No debemos subestimar la capacidad de los venezolanos para reinventarse.

En estos momentos, en todos los centros de pensamiento se analizan los cambios que producirá esta emergencia mundial ocasionada por la pandemia del Covid-19.

La sociedad planetaria está detenida en sus diferentes dinámicas hasta nuevo aviso y el confinamiento de casi 3.000 millones de seres humanos produce reflexiones como la del historiador Yuval Noah Harari, quien afirma:

“La humanidad se enfrenta ahora a una crisis global. Tal vez la mayor crisis de nuestra generación. Las decisiones que las personas y los gobiernos tomen en las próximas semanas, probablemente darán forma al mundo en los años venideros, no solo a nuestros sistemas de salud, sino también a nuestra economía, política y cultura. Hay que actuar con rapidez y decisión. También hay que tener en cuenta las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones. Al elegir entre alternativas, debemos preguntarnos no solo la manera de superar la amenaza inmediata, sino qué clase de mundo vamos a habitar una vez que pase la tormenta. Sí, la tormenta pasará, la humanidad va a sobrevivir, la mayoría de nosotros va a seguir vivo – pero vamos a habitar un mundo diferente” (El mundo después del coronavirus, marzo 2020).

Pienso que quienes proporcionarán las pautas en ese nuevo amanecer del mundo serán las naciones cohesionadas socialmente antes, durante y después de esta guerra contra el temible enemigo invisible. En las naciones desarrolladas se esta convocando a los distintos actores sociales y políticos a lograr acuerdos en estrategias y soluciones colectivas para aglutinar a todos los factores en una causa común necesaria para la resiliencia y los retos del día después. ¿Podemos afirmar que esto sucede en Venezuela? Por desgracia no.

Durante veinte años el régimen ha destruido la capacidad de cohesión social al utilizar un lenguaje de odio, reduccionista, excluyente y pervertido. El lenguaje político fue demolido y junto con éste se extinguieron la democracia, las instituciones y su sistema de libertades y derechos, de progreso individual y colectivo en un despropósito desatinado y nihilista.  La respuesta a la pregunta anterior es aún más dolorosa, no solo contemplamos una nación destruida, arruinada física y moralmente en estos últimos veinte años en manos de la corporación criminal que usurpa sus instituciones, hay que añadir que esto fue la consecuencia de no haber construido durante la era democrática un concepto que unificara al pueblo en un destino común de nación. El ingreso petrolero no se reinvirtió en un desarrollo sustentable para lograr la independencia económica, industrial y productiva, mucho menos para sentar las bases de una sociedad del conocimiento. Antes y durante la actual era chavista, las ganancias petroleras no se utilizaron para empoderar a los ciudadanos de manera que estos emprendieran su propio desarrollo y progreso individual, por el contrario, los convirtieron en mendigos de los partidos políticos, después de las misiones y recientemente de las bolsas CLAP. El chavismo en el poder, lejos de mejorar la precaria estructura de seguridad social existente o de construir una moderna red de hospitales, montaron sus improvisadas misiones dirigidas por cubanos para el control social y político de los barrios pobres. En resumen, se robaron miles de millones de la renta petrolera, hipotecando el futuro del país, convirtiéndolo en un paria del progreso humano. Hoy, en toda Venezuela, hay una profunda carestía  de alimentos y medicinas, aparte de la falta de electricidad, agua, gasolina y de elementales servicios públicos.  Si antes de la llegada de la epidemia, la situación del país se consideraba como de desastre humanitario, esta pudiera convertirse en un genocidio controlado si los sociópatas que han usurpado las instituciones no son depuestos. Según Luis Almagro (ABC Internacional, 22/03/2020): “Podríamos estar enfrentando una tragedia de dimensiones catastróficas para el hemisferio. Pero una dictadura irresponsable que ha generado la peor crisis migratoria y humanitaria de la historia del hemisferio, con un patrón de coronavirus que puede multiplicarse en función de esas condiciones, puede transformarse en un desastre absoluto”.

Naciones en vías de extinción vs naciones que invierten en conocimiento

Ese mundo diferente que pudiera surgir de la pospandemia del que habla Harari, citado al comienzo de esta nota, no es otro que el de la transición de una economía de bienes básicos a una economía del conocimiento. Según J. E. Cabot: “Aquellas naciones que siguen tratando de competir vendiendo materias primas sin conocimientos, son cada día más pobres. Una economía no solamente puede mover la riqueza física, reservas e inversiones, sino que también puede mover la riqueza intelectual» (Los imperios del futuro, 2006).

