bilongo.
Después venÃÂÂÂan las noticias sobre el mundo devastado: la II Guerra Mundial llegaba a su fin; pero a Erasmo, Ricardo, Buenaventura y Néstor Alejandro sólo el bembé les quitaba el sueño. Entonces el radio pasaba de mano en mano hasta llegar a las del jefe, quien con un gesto daba por terminada la reunión: Mandinga â€â€ÂÂEduardo Ramos, para servirle, como decÃÂÂÂa al presentarse descubriendo la calva era un hombre recio y de pocas palabras, mantenÃÂÂÂa a sus siete hijos con la ayuda de Tomasa, su mujer â€â€ÂÂRafaela Escobar, a su orden, como solÃÂÂÂa decir después de ofrecer una mano tan delgada como toda su figuraâ€â€ÂÂ. Ambos trabajaban en la empresa de la electricidad establecida por Ricardo Zuloaga, él como técnico en las calderas y ella al frente de los fogones.
Cuando la tropa se aprestaba a cumplir con el toque de queda paterno que los mandaba a la cama sin escalas, el futuro trompeta seguÃÂÂÂa con la canción por dentro: quiquiribú mandinga quiquiribú tomasa. Y cuando la mamá ponÃÂÂÂa el punto final con una sábana que pintaba de blanco el cielo de su noche, el niño cerrando los ojos cantaba para sus adentros:
Esa negra linda / camará / que me dio bilongo.
Entonces ignoraba el significado de aquellas palabras (bembé, mandinga, bilongo) que se le metÃÂÂÂan en el sueño como figuras largas que se enroscaban y daban vueltas por el cuarto o se extendÃÂÂÂan bajo la cama. Y estaban las otras: redondas, puntuales y definitivas, que caÃÂÂÂan sobre la paja y la caña brava del techo en forma de disparos y estallidos idénticos a los que imitaba la gente que bajaba de Caracas contando que aquello era un caos porque habÃÂÂÂan tumbado a Medina Angarita y él hacÃÂÂÂa un esfuerzo por enfocar la mueca del presidente con el pico alzado sobre una pared del viejo barrio El Silencio como venÃÂÂÂa en las propagandas oficiales, o la otra, un poco más grave con su uniforme de General, en la imagen que presidÃÂÂÂa la oficina del Director del colegio.
Los retratos de los presidentes solÃÂÂÂan tambalearse y hasta caerse sin necesidad de terremotos, como ocurrió después con el de Rómulo Gallegos que se volvió añicos cuando Alejandro cabalgaba el potro salvaje de la adolescencia, el cual solo era domado por el carácter de Rafaela, quien en aquellos dÃÂÂÂas posteriores al golpe de Estado contra el ilustre escritor le ordenó al jinete una misión ultra-secreta la cual consistÃÂÂÂa en llevar una vianda hasta la hacienda de don Salvador Salvatierra, a la sazón fundador y primer accionista del Banco Unión.
La acción debÃÂÂÂa llevarse a cabo cada mañana con gran sigilo. Nadie debÃÂÂÂa acompañarlo ni enterarse. Al entrar a la casona él solo debÃÂÂÂa dirigirse directamente hasta la habitación donde se encontraba quien recibirÃÂÂÂa el desayuno, tocar la puerta, dejar el bulto y devolverse con la mayor discreción por donde habÃÂÂÂa llegado, sin voltear ni entablar conversación con persona alguna. Y asàlo hizo durante varios meses. El secreto se fue convirtiendo en rutina y fue perdiendo el misterio, hasta que un dÃÂÂÂa la puerta se abrió antes de que su puño golpeara la madera y pudo ver la cara gruesa, los lentes de pasta y la inseparable pipa de Rómulo Betancourt.
