Si Árbenz hubiese logrado las mínimas reformas que aspiraba, la América Latina hubiese aprendido una lección reivindicativa social que nos hubiese alejado de tanta historia torcida.

Desde la quinta Guatemala, en una urbanización de Caracas, cierro las últimas páginas de una novela que necesitaba leer: Tiempos recios de Mario Vargas Llosa.

Al fin entiendo y ato cabos sobre muchas conversaciones que se originaron en esta casa y en la quita San Mauricio en El Paraíso, vieja casona que perteneció a una hija del general Juan Vicente  Gómez, que adquirió mi abuela por los años cincuenta y hoy es sede de un horrible edificio donde apurruñan gente en un espacio que alguna vez fue el epicentro de mi  niñez y de historias guatemaltecas maravillosas. En un reciente libro que publiqué bajo el título Cuando Petkoff navegó el atlántico, cuento uno de los cortos episodios que me narró mi padre de niño y en donde me afirmaba que había sido chofer del para entonces capitán Árbenz en Guatemala. Lo cual fue cierto y de allí toda una historia repetida hasta el cansancio, a sus hijos nietos y amigos de uniforme.

Esta novela me ubicó en la dimensión de la que fue mi historia familiar, los cuentos de mi padre y de por qué se generó aquí una familia venezolana que venía de Guatemala, por qué el abuelo poeta, perseguido político, conocido en su país como malabarista de la palabra, embajador y luego presidente del Tribunal Electoral, no regresó y dejó a tras a su familia mientras era víctima de un exilio político.

Vargas Llosa en esta estupenda historia nos sumerge en muchos personajes, pero fundamentalmente es una historia sobre Guatemala, conspiraciones, su alocada y revuelta vida política en permanente luchas por el poder. Son muchos los personajes centrales, sin duda, Jacobo  Árbenz  y  Carlos Castillo Armas (Cara de Hacha), compañeros de armas, que detentaron el poder uno tras el otro, en el que la envidia, la persecución por  la incomprensión de un proyecto político y la obsesión anticomunista de la época, destruye una opción lógica de democratizar un país, que al correr de los años dejó un germen de cultivo que se expandió por nuestra región, en donde una narrativa de salvación de los pueblos que ha llevado a nuestros países a los más amargos episodios de retraso económico y violación de los derechos humanos. En otras palabras, si Árbenz hubiese logrado las mínimas reformas que aspiraba, si lo hubiesen dejado terminar su periodo presidencial, la América Latina hubiese aprendido una lección reivindicativa social que nos hubiese alejado de tanta historia torcida sobre salvación de los pueblos que tanto daño y retraso nos ha producido. No era comunista y si bien se rodeó de la izquierda democrática, por una parte, y de la trasnochada, por la otra, su plan personal no era ni jugar la carta antinorteamericana ni a la prosoviética como se trató de vender.

Gracias a Vargas Llosa, entendí por qué quien fue embajador de Guatemala en Panamá, Ecuador, Chile y Venezuela, el abuelo Alfonso Orantes (LIC), se exilió cuando tomó el poder Castillo Armas, por qué su esposa María de los Ángeles Castañeda se instaló en Venezuela, por qué mi padre no regresó a Guatemala y pidió incorporase al ejército de Venezuela y además qué fue lo que empujo al tío Alfonso, guatemalteco de nacimiento, a seguir los pasos de su padre y termino militando en el Partido Comunista de Venezuela.

Cuando Vargas Llosa nos narra en la página 315 del libro sobre la suerte de los cadetes que sobrevivieron la expulsión masiva del politécnico de Guatemala por un enfrentamiento con los denominados ‘liberacionistas’ de Castillo Armas  y que fueron enviados a escuelas militares de la región, incluyendo la de Venezuela, comprendí quiénes eran esos cadetes con uniformes venezolanos que visitaban nuestra casa, que hablaban con acento distinto, que comían platos típicos que les preparaba la abuela y que enamoraban a mis primas mayores, a Alma y Sonia Castañeda. Esta última se casó con uno de esos cadetes guatemaltecos, Gustavo Castro Orellana, quien egresó como subteniente en la promoción General de División Mariano Montilla. En la misma promoción se graduó José Cajón Reyes, el tercero se quedó viviendo en Venezuela, según entiendo.

No fueron pocas las veces que, en esta casa, se habló de la revolución de octubre de 1944, del pariente presidente, Jorge Ubico Castañeda, del traidor Castillo Armas, quien termina asesinado en el palacio que él mismo profanó con la fuerza y de la mano de la United Fruit y los Estados Unidos. Árbenz fue siempre centro de las conversaciones de la abuela, decía de su esposo que había terminado igual comunista, a diferencia de mi padre, que lo recordaba con admiración, sobre todo cuando tuvo el honor de ser su chofer cuando apenas tenía 14 años y en plenos acontecimientos de los días de la revolución de octubre. Siempre lo recordó hasta sus últimos días, se refería a él como mi general, y por mera coincidencia se casó al igual que Árbenz con una María Cristina.

Como me hubiese gustado que aún estuviesen vivos para leer esta pieza de la literatura latinoamericana. Gracias Vargas Llosa.

 

 

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