Una sociedad que no se encuentre en este momento ensayando modelos alternativos para su futuro, en un franco proceso de reposicionamiento ante un entorno de incertidumbres y amenazas globales, será un país frágil o en vías de extinción. Esto será así en Venezuela, si los políticos y líderes continúan sin entender que para reconstruir el país deben sacudirse los modelos obsoletos de economía y política, no sólo los del socialismo real, que comprobadamente fracasó, sino también las abstracciones económicas insostenibles que están colapsando en muchos países, plagados de creciente inflación y desempleo estructural, donde los políticos confunden a la gente ofreciendo la idea de que a mayor consumo mayor desarrollo y prosperidad mientras obvian la disminución de los índices de desarrollo humano, de educación y conocimiento, mientras se hace todo lo contrario a la producción sostenible de bienes y alimentos, se expolia al medio ambiente y se agotan los recursos naturales no renovables.

Ante la enorme crisis global, el costo de la energía, el agotamiento acelerado de los recursos naturales, así como el descontrol climático y el desastre ecológico producto de la irracionalidad del sistema, Yuval Harari (Sapiens, 2014; Homo Deus, 2015) augura para el mundo un escenario preocupante que debe llamar a la reflexión a todos los venezolanos conscientes:

“Las tecnologías, el conocimiento y la información están ampliando las desigualdades entre una clase de superhombres con mayores capacidades y posibilidades y el resto de la humanidad, la casta de los inútiles”.

Muchos países, aun pequeños, sin petróleo ni fuentes de energía, se preocupan por invertir y desarrollar el conocimiento, retener y atraer a los mejores talentos, buscar la excelencia en sus campus universitarios, nutrir la cultura y las artes, potenciar la agroindustria, desarrollar start-ups, pequeñas y medianas empresas dedicadas a la innovación tecnológica, acelerar el desarrollo de las ciencias vivas, desarrollar energías alternativas, hacer emerger las ciudades del mañana mediante diseños urbanos sustentables, alentar economías de nicho, promover políticas públicas eficaces, empoderar al ciudadano, invertir en el desarrollo informático, en la investigación biomédica, en la gestión sostenible de los residuos, en fin, todo lo que las sociedades democráticas están demandando de sus gobiernos.

Por el contrario, Venezuela, un gigantesco territorio pletórico de recursos y de gente buena, se ha quedado rezagada de la creatividad necesaria para enfrentar los retos que representan los nuevos paradigmas de la civilización, ya que la casta de inútiles de la que habla Harari, en alianza con militares y el crimen organizado nos ha retrocedido a etapas primitivas. Pero, hay que decirlo, desde el boom del petróleo en la década de 1970 hasta el presente, estos temas cruciales desaparecieron del imaginario de políticos y gobernantes, obviando reflexionar y debatir sobre modelos de desarrollo que no estuvieran basados en la renta petrolera y en las importaciones, debido a que allí han estado y continúan estando las oportunidades de enriquecimiento de una casta privilegiada de arribistas, políticos y militares, asociados a cada gobierno de turno, siendo una de las causas que ha contribuido a la ruina en la que hoy se encuentra Venezuela.

Como lo afirmó en su momento el pensador Buckminster Fuller: “No podrás cambiar las cosas luchando contra la realidad existente. Para cambiar algo, debes construir un nuevo modelo que haga obsoleto el modelo actual”.

La verdadera lucha es por un cambio de paradigmas. Entre los factores para lograr la reinvención del país es imperativo pasar de ser un petro-Estado rentista a un Estado emprendedor, no hay otra alternativa. La tarea más urgente es la de recuperar la voz crítica de ideas, de recuperar la política. En este presente desacertado y dramático, por encima de los cogollos partidistas y de la casta de inútiles es la hora de reunificar a la nación, es la hora de avanzar, es la hora de una nueva conducción política. No debemos subestimar la capacidad de los venezolanos para reinventarse. Esto solo será posible en democracia, con la participación de mentes lúcidas que decidan corregir el rumbo incierto mediante el establecimiento de nuevas reglas de juego para salir del cul-de-sac donde nos han conducido. Parafraseando a George Steiner: “No nos quedan más comienzos”, por eso, a la esperanza hay que ponerle nombre, estrategias, conducción, ideas y programas, para hacer posible el renacimiento y la reconstrucción de la nación a la que aspiramos y merecemos.

La construcción de una nación es la suma del aporte de las convicciones, fidelidades y solidaridades de cada uno de sus ciudadanos. Benedict Anderson (L’imaginaire national, 2006), aporta una definición de nación que motiva a la reflexión y brinda esperanza en medio del caos que padecemos: “Una nación es una comunidad política imaginada”. Esto quiere decir que una nación no es un hecho consumado, sino una permanente y dinámica construcción humana. Podríamos añadir lo que el filósofo Wittgenstein afirmó en relación con la función del lenguaje en la sociedad: “imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida”.  Allí está la clave para lograr lo políticamente imaginado, un discurso que motive la sinergia de todos los venezolanos, capaz de construir una causa que nos conmueva y nos movilice permanentemente en la defensa y reconstrucción de la democracia, de los valores éticos, de la libertad, la igualdad y la justicia social, sentirnos dignos y orgullosos de pertenecer a una nación moderna.

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