La sorpresa quedó congelada por diez años. Se le presentó una tarde a finales de 1958 en pleno ensayo con el Combo Caracas: casi se traga la boquilla cuando vio en el televisor al candidato de Acción Democrática con mayores posibilidades para la presidencia del paÃÂÂÂs, era el mismo rostro cargado de barros que aquella mañana remota, antes de echar a correr, solo le produjera el temor ante el castigo que le esperaba si su madre llegaba a enterarse.
Cuando el heladero era apenas un punto en el otro extremo del bulevar y las cabezas de los muchachos brillaban entre las olas, el viejo fijó la mirada en el bombardino de Johann Assenmacher â€â€ÂÂmejor conocido como el padre Juan y pudo describir con nitidez los pistones a la altura del pecho y la trompa que se abrÃÂÂÂa como una flor y ocultaba su cara de monaguillo.
El cura era oriundo de Düsseldorf y conocÃÂÂÂa de música: dirigÃÂÂÂa la pequeña banda Virgen de Coromoto y tocaba varios de los instrumentos cuya custodia mantenÃÂÂÂa en la casa parroquial. Él fue quien lo inició en el arte de la trompeta cuando el potro salvaje se paró en seco y entró a la iglesia a paso lento, luego de una elegante cabriola, seducido por las armonÃÂÂÂas que flotaban en la nave central. El requisito era ofrecerse como ‘servidor del altar’ y asàlo hizo. Asistió al padre Juan en los oficios durante el tiempo necesario para aprender un poco de solfeo, a leer las partituras y, lo más importante, a tocar trompeta.
Las notas musicales le moderaron el trote y debió alternar el aprendizaje con los distintos modos de apoyar la economÃÂÂÂa familiar. Se procuraba siete reales a la semana empaquetando vÃÂÂÂveres en los abastos y llevando las bolsas. Su mamá administraba las ganancias y hacia el fin de semana le daba lo justo para la entrada del cine, donde él solÃÂÂÂa seguir las series de Hopalong Cassidy y Flash Gordon en compañÃÂÂÂa de Erasmo, de Ricardo o de Buenaventura, cuando alguno de los tres, o los tres, podÃÂÂÂan darse el lujo.
De ahàal rumbón solo quedaban los pasos que ya habÃÂÂÂa dado ‘Perol’, su padre Mandinga, por quien a él lo rebautizaron Perolito, solo que Eduardo percutÃÂÂÂa sobre cualquier trasto con tres tragos de aguardiente entre pecho y espalda y volvÃÂÂÂa a la faena brava de las calderas dejando para la próxima farra el son de Matamoros. En su lugar, la fama de Perolito llegó a Macuto, según contrato de Tomasa para servir en la casa de playa del pintor Tito Salas en Las Quince Letras, a corta distancia de El Playón, el barrio donde dio con sus parientes Jacinto y Rogelia Medina que venÃÂÂÂan tocando y cantando desde Los Caracas.
Y he aquàque entre el vaivén y la guasa a Perolito le da todas las tardes por esconderse  en el monte junto a otros compinches con el sano objeto de vacilarse a una mujer que en pelotas se relajaba sobre una roca, hasta que un buen dÃÂÂÂa Rafaela Tomasa los descubrió y los muchachos-vagabundos-sinvergüenzas salieron brincando como los monitos de la canción, con la pinga pará, por la Juanita que posaba para el artista loco Armando Reverón, quien ni se dio por enterado con esos fogonazos de sol que aturdÃÂÂÂan sus ojos.
Los gritos de los bañistas ilustraron el final de la infancia y Alejo, con su sonrisa habitual, dijo señalando al mesonero:
â€â€ÂÂAcuérdate de Acapulco.
Brindamos por esa ocurrencia retro en la voz de Pedro Vargas y por MarÃÂÂÂa Félix â€â€ÂÂla ‘MarÃÂÂÂa bonita’ de AgustÃÂÂÂn Lara que aseguraba la continuación de las birras. En la distancia la playa era una acuarela poblándose de toldos.
