Tiene un grito de batalla que profiere en la reunión de gerentes, y opaca alguna sonrisa educada al visitar la fábrica. “Aquí no queremos sindicatos”.

Los mejores momentos de esta vida se viven a oscuras. Para el cinéfilo del siglo pasado la cuarentena hubiera sido una maldición, una prohibición bíblica de volver una y otra vez al encanto de las salas oscuras. Su sucedáneo globalizador son las plataformas, el streaming.

Los Netflix, AppleTV o Amazon de este mundo, refugio al menos temporal del encanto de la imagen. Un género habitualmente esquivo a las pantallas ha sido el del documental, relegado, salvo honrosas excepciones, a la televisión o algún cenáculo de especialistas. El género revive, afortunadamente, gracias a las insaciables plataformas, necesitadas ya no de películas sino ¡horror de horrores!, de productos, si a la jerga actual hemos de creer. En esta debacle, para los pescadores de extrañezas, el río revuelto trae, de vez en cuando, alguna joya.

Una de ellas es American Factory, un filme independiente que, vaya usted a saber cómo hizo su ruta hacia Netflix. La premisa es sencilla, tanto como la historia que cuenta. En 2008, cerca de Dayton, Ohio, una planta de General Motors cierra sus puertas, vapuleada por la crisis financiera que ya casi parecía olvidada. El colapso de la planta trae consigo el de la ciudad a la que nutre. Pasan siete largos años antes que la luz se haga al fondo de un túnel. La solución la trae una compañía china, la Fuyao, que compra la planta. Y en un arranque de grandeza mercadológica, permite que dos cineastas estadounidenses Steven Bognar y Julia Reichert, documenten la reapertura, la transición y el cruce de culturas. El resultado es un filme desopilante, de una inteligencia devastadora y una sabiduría narrativa como pocas veces se ve.

Porque los directores parten de la idea de opinar muy poco y registrar mucho. Tal vez por eso la historia empieza en China, con la ilusión de los obreros que irán a hacer la América y sus ideas sobre el mundo que les espera. Y de ahí salta a la inducción que reciben de parte del infaltable departamento de Recursos Humanos que les explica cómo es el “way of life” americano. “Son muy naturales”, “dicen lo que piensan”, “se visten informalmente, si ustedes ven un hombre de bermudas en París, seguro que es americano”. Y al mismo tiempo registran el otro lado del espejo: la ilusión de ver al pueblo revivir, la posibilidad de volver a un nivel de vida perdido o la nostalgia por un pasado que se fue y tal vez vuelva.

Ambas visiones se escrachan contra la realidad. Los chinos, disciplinados por siglos de confucianismo y décadas de comunismo difícilmente entienden el informalismo occidental, en tanto que los americanos tienen dificultad con sus nuevos colegas (y superiores). Y la cámara es capaz de registrar momentos inefables: “Estos americanos son muy ineficientes”, le comenta un supervisor chino a su gerente, que lo mira asintiendo. Pero también es capaz de registrar momentos de ternura y de amistad que salta por encima de las culturas. Al mismo tiempo la gerencia local no puede comprender la insuperable capacidad de trabajo de los chinos y la película insinúa una grieta, ampliada por la barrera del idioma, que se abre cuando entra en escena el dueño de la Fuyao.

Tiene un grito de batalla que profiere en la reunión de gerentes, y opaca alguna sonrisa educada al visitar la fábrica. “Aquí no queremos sindicatos”. Tiene razón. Los sindicatos disminuyen la productividad, levantan banderas reivindicativas y buscan dar una voz a los obreros que han atisbado al sistema chino. “Antes ganaba 27 dólares la hora, ahora gano 12”, comenta una empleada. Por supuesto los políticos entran en escena y apoyan, nada más y nada menos que en los discursos de apertura de la  fábrica, la opción sindical. Hay algunos ecos de Norma Rae, aquella lejana película de 1979 en la que Sally Field lideraba a los obreros (y ganaba). El  otro referente es Michael Moore que en 1989 se lamentaba por el cierre de una fábrica de la General Motors en su pueblo natal, Flint.

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