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También fue un festín del humor y la inteligencia escuchar a Juan Villoro hablando de su vida y de su obra.

Mientras converso con Carlos Fernando Chamorro, hace exactamente una semana, en el lobby del auditorio del Gimnasio Moderno de Bogotá, me aborda la sensación de que estoy escuchando, no a un nicaragüense, sino a un periodista o un investigador venezolano que, casi con las mismas palabras, relatando más o menos los mismos atropellos, trata de explicarme —resumiéndolas— las maneras atroces como se persigue el periodismo y a los periodistas en su país.

Tres aclaratorias. Primera: ‘gimnasio’ en Colombia no se refiere solo a un lugar donde la gente va a hacer ejercicio para mantenerse en forma. Acá también se suele llamar así, como en algunos lugares de Europa, a los centros de enseñanza media. Y el Gimnasio Moderno, donde estamos ahora, es una de las más prestigiosas instituciones educativas en Bogotá, ubicada en un hermoso campus que funge a su vez como un activo centro cultural.

Segunda: Carlos Fernando Chamorro, por si el lector no lo sabe, es uno de los más reconocidos, activos y respetados periodistas independientes de Centroamérica, actualmente exiliado en Costa Rica, perseguido como miles de otras personas que resisten al régimen de terror que hoy gobierna a Nicaragua. Pero Chamorro no se rinde. Desde San José mantiene con vida Confidencial, un medio de noticias y análisis, publicado digitalmente, con una elevada cifra de seguidores, que gracias a sus análisis y reportajes pueden enterarse del horror local silenciado por la dictadura.

Y, tercera aclaratoria, que esta conversación ocurre en medio de la décima edición del Festival de Periodismo Gabo, sin lugar a dudas el evento más importante para debatir, reflexionar y compartir experiencias del periodismo iberoamericano, que tiene el interesante añadido de otorgar, entre otras distinciones a los grandes periodistas de la región, un premio central de reconocimiento a la excelencia periodística, que este año, meritoriamente, le correspondió al escritor mexicano, narrador, cronista, ensayista, guionista, pero sobre todo periodista Juan Villoro.

El primer día del Festival, podríamos decirlo sin dudar, fue de fiesta y alegría, marcada por el 40 aniversario de la entrega del Premio Nobel a Gabriel García Márquez. Fue todo un privilegio escuchar la pieza oratoria del gran escritor Sergio Ramírez, ahora también exiliado por la pareja perversa que gobierna Nicaragua, quien presentó a Villoro como un “chilango florentino”. Nos explicó que no sabía exactamente cuáles de las virtudes del narrador estaban premiando, si “al novelista que escribe crónicas” o “al cronista que escribe novelas”, para concluir citando el argumento del jurado que, unánimemente, consideró premiar su obra y trayectoria por haberse dedicado a “interpretar con vitalidad siempre renovada y estilo magistral las realidades de México, América Latina y el mundo, siempre con una mirada propia, profunda y crítica que proyecta en su ejercicio periodístico con rigurosidad, ética y talento ejemplares”.

También fue un festín del humor y la inteligencia escuchar a Villoro hablando de su vida y de su obra. Primero en el discurso de aceptación del premio. Unas horas más tarde, en una lúcida y divertida conversación con la también brillante periodista argentina Leila Guerriero.

Los asistentes nos llevamos muchas cosas de ese diálogo dichoso, pero en mi caso particular no olvidaré a Villoro, tratando de reproducir, con histriónico talento, la manera como sus héroes de infancia y juventud, los locutores que narraban por la radio los juegos del fútbol mexicano cuando la televisión aún no lo hacía, iban creando relatos que no solo describían, sino que construían una realidad narrativa inmensamente superior a lo que realmente ocurría en la cancha. Uno concluye que seguramente esas voces de la radio han influido en las pasiones y estilo de Villoro tanto o más que los grandes de la literatura universal, incluyendo al propio García Márquez.

Lo que vino después fue, en algunos casos, dramático. La mesa en la que participaba Chamorro se tituló ‘Las demencias totalitarias’ y allí pudimos escuchar, uno tras otro, los testimonios de la persecución a la prensa y los periodistas que ejecutan gobiernos, tanto de derecha como de izquierda —si es que la distinción sigue teniendo alguna utilidad al momento de hablar de libertades— en distintas latitudes de América Latina.

Escuchamos al periodista salvadoreño Mario Beltrán contando la ensañada persecución de Nayib Bukele y sus aparatos de control a medios aún independientes como El Faro y Gato Encerrado. A la venezolana Albor Rodríguez ratificando lo que todo el mundo sabe, pero muchos tratan de ignorar, sobre la asfixia casi plena del periodismo libre en Venezuela. Y, al final, al propio Chamorro, dándonos cifras exactas sobre el número de activistas políticos, dirigentes sociales y sacerdotes condenados a prisión por razones de conciencia, la cantidad de oficinas de redacción asaltadas, equipo incautados, medios clausurados o comprados por la familia Ortega-Murillo, y el número de periodistas y escritores nicaragüenses hoy en el exilio incluyéndolo a él.

En sus palabras de apertura, Jaime Abello, director de la Fundación Gabo y corazón del festival, además de la bienvenida, nos recordó con tristeza que hacía menos de una semana había sido asesinado, en el departamento de Córdoba, el periodista colombiano Rafael Moreno Garavito. Muchos ponentes en otras mesas recordaron el desconcertante número de periodistas asesinados solo en México. También, otra vez, la persecución ya convertida en paisaje a los blogueros, artistas y comunicadores alternativos en Cuba. Un inventario vergonzoso.

Pero el periodismo sigue con vida. Que dos de los premios hayan sido otorgados a trabajos que narran —uno fotográficamente, otro desde el género reportaje— el genocidio de la Rusia de Putin al pueblo ucraniano y los abusos cometidos sin escrúpulos contra la población civil; que el debate sobre los pódcasts y el periodismo nacido digital hayan sido temas centrales en diversas sesiones; tanto como los mecanismos para sobrevivir y defenderse de las persecuciones políticas y el acoso económico, nos hablan de un oficio que siempre se renueva, resiste los peores ataques y sigue alerta denunciando los abusos del poder ya sean hechos «en nombre del pueblo y el proletariado” o del orden y el capital.

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