Cuando el mesonero regresó, Alejandro se hizo mayor de edad. Le llegó el momento de cumplir el servicio militar obligatorio y prefirió entregarse, más por la emoción de la aventura que por el deber con la patria. El mismo se metió en el autobús del Ministerio de Guerra y Marina que esperaba a los voluntarios en la plaza de las palomas y poco después, llegando apenas a Punta de Mulatos, ya se habÃÂÂÂa arrepentido del impulso. De allàlo llevaron al cuartel de conscriptos en Conejo Blanco donde, gracias a la mediación del padre Juan Assenmacher, quien acudió alarmado por el escándalo de su antiguo monaguillo, se le cambió el destacamento del estado Táchira a Miranda y de inmediato fue trasladado a Los Teques, donde funcionaba una seccional de la Escuela de Bandas Militares creada por el profesor Carlos Bonnet.
Esa fue la primera vez que se alejó del litoral. Allàconoció a un muchacho que lo ayudó a sobrellevar el exilio: Celestino RodrÃÂÂÂguez, Tino, quien andaba más lejos aún de su casa, se habÃÂÂÂa enrolado para estudiar clarinete y en el futuro llegarÃÂÂÂa a ser una gran figura en Maracaibo. Con él pasaba horas ensayando para desviar el tedio producido por el largo acuartelamiento navideño a causa del magnicidio de Carlos Delgado Chalbaud. En enero todo se normalizó. Alejandro no soportaba el encierro y la rigidez del régimen, todos los dÃÂÂÂas amanecÃÂÂÂa con unas inmensas ganas de evadirse, pero el show debÃÂÂÂa continuar: despertaba a la tropa con la diana y se aprestaba a la rutina.
Hasta que el domingo previo al carnaval de 1951 la trompeta no se escuchó en el patio de formación, sino a muchos kilómetros de allÃÂÂÂ: el recluta Ramos Escobar se habÃÂÂÂa fugado y a esas alturas soplaba un poco destemplado por el trasnocho y los tragos de ron acompañando a los cinco pescadores de La Sardina de Naiguatá. Una comisión de la policÃÂÂÂa militar anduvo tras él un par de dÃÂÂÂas; pero familiares y amigos lo hacÃÂÂÂan invisible. Volvió por sus propios pasos el miércoles de ceniza y pagó la falta con veinte dÃÂÂÂas de calabozo. A partir de entonces solÃÂÂÂa ampliar los permisos a discreción durante la Semana de la Patria o en Año Nuevo, de modo que las distintas medidas disciplinarias le alargaron el tiempo de servicio. Hasta comienzos de 1954 cuando consideró que ya habÃÂÂÂa aprendido lo suficiente en la Escuela de Bandas y se escapó definitivamente.
En aquellos primeros dÃÂÂÂas de enero en la calle aún se escuchaba con insistencia el éxito de Crescensio Salcedo que la voz del gran Tony Camargo habÃÂÂÂa estrenado la vÃÂÂÂspera:
Yo no olvido al año viejo / porque me ha dejado cosas muy buenas…
Si bien Alejandro no estaba como para agradecer el pasado inmediato, en su presente incierto quizá le favoreció que el gobierno de turno fuese una dictadura ocupada en el desarrollo fÃÂÂÂsico del paÃÂÂÂs y en mantenerse en el poder aplicando la máxima represión polÃÂÂÂtica. Si bien la fuga de un trompeta negro de 22 años de edad sin filiación partidista no estuvo entre los intereses del programa del Nuevo Ideal Nacional, no obstante se sintió acosado por la larga mano del régimen que tuvo en la figura de la Seguridad Nacional su más siniestra representación. La gente vivÃÂÂÂa con miedo. En los lugares públicos se guardaba silencio, los parroquianos lo miraban con recelo: podÃÂÂÂa ser un policÃÂÂÂa disfrazado o un comunista; para él las paredes hablaban y cualquiera que se le acercara podÃÂÂÂa ser un espÃÂÂÂa o un policÃÂÂÂa disfrazado. Fue una época difÃÂÂÂcil que solo alguien en su primera juventud pudo superar: en medio de las tribulaciones no pudo evitar la emoción al entrar por primera vez a Maracay, la tierra de los hermanos Belisario: Arnaldo, Rafael, Francisco y Pedro José, quienes habÃÂÂÂan puesto a bailar al paÃÂÂÂs al son de su orquesta. Luego durmió en algunas plazas de Valencia, donde se mantuvo gracias a la caridad pública; después huyó a Barbacoas y comenzó a sobrevivir de la música. Entonces pudo  cantar:
Que yo no olvido no no no al año viejo / porque me ha dejado cosas muy buenas.
