Minucioso para conservar, clasificar y archivar, tiene bocetos de trabajos en proceso, objetos que le hacen guiños mientras les inventa destino, corotos que servirán sin duda para algo hermoso y serán arte

De los amores apasionados que nacen entre un torero peruano que, después de dejar de ser mago, recibe la alternativa en el Nuevo Circo de Caracas y torea en Colombia, y una costurera descendiente de italianos que vive en Arboledas, cerca de Cúcuta que, luego de quedar hechizada por la faena del matador se dedicará a reparar los trajes de luces, deshilachados o vueltos jirones —según el embate del toro—, de su marido y sus colegas, nace en el país vecino un artista plástico de febril imaginación y lienzos que parecen escenas oníricas, que se convertirá —como dijo en una ocasión Leonardo Padrón— en el anti Cabre de El Ávila y en su más devoto amador.

Criado entre corridas y maestranzas entenderá el lenguaje de redoblantes y trompetas que narran, que advierten, que presagian y, cual diyei, descubrirá cómo la música puede dialogar con el público que, si excitado o en aterrado silencio, lo que oye son los compases de su propia taquicardia. Desde niño, José Campos Biscardi asumirá el asunto taurino sin mayor conflicto, o trauma. Será parte del paisaje cotidiano —que superará con arte— la presencia copiosa de la sangre humeante y espesa en los charcos de la arena, al término de la lidia, o la de tinte purpúreo que manchará con formas extrañas la ropa de su progenitor, tantas veces herido en aquellos encuentros de vida o muerte.

José Campos Biscardi y su hermano Alejandro. Foto: Cortesía

No, temor no, no casi. Su padre murió de pulmonía. Una y otra vez él asistiría confiado a la representación riesgosa pero de libre albedrío del tour de forcé de capotes y cuernos, en la que los de una de las especies irían de zapatillas y lentejuelas besando la medalla de la virgencita. El ritual de blindarse con la señal de la cruz sería el postre de un típico domingo familiar con menú de avemarías que marcarán la marcha al incierto ruedo. Luego, adulto, sería ateo “gracias a Dios”, y ahora, un creyente discreto que entenderá que el espacio es un misterio creado por un ser superior donde circulan ovnis y seguro ángeles.

Todos los Biscardi vivirán en torno al oficio que entiende de castas y astados, kilos y trapos rojos, rabo y orejas. La madre, Ana Biscardi, estará durante la semana frente a la máquina de coser, su hermano mayor, Alejandro, el militar, ayudará en la organización, y él, desde su ya acusada sensibilidad artística, se dedicará a diseñar los pendones y dibujar los volantes de invitación. Vivir imbuido en aquellos referentes tan particulares —no solo tener un padre torero sino vivir al lado de un coso, como otros niños viven cerca de una cancha para jugar pelota— lo hará interesarse por las locaciones y sus narrativas, y sin duda por eso incursiona en algún momento en el arte de la escenografía; recuerda que ya viviendo en San Cristóbal hizo una puesta en escena “muy volada” para el montaje de Edipo Rey y ya en Caracas, en el Teatro Nacional, la de Los muertos las prefieren negras, obra poco conocida de Andrés Eloy Blanco. Adorará los escenarios donde ocurre la vida —ay, y la muerte— e intervenirlos —hasta actor fue—: esa será su manera de procesar y digerir algo tan grueso como la tauromaquia.

Porque no será un defensor a ultranza de esta herencia bárbara, constituida de tantos códigos, tanática y erótica a la vez, pero tampoco saltará la talanquera para denostar esta épica que enfrentan, se supone, inteligencia versus fuerza. A dos que se miden para y hasta que uno termine en una camilla o tendido en el ruedo, casi siempre lo último: el morro del toro atenazado por el ramillete de banderillas hasta la estocada final que lo dobla, y cae. “La gente recuerda a Islero, el toro que corneó fatalmente a Manolete, pero no sabemos el nombre del de la hamburguesa que comemos”, desliza como un puntillazo.

