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Una serie política por excelencia y una joya altamente adictiva.

Se le atribuye a Paul Begala, estratega de la campaña que llevó a Bill Clinton a la presidencia, aquello de “la política es el show business para la gente fea”. La frase rezuma antipolítica y es un sarcasmo de quien ha hecho de la política su profesión. Pero uno no puede dejar de recordarla viendo Borgen la serie danesa cuyo título en español seria El castillo, sede del ejecutivo, parlamento y suprema corte danesas, primer indicio de convivencia entre adversarios. La cuarta temporada acaba de estrenarse para regocijo de sus admiradores porque la serie es, para fortuna de los que guardan esperanza, un homenaje a la política con mayúscula.

La serie inició en 2010, con un giro argumental impensado en nuestros países. El primer ministro danés, en un arranque de impulsividad, usa la tarjeta de crédito del gobierno para comprarle un presente a su mujer. El gesto no parece implicar malicia mayor, incluso podría ser fruto de la prisa o el descuido, pero estamos en Dinamarca y, tras algunas zancadillas menores ¡cae el gobierno! Una política ambiciosa e idealista al mando de un partido nuevo se ve lanzada a la arena y a formar gobierno, con lo cual su talento envuelto en su inexperiencia son puestos a prueba. A diferencia de sus similares americanas Borgen no es un thriller político de los que han inundado las pantallas desde The west wing al inefable Frank Underwood de House of cards. Tal vez porque el impecable libreto excluye la maldad como tal. La sustituye por fuerzas tan o más eficaces en el juego político diario. Hay mezquindades, llaves de judo grandes y pequeñas y un permanente juego por el poder en el cual la prensa tiene un papel fundamental. Pero buena parte del interés de la serie está en que la eficacia dramática del juego por el poder, pasa por las vidas personales de los protagonistas. No es un juego morboso como el de la ya citada House of cards. Es al contrario, la contracara de ese juego de alto contacto que es el diario devenir de la vida política danesa en el cual el respeto a las instituciones es palabra sagrada. (Tan sagrada que a nadie se le ocurre siquiera pensar en violentarlas). El campo de juego está definido por reglas muy precisas lo cual, lejos de hacerlo aburrido, le da al drama un espesor particular. Como está excluida de plano la posibilidad de patear el tablero (¡Qué lejos estamos de la truculencia de la primera temporada de Homeland , o las ya citadas!), el drama es el que marcan las reglas. Y esto lo vuelve puramente político, excluyendo el juego policial o la intervención de las oscuras fuerzas de inteligencia. Lo que queda al desnudo es el puro juego de poder en las altas esferas de un país y una sociedad desarrollados. La política con mayúsculas pues, con sus golpes bajos, sus agonías, sus opciones fría y descarnadamente expuestas, pero política desde el principio hasta el fin.

En el centro de todo está, por supuesto, Birgitte Nyborg. Hubiera sido simple aceptar la fórmula del descenso a los infiernos de la ambición. Pero por suerte la serie no cae en esa trampa barata. Nyborg es sin duda ambiciosa y tiene un ego de proporciones (¿que político puede serlo sin esas dos características?). Es además idealista porque para ello entró en la política. Pero el libreto es el largo aprendizaje de la necesidad del pragmatismo. Y sus dosis. El puro pragmatismo no puede sino seguir dando los frutos que ya existen. El puro idealismo no alcanza siquiera a rozar la realidad, mucho menos puede soñar con cambiarla. Este es el campo conceptual en el cual se mueve la serie. Una serie política por excelencia y una joya altamente adictiva. Para soñar con ese nivel de clase política. Para desmentir la frase del comienzo.

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