HabÃÂÂÂa salido de la nada. Antes debió pasar muchas horas caminando por el monte, bordeando el rÃÂÂÂo, rumbo al pueblo. Y allàestaba a medianoche: solo y mugre, con la mÃÂÂÂnima referencia de cierto señor Delgado, Miguel Delgado, quien le darÃÂÂÂa alguna oportunidad. Eso le valió un chinchorro en la comisarÃÂÂÂa, adonde sin saber habÃÂÂÂa llegado. Pronto se ganó la voluntad de todos y se enamoró de Úrsula, la hija del comisario â€â€ÂÂdijo su nombre y le brillaron los ojosâ€â€ÂÂ, cuando éste se enteró ya era tarde para oponerse a los amores: él mismo habÃÂÂÂa desviado las pesquisas sobre el desertor que ahora dirigÃÂÂÂa la banda marcial del pueblo, asistÃÂÂÂa al registrador y gozaba no solo del afecto de Úrsula, sino de la comunidad entera.
â€â€ÂÂQué vaina me echa usted â€â€ÂÂle dijo el viejo cuando Alex le pidió la mano de la muchacha. â€â€ÂÂYo tenÃÂÂÂa que haberlo mandado preso: aún tengo en mi poder la requisitoria de la SN; pero si ella lo aceptó… Que sea lo que Dios quiera.
Las emes de su mundo no se extinguieron con el matrimonio. Alejandro se debÃÂÂÂa a la música, al mar, a las mujeres. La nueva eme le hizo revivir el acuartelamiento; pero, a la vez, le brindó la forma de fugarse: el respaldo oficial adjunto a su estado civil funcionaba entonces como otra identidad que le permitirÃÂÂÂa desplazarse sin mayores contratiempos. Asàcomenzó su vida profesional: un primer toque en Puerto Cabello â€â€ÂÂmar y música unidos le permitió interpretar unos cuantos merengues y otras tantas guarachas; la amistad con el nuevo dueño del Club Tiuna, en MaiquetÃÂÂÂa, le hizo aflojar los nudillos sobre los pistones con la orquesta de César Viera; un poco más allá un ventetú con la sonora de José Lamas.
Luego, el regreso. Alejo siempre volvÃÂÂÂa por su propia voluntad. Y en cada retorno aumentaba la tropa con Úrsula: en 1956 cuando funda el Combo Caracas ya tenÃÂÂÂa dos de los siete hijos que conformarÃÂÂÂan la familia. Al final, una mitad serÃÂÂÂa de Barbacoas y otra mitad de La Guaira, a donde se mudaron luego de la caÃÂÂÂda de Pérez Jiménez.