«En un restaurante una señora protestaba en voz alta contra el espectáculo taurino y Mario Vargas Llosa, que almorzaba en el mismo lugar, le dijo que si sabía que la langosta que se estaba comiendo había sido sancochada viva en agua hirviendo”, añade con cierta burla, y desde su proverbial sentido de justicia, y el hombre criado en burladeros.»

Libertario, y si en los bordes sólo por mera curiosidad, su preferencia será más bien lo hondo y sin duda lo novedoso, lo desvergonzado, lo lúdico, lo fantástico. Le tendrá ojeriza a los estereotipos, jura, y desdén a los moldes. Ocurrente y creativo no esperará la pauta que dictan las tendencias aunque la crítica lo ubique sin tutía como artista pop de instinto surreal. Cosa que niega sonriendo: “Surrealista es el país, yo soy costumbrista”, ja.

He aquí también a un nombre apasionado y a la vez paciente. Estudioso de sí y de lo que lo rodea. De su entereza, nunca conformismo, da cuenta su trabajo. Un artista mira y atesora. En su caso, no solo en la sesera. Todo parece caber en su taller, su mundo. Minucioso para conservar, clasificar y archivar tanto — “calculo que hay más 150 mil objetos, sumando peras y manzanas” —, contiene bocetos de trabajos en proceso, objetos que le hacen guiños mientras les inventa destino, corotos que servirán sin duda para algo hermoso y serán arte, maravillas útiles de edad incierta o vintage como una broca de 80 años, fotografías y dibujos de su autoría, los tantos lienzos que mantiene consigo y cartapacios de material hemerográfico. Entre las infinitas entrevistas rescata aquella que le hicieron cuando obtuvo el segundo lugar en el Salón Julio T. Arce de Barquisimeto —ya volverán los salones y los premios— que lo catapultó jovencito al reconocimiento y lo puso en el mismo cuadro de honor en el que estaban los ganadores. Empate entre Hung y Bellorín en el primer lugar, él compartiendo pedestal. Trastear entre los baúles de la memorabilia y encontrarse con aquel texto fue una suerte de tiquete de viaje a ese momento de 1968. “Recuerdo con emoción ese veredicto que me fue tan favorable, siendo yo un desconocido, un imberbe, estar a pata de mingo de estos consagrados todavía me eriza la piel”.

Paciencia tiene porque pintar es macerar con miramientos y devoción, aunque quizá cada vez puedas producir más usando menos tiempo.

Paciente es porque son muchos sus proyectos artísticos en mente —“no paro de inventar, no solo frente al lienzo sino que se me ocurren muchas ideas que quiero llevar a cabo, tantas que creo que no me va a alcanzar la vida”— y no es fácil o factible conseguir apoyo o patrocinio para todos, menos cuando aquí y ahora la cultura que no es lisonjera está proscrita. Paciente asimismo por decidir permanecer en el caos, como ojo del huracán, y tener la capacidad de soltar la carcajada. Contra viento y marea es un pertinaz habitante de su amada Caracas. Descosida y deshilachada como las prendas de su padre, manchada de sangre y con la lentejuelas desportilladas como su traje de luces, la ciudad es su por siempre. “No me iría jamás de aquí, no podría”. Caracas todavía le parece maravillosa, no es el único.

La primera mudanza de Cúcuta a San Cristóbal, aunque son dos países, y venía impelida por la cruz en la puerta con que amanecen marcados una mañana de refriegas en el largo rato de violencias intestinas no ofrecería tantos cambios en el niño de 7 como la movida decidida por él cuando de Los Andes viene a Caracas a los 23, en 1967. Cuando venía por Tazón y vio en panorámica la ciudad que se abría en luz de punta a punta, promisoria, con su baño de modernidad de estreno y al lado aquel antepecho verde, enorme y mullido del Ávila, sintió que había llegado al paraíso. “Fue amor a primera vista”, vista de artista. “Supe que me quedaría aquí”.

