Claudia Schiffer
La imagen de Claudia Schiffer para Guess era un icono vintage en la tienda Bahía’s en Caracas.

“Rebajas, Rebajas. Vacaciones en Bahías”, la cantaleta sin mayores eufonías ni acordes dejará de susurrar en las radios. Otro retintín, sin duda, más desolador, por el contrario, retumbará en ecos: “el cierre de un negocio. La clausura de un comerciante en este país de estafas, inequidades y estraperlos”. Baja la santamaría la tienda Bahías. Como ella, muchas otras, algunas de regateos y sandungas, de venalidad y consumo, de culto camp y pop, también se anotan en esta lista de desesperanza y carestía. El gobierno no conforme, entre otros contradiós, de no apalear la delincuencia armada que nos diezma y desangra, y que nos viste luto, muy probablemente como las camisas negra Polo que vendía el almacén de marras, se ha empecinado, tozudo como lo fue Chávez, como parece serlo su delfín, en exterminar la empresa privada y comerciantes. La buena abundancia de otros tiempos ―sí, buena, no como la actual: que es rica en homicidas y puñales, impunidad y descaros— ya se agazapa en la memoria, en el imaginario… al menos en el mío.

Con el cierre de Bahías inhumo en mi personal cementerio, los anuncios comerciales de Guess, esos en los que Claudia Schiffer exhibía sus turgentes nalgas; sepulto el caramelo de coco que siempre tiraba en la cesta de la basura por considerarlo de poca monta y entierro las tardes que, de ampulosa generosidad, a veces obscena, me regalaba mi padre cuando me llevaba al comercio. Recuerdo, ahora con tristeza y estertor, como el resuello de un enfermo de cáncer, porque un cáncer maldito corroe las entrañas de esta patria, que me decía: “escoge tres cosas, hijo. También hay que comprarle algo a tus hermanos”. Como siempre fui su benjamín, el niño consentido, el bien amado, me valía de algunas argucias e infantiles pataletas para hacerme de algún suéter de más. Siempre en complicidad y sin mayores regañinas, mi progenitor me relamía: “No le digas nada a nadie”. Y sus ojos amarillos guiñaban mi avaricia. Hoy, quienes, aún tienen crédito en sus tarjetas, o por el milagrito de algún santo patrón de las huchas, pueden ir a Bahías a comprar sólo tres cosas —como cuando yo era chiquito. La decisión, incluso notable y justa, es para que todos se beneficien de esta última bondad de ese comerciante que ya no puede embridar los rumbos de su negocio. Otro, malhechor de sus estragos, orza su sueño: Cadivi, y a hurtadillas, no, Ramírez. Es consabido, el sistema cambiario aniquiló al mercado. La historia del dólar, negro y oficial, y la hiperinflación de 51,6% —8,1 veces superior a la tasa de América Latina y la más alta del mundo— ya la conocen los venezolanos —o al menos los que, pese a la cerrazón y lluvia de calamidades, se informan y no hacen chito de esta abyecta realidad. Recomiendo leer el artículo, publicado en el portal Prodavinci, de Bárbara Lira: “¿Qué tal alto es 56,1%? La inflación de Venezuela versus el mundo”. Porque preterir es apoyar al corrupto.

Seguro más de un lector se preguntará: ¿por qué escribir de Bahías en medio de la tremolina inflamada tras la muerte terrible de Mónica Spear? Porque amo la ropa, porque amo los zapatos tanto como las pecas que adornan mi espalda, porque amo la publicidad que me hechiza y me empuja a adquirir el reloj amarillo que no necesito pero, sobre todo, porque amo el derecho de comprar lo que quiera y cuando quiera. Porque amo y respeto el derecho de cualquier ciudadano a prosperar en esta tierra ora con un dispendio de ropa ora con un local de desechables chucherías. Cada vez juzgo menos a aquel que pone el candado y sale corriendo.

Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme: ¿esta fuga de cerebros y capitales abona, fecunda y acucia a los mal llamados revolucionarios para que terminen de barrer lo poco que queda? ¿Estamos abandonando nuestros espacios o la batalla? No lo sé, en cambio sí la cifra de muertos que, en 2013, dejó esta guerra: 24.000. Cifra que ha rodado por todo el mundo, sin que el ministro de Interior y Justicia, Miguel Rodríguez Torres, haga al menos aspavientos de vergüenza o pena. Y mientras nos mata la impunidad, Bahías cierra sus puertas por la perversa decisión de aquellos que, cimeros en el poder, quieren uniformarnos. No gusto de los uniformes. No quiero que me uniformen. A veces transgresor, a veces heterodoxo, repelo el uniforme rojo sangre que este gobierno impone: pobreza y mortandad. Más que nunca, en tanto redacto estas líneas, quiero compra una camisa. Y se me desbordan unas ganas irreprimibles de paladear, al menos por última vez, el caramelo de coco que tantas veces boté.

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