El Combo era una agrupación ocasional para descargar que, a veces, le dejaba algo para llevar a casa a sus integrantes: ElÃÂÂÂas Carmona, Edmundo Hidalgo o Guido Landaeta. Durante sus diez años de vida fue apenas un punto entre las constelaciones que pasaban por los escenarios caraqueños: las maquinarias de la Sonora Matancera o de la Orquesta Aragón arrasaban en vivo o amenizaban el picoteo casero, el alambre dulce del son cubano se dejaba escuchar en los bares del centro y hasta el merengue apambichao, de origen dominicano, hacÃÂÂÂan las delicias del bailador que, además, pudo disfrutar la feliz fusión de merengue y cumbia que Francisco Galán Blanco, mejor conocido como Pacho Galán, trajo de Barranquilla: el merecumbé. Pacho hace llave con VÃÂÂÂctor Piñero â€â€ÂÂEl Marañón, le decÃÂÂÂan, porque habÃÂÂÂa pegado ese número del cubano Julio Cuevas; pero él era un muchacho de El Guarataro que cantaba en la Orquesta de los Hermanos Belisario y les va tan bien que el pueblo comienza a llamarlos Los Reyes del Merecumbé.
â€â€ÂÂLa pieza favorita de mi compadre el Negro Piñero, cuando trabajamos en Los Peniques, era Plena Española que comienza con el coro que dice: “Mira ese barco entrando en la bahÃÂÂÂa, ahàse va, se va, se va la novia mÃÂÂÂaâ€ÂÂÂ. Entonces yo lo envainaba preguntándole que cómo era eso: si el barco está entrando, ¿cómo carajo es que la novia se va? ¡Será que viene llegando! Él se hacÃÂÂÂa el enojado y me decÃÂÂÂa: “guá, pregúntaselo a JuanchÃÂÂÂnâ€ÂÂÂ, que era el compositor de la pieza. Dijo Al aumentando el volumen de su risa como para aplacar la estridencia que la brisa arrastraba hasta nosotros.
Alejandro se va dando a conocer con el Combo Caracas. El público identifica al grupo con la sonora del mismo nombre â€â€ÂÂfundada veinte años atrás por Pan con Queso, quien ahora tocaba el bongó para Billo y al trompetista que lo dirige con Johnny Pérez o Alirio Ramos. Alejandro era amigo de todos: un dÃÂÂÂa entra en un toque aquÃÂÂÂ, hace un quite con sordina allá, otro mata un tigre más allá y hasta se disfraza de charro un domingo con el Mariachi Guadalajara que ÃÂÂÂngel Infante, el hermano de Pedro, presenta en el Coney Island en la avenida La Paz. Y asàsucesivamente,  hasta que en cierta ocasión lo manda a llamar Manuel Ramos, uno de los directores de Los Peniques, para que haga la cuarta trompeta.
Él sabÃÂÂÂa más de sustos que de honores y apenas salÃÂÂÂa de aquella máquina del tiempo donde lo habÃÂÂÂa montado la cara de quien ahora era el Presidente de la República. Esta vez primero fue el susto, después el honor: acudió al llamado y  esa misma noche conoció a VÃÂÂÂctor Piñero y a Rafael Velásquez.
No lo podÃÂÂÂa creer: él era un negro flaco de mediana estatura con un promedio de 26 años de edad. Ingresar en Los Peniques era entrar en la pelea con la Billos Caracas Boys, con Luis Alfonzo Larrain, ‘el mago de la música bailable’, y con las orquestas de Chucho Sanoja y Pedro J. Belisario. Significaba estar con la crema y nata. VenÃÂÂÂan de amenizarle las fiestas al general Marcos Pérez Jiménez en el CÃÂÂÂrculo Militar, de animar los grandes carnavales y tocaban al son del régimen con mucho orden y discreción y ahora se estrenaban en los repiques democráticos y en el fragor de la rumba la percusión y los metales disminuÃÂÂÂan las explosiones de la guerrilla urbana y de otras conspiraciones que, en breve, atentarÃÂÂÂan contra el gobierno y convertirÃÂÂÂan las manos del presidente Betancourt en dos bultos de vendaje blanco.
