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Siempre se encuentra un detalle nuevo, un giro en la conversación, una subtrama sugerida pero no explicitada.

“I believe in America/Yo creo en America”. La frase, en boca de una víctima que buscaba el auxilio del Padrino, inauguraba, en la penumbra de unos primeros planos crueles y reveladores, algo más que un clásico instantáneo del cine. Era la afirmación definitiva de una generación de directores, que en pocos años, había conquistado a los viejos estudios de cine e imponía, con el poder de la taquilla, nuevas formas y argumentos con los cuales oxigenar el calcáreo cine americano que había perdido el rumbo y el favor de las audiencias en la década de los sesenta.

En rigor, lo que era nuevo, novísimo era la forma y el ambiente con los cuales productores, libretista y director habían camuflado lo que era en esencia una muy clásica tragedia griega. El argumento se resumía en unas pocas líneas. Tras descartar, por audaz y heterodoxa, la entrada de su familia en el negocio de las drogas, Vito Corleone sufría un atentado del cual sobrevivía maltrecho. Su ocaso precipitaba movimientos tectónicos en la mafia de los años cuarenta y develaba las personalidades de sus hijos y familia, que cristalizaban en el ascenso de Michael, su hijo menor, a la jefatura de la familia. El camino, la trama, eran sin embargo complejos y apasionantes porque ese camino hacia arriba no era más que la metáfora de la lucha por el poder, clave última de la cultura americana y el descenso al infierno del único hijo que, al principio, esperaba no seguir la carrera familiar. Un prodigio de película iluminada con tonos oscuros de la fotografía de Gordon Willis que abrigaba una trama narrada con mano maestra, desnudando las luchas intestinas sin abusar de las escenas de violencia muy graduadas hasta las terribles escenas finales.

La trama interna de la realización de la película no es menos interesante. Tal vez esa frase inicial es un buen resumen de ese caldero cultural americano. Todo comienza en 1969 con un escritor obeso, plagado por deudas de juego a sus casi cincuenta años. Se llamaba Mario Puzo y según contó en un libro entretenidísimo llamado Los documentos de El Padrino, su esposa le sugirió un antídoto con el cual conjurar los tres fracasos editoriales que llevaba. Hablar del mundo que conocía: la cultura italoamericana de los cuarenta.

El libro vendió nueve millones de copias en dos años, estuvo 67 semanas en la lista de best sellers del New York Times y consagró a Puzo, que sin embargo vendió sus derechos para el cine por unos míseros 50.000 dólares. Por esa época, un productor novel (Albert Ruddy) recibió el encargo de parte del jefe de la Paramount, Robert Evans, de adaptarla al cine. Como director eligieron a un joven libretista, talentoso pero todavía inexperto en la dirección. Francis (entonces) Ford Coppola. Y la guinda de la torta. Le ofrecieron el rol principal a una estrella que naufragaba en el olvido: Marlon Brando. El resto es historia, porque la película se transformó en un clásico instantáneo, arrasó en la taquilla, acumuló cinco Oscares de diez nominados y precipitó un auge de los films de gangsters. Dos secuelas la siguieron en 1974 y 1990, pero esa es otra historia.

Toda esta trama, ya esbozada desde su punto de vista en el libro de Puzo, ha dado origen a una miniserie apasionante llamada The offer/La oferta basada en los recuerdos de Ruddy que por supuesto es el héroe indiscutido de todo el asunto. Se le puede perdonar ese gesto ególatra. Los diez capítulos rezuman ingenio narrativo, gusto por los personajes extremos (el buenazo de Puzo, el seductor Evans, el déspota pero visionario Charles Bludhorn, capo de la Gulf and Western) y el toque policial que aporta la verdadera Cosa Nostra, supuestamente implicada en no permitir el progreso de la producción. También supuestamente, el no llamarla por su nombre en toda la película fue parte del trato. Tangencialmente la serie es una reivindicación de la frase inicial. En la producción se mezclan caracteres y culturas diversas, primordialmente italianas y judías que aportan lo suyo a una película que haría historia y sin cuyos aportes no sería lo que es. Conviene volver a verla (una y otra vez).

Siempre se encuentra un detalle nuevo, un giro en la conversación, una subtrama sugerida pero no explicitada. Prueba de genio, de pertinencia y de estatus particular en la historia del cine.

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