¿Qué tienen en común un piloto terrorista kamikaze y un adolescente que se enrola en las FARC? Probablemente no mucho, salvo el detalle que para ambos la vida vale muy poco. O nada. Y eso no es en sí mismo un cuestionamiento moral, sino una observación objetiva. A gente como una mamá de Afganisthan que envía a su hijo a entrenarse a los 11 años para la Yihad, probablemente un occidental, más aún si se trata de un occidental acomodado, calificaría sin pensárselo dos veces de «mala-mama». Pero cuando uno sabe que en Afaganistán la esperanza de vida no llega a los 40 años, que alimentar a un hijo puede ser tarea titánica y educarlo algo impensable, comprende que el esquema de adiestramiento del terrorismo Talibán no sólo es razonable económicamente, sino además sostenible en el tiempo.

Hace ya algunos años, en el una vez talentoso foro virtual de Atarraya, participaba un desertor de la guerrilla colombiana residente en Suecia. El, hombre inteligente y de pensamiento ideológico, contaba sobre los ambientes profundamente depauperados en los que actuaba la guerrilla y cómo ésta ofrecía un sendero de vida, una trayectoria de carrera que brindaba para quienes se enrolaban, y sus familias, una solución y un incentivo totalmente materialista que no tenía nada que ver con lo ideológico. «Más cornadas dá el hambre» decian los aspirantes a toreros en la época dura de España, para quienes también la vida podía valer muy poco y se la jugaban a diario en el oficio escogido. Aún en los casos de un esquema como el Talibán, en el que los incentivos son mucho más complejos porque tienen que ver con las creencias religiosas, las motivaciones materialistas cobran mucha importancia, porque es más fácil ser un fanático religioso y confiar en recompensas de bienestar en el otro mundo, cuando la vida en éste se te hace miserablemente insoportable.

Lo cierto es que la vida no vale lo mismo en el Norte que en el Sur, la vida no es un commodity. Los commodities son productos de la economía real que tienen un precio en el mercado internacional, que suele ser «más o menos» universal y global, y sobre ellos se negocian instrumentos financieros. Son commodities los granos, los metales, el petróleo, etc. Pero la vida no es un commodity. No sólo porque la vida humana, como argumentará alguno, no tiene precio, sino más bien porque la disparidad de precio es demasiado grande a lo largo y ancho del orbe. Los términos de intercambio comercial en los útimos 20 años han variado en forma muy desfavorable para los países subdesarrollados, al tiempo que las condiciones de vida entre los habitantes del norte y del sur se han hecho aún más dispares. Acabar con la sostenibilidad y con la lógica económica del terrorismo global implica globalizar el bienestar: implica eliminar los incentivos que lo hacen posible, nivelando a nivel del planeta el valor de la vida.

La globalización será positiva para la humanidad cuando el progreso y el bienestar sean globales, cuando el valor de la vida tenga precios internacionales. Hasta un pensador liberal como Fernando Savater ha dicho, en relación con la tragedia de Nueva York que «el Estado de bienestar no es un error que debe ser descartado para agilizar la especulación bursátil y la maximización de beneficios, sino un proyecto que tendría que aspirar a su verdadera escala planetaria para salvar lo mejor de una civilización humanista. Y ello, precisamente, no en nombre de la retórica Utopía, sino de un verdadero realismo político.» Porque fue alli, paradójicamente, en el ombligo financiero del mundo, que dos escuadrones suicidas confirmaron que la vida no es un commodity.

* Publicado originalmente en septiembre de 2001 en El Nacional

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