Cuando Alexander entra, a mediados de 1959, la agrupación tenÃÂÂÂa cuatro años y una trayectoria envidiable: era la orquesta de planta de El Show de las doce que conducÃÂÂÂa VÃÂÂÂctor Saume por Radio Caracas Televisión, gracias a que, entre otras cosas, habÃÂÂÂa obtenido el tercer lugar en el  concurso La Mejor Orquesta de Venezuela. Los atractivos principales estaban para entonces en las voces de la mexicana Rosalinda Aguirre y del maracucho  José ‘Cheo’ GarcÃÂÂÂa; no obstante, la Billo’s se impuso en el certamen. El segundo lugar fue para Luis Alfonzo. La pizarra se completó con las bandas de Chucho y Pedro Jota. Renato Capriles â€â€ÂÂel mismo que crea Los Melódicos en 1958 en su condición de Jefe de Relaciones Públicas de Venezuela Gráfica, la revista que organizó el certamen, es quien le entrega el premio a Billo Frómeta en el Coney Island.
Alejo sigue los arreglos del pianista Eduardo Cabrera, junto al baterista Alfonzo Contramaestre, en la misma lÃÂÂÂnea de ‘El Gallo’ Rafael Velásquez â€â€ÂÂsu hermano del alma desde entonces hasta 2010 cuando muere en un ancianato de El ParaÃÂÂÂsoâ€â€ÂÂ,  quien hacÃÂÂÂa la segunda trompeta, en apoyo a las voces del Rey del Merecumbé, de David Montes, de Tony Izaguirre y de Pirelita, un muchacho recién llegado de Maracaibo contratado por Jorge Beltrán, quien serÃÂÂÂa conocido a posteriori como El Bolerista de América.
Entonces la vida comenzó a brillar: los reflectores â€â€ÂÂcortesÃÂÂÂa de Añejo Santa Teresa concentrados en uno de sus solos en El show de las doce, las instantáneas en el vermouth danzante, los saludos en el Magazine TV, los brindis en las vespertinas musicales y las ovaciones en los bailes le indicaban que estaba en la jugada; le garantizaban que en el gran mundo del espectáculo, adonde habÃÂÂÂa entrado por la puerta grande, todo era posible. Volvió el movimiento eterno de las emes: la música lo acercó al mar y el mar a las mujeres. TenÃÂÂÂa licencia para soplarles al oÃÂÂÂdo, con o sin boquilla, las promesas y los sueños más sublimes: un dÃÂÂÂa les ofrecÃÂÂÂa despegar con Avensa, la lÃÂÂÂnea aérea de confianza, a cualquier destino; otro, un paseo en el Oldsmobile descapotable o en el Plymouth coupé que en breve comprarÃÂÂÂa de agencia.
La marea lo arrojó una noche contra los acantilados de El Campito. Entró al burdel con la excusa de saludar a Pepe Tovar â€â€ÂÂel cantante del Costa Mar, el grupo oficial de la casa y salió tres dÃÂÂÂas después enredado con Diana. Al poco tiempo, también en Catia La Mar, conoció a Gloria, una mulata que venÃÂÂÂa huyendo de la Revolución  Cubana y se aferró a él como su tabla de salvación; porque el negro no solo tenÃÂÂÂa labia: después de una noche de ron seco las castigaba hasta hacerlas pedir clemencia, sin perder ni la erección ni las ganas.
Hasta que la EME mayúscula se le plantó enfrente con todas las implicaciones del caso; es decir, con la tropa in crescendo. Aquello fue un escándalo: Úrsula supo de Diana y de Gloria. La onda expansiva llegó hasta Diana quien, a su vez, supo de Gloria y de Úrsula y, finalmente, afectó a la cubana quien también supo de Diana y, lo peor, de Úrsula. Alejandro decidió huir con lo que tenÃÂÂÂa puesto. Tomó por una mano a Diana, la única sobreviviente de la catástrofe, se despidió de Los Peniques por intermedio de El Gallo Velásquez, suspendió al Combo Caracas, se montó en el primer autobús que iba saliendo del Nuevo Circo y fue a parar a Maracaibo.