Conoció una ciudad con movida —ahora conmovida—, con noches largas y alegría espumante. A todas las peñas y grupos de las artes plásticas. Y aunque pasó momentos difíciles, durísimos, de no tener dinero y tener que compartir un espacio pequeñito por las inmediaciones de Quebrada Honda, desde la plataforma caraqueña escogida conquistará más premios y tendrá más reseñas a favor y será invitado a mostrar su trabajo en la Meca, o sea, París; allá llega como invitado a la Bienal de Artes Plásticas.

Su pasaporte debería ilustrar su currículo, con tantos sellos dando fe de que ha sido requerido en todas partes. Además de que en el patio, las galerías locales —“he expuesto en todos los espacios de arte del país, Mérida, Tovar, Maracaibo, Valencia, Maracay, Ciudad Bolívar, Puerto Ordaz, Cumaná y Caracas, claro”— lo tienen como parte de la colección y asimismo lo han convocado a exhibir al igual que en distintos países del continente —Estados Unidos, Costa Rica, Brasil, Chile, Ecuador, Perú—, así también ha expuesto en un puñado de naciones del mundo. Con su trazo que jamás da a torcer y, claro, sus Ávilas cúbicos, ha ido a Alemania, Suiza, Bélgica, Bulgaria, Francia, como se dijo, y hasta China. “Pero la última vez fue en 2010, que nadie crea ni remotamente que pude traerme el virus”, ataja porsia.

E integran sus trabajos muchas colecciones aquí y extrafronteras. Es una especie de dilecto, de clásico de las paredes de los caraqueños. Sólo Thomas Schmidt, el desaparecido gourmand a cargo de un local de confitería alemana en La Florida, que en el proceso de adaptación criolla incorporó la venta de hallacas de su hechura, tenía ¡50 obras suyas! en su casa.

“Sabía que iría con El Ávila por medio planeta, que me lo llevaría, es que me lo apropié y lo hice portátil”, dice, “pero además porque soy medio adivino”, añade. “He pronosticado cosas en mi trabajo, las he pintado antes de que ocurran”, como el deslave de Vargas: tiene una obra en la que el mar devora a la montaña que cae fraccionada en cubos, “el cuadro fue pintado con mucha anterioridad a diciembre de 1999”. Tiene otra en la que una bota retrechera separa El Ávila, lo parte en dos dolorosos toletes: “es la fractura que tenemos de un tiempo a esta parte”, y también es previa. Las piernas no; no es difícil predecir que esas extremidades divertidas, entre nubes, entaconadas, con medias de lunares, leitmotiv de sus obras estén de verdad en las faldas de la montaña.

Foto: cortesía.

De eso, de premoniciones y de la intuición en el arte, hablaría en televisión, invitado en una ocasión al show de Orlando Urdaneta el programa —De noche— al que se presentó con un puñado de lentes pintados por él, no para ver, claro, sino para ser visto. Lentes atril, tenían el Ávila grabado en los cristales lo que los convertiría en punto focal de aquella conversación con el ocurrente animador y el otro invitado, el actorazo que inmortalizó a Gómez, no viceversa: el genial Rafael Briceño. Aquellos anteojos serían una manera de confirmar cómo, al igual que Mahoma, lograba que la montaña viniera a él y él la llevara para todos lados. Sigue haciendo esos lentes. Es que no tiene ojos para nada más el artista que adivina.

Lo cierto es que dejó en suspenso —o acaso subyace soterrado—, a la tauromaquia y toda su estética, simbología y drama. Pocos lienzos se los dedica al tema. Recuerda ese en el que yace sobre el piso el dedo postizo de su padre. “Era el dedo con que a veces hacía magia, el truco del dedo que desaparece, yo lo retocaba cuando se le despintaba”. En la obra está su papá vestido con el traje de luces, también está un pájaro enjaulado y su mascota que bautiza como la canción de Celia Cruz. La obra se llama Anti Autorretrato junto a mi padre Alejandro Campos, Campitos, el Tigre de Lima y rey del Metisaque, y mi perrita Burundanga, en el patio de la casa de Arboledas, la víspera de las fiestas patronales. Sí, la mayoría de los títulos de sus obras son “más largos que un Twitter y más cortos que un cuento y parte de mi fascinación por las palabras”.

Uno de sus proyectos en el tintero enlaza una y la otra, nada de que una imagen vale más que mil palabras. Se trata de la impresión de dibujos suyos para que los niños los coloreen e inventen un cuento a partir de la imagen, espera lograrlo. Otro proyecto propone que sean los artistas los escritores. A Julio Pacheco Rivas “que si no lo sabes es un gran escritor”, le envió un cuento suyo para ver qué se le ocurría. “Julio me dijo algo fantástico: no entiendo un carajo, pero de que es un cuento es un cuento”.

Otra ocurrencia es el Museo de Bolsillo, que consiste en la impresión de toda su obra y afines en una laaaaarga tira hecha del material impermeable de los carteles. Estarían estampados a lo largo de un kilómetro sus lienzos, dibujos, caricaturas, fotografías y entrevistas, es decir, unas 5.000 imágenes del artista que oficia de curador, productor y director de su propio museo, montado como un acordeón antológico de no más de 30 centímetros de alto. Se trata de hacer de la plaza o la calle el espacio para idea ocurrencia portátil y muy llevadera, como estuvo ya un abrebocas en el Museo Alejandro Otero de La Rinconada. O aquella compilación anterior, expuesta en Las Mercedes en la que abjuraba de la represión, “y produjo estupor aquella obra titulada: El gobierno tiene un argumento para dialogar, cuya imagen es una secuencia ordenada de puras balas”, recuerda.

«He pensado que Daniel Skoczdopole (Tunick) el fotógrafo que visitó Caracas para tomar fotos de caraqueños desnudos en la vía pública podría reunir a muchas personas sin ropa a lo largo de una avenida de cualquier parte del mundo, eso sería un Guinnes: el museo gratuito más largo del mundo, con atriles humanos, y mi obra como la hoja de parra de los participantes”. Ha pensado en varios escenarios: la plaza Tiannamen o en la muralla china. La UCAB o la UCV. O el Bulevar de El Cafetal. “Ojalá pudiera hacerse en la ciudad aunque me encanta viajar”. Y es que yo quiero tanto a mi Caracas pudo ser un verso suyo.»

Pintor desde pequeño también se interesó por la caricatura. ¿No sigue siendo su trabajo una exageración de la realidad? Inventó sus propios cómics después de leer sobre las circunstancias domésticas de Lorenzo Parachoques y las de La pequeña Lulú. “Como todavía no sabía escribir las hacía con las nubecitas para los diálogos pero las dejaba en blanco para cuando aprendiera a escribir”, vaya ternura. “Esos cómics sí que no lo tengo conmigo, una pena”. Perder hemos perdido todos, tanto, La valoración de lo preservado en la memoria es lo que hace la diferencia, persiste el eterno comensal de la Pensión Ana.

El asunto lo lleva a recordar a la crítico brasileña Lisetta Levy, a quien le encantó su trabajo y lo elogió mucho cuando Campos Biscardi estuvo allá. “Debo decir que acaso se identificó con esa pierna suelta que siempre está en mis obras, lamentablemente esta amadora del arte tenía una sola extremidad, a mí me resulta esto conmovedor, todos encontramos, donde menos esperamos, un espejo que nos confronta o seduce, a veces somos Alicia a veces no, a veces el país es de maravillas, otras el caos”.

Tal vez los espejos sean sabios y viéndonos con unos lentes del Ávila podamos pronto descifrar el acertijo que nos permita reflotar. Vernos bien es todo un arte.

Publicado originalmente en https://eldiario.com/2020/05/14/jose-campos-biscardi-el-arte-por-los-cachos/

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