Un vástago esclarecido de aquellas élites venezolanas fue Arturo Uslar Pietri.

Las élites venezolanas que, en la primera década del siglo XX se afiliaron al dictador Juan Vicente Gómez tuvieron repentinamente que lidiar con el hallazgo de petróleo en nuestro subsuelo, armadas de muy pocas ideas acerca de la novedosa especificidad del negocio petrolero y de todo lo que hizo de él ni más menos que el fundamento de una civilización.

Esa élite de “generales y abogados con ideas generales”, como la describió un embajador europeo de la época, ya había fracasado rotundamente en su empeño de más de ochenta años por instaurar una república pasablemente liberal que “creciendo hacia fuera” se insertase en el comercio mundial de café. En 1903 el país, que se ufanaba del mejor café del mundo, estaba en bancarrota absoluta y las naciones acreedoras europeas le impusieron un bloqueo naval.

Un experto fitobiólogo, el ingeniero y geógrafo suizo Henri Pittier, que se había hecho exitoso plantador de café en Costa Rica, fue traído al país en 1913 para evaluar nuestros cafetos y ayudar a relanzarlos.

Encontró que, en promedio, cada uno de nuestros arbustos arrojaba una cosecha de apenas 200 gramos mientras que uno colombiano, brasileño o costarricense alcanzaba a dar dos kilos y medio de cerecitas. Dignosticó que el deplorable estado del cafetal venezolano solo podía deberse a mucho más de medio siglo de incuria y abandono que acertadamente atribuyó a nuestras guerras civiles.

De pronto, los amos del cafetal se vieron ante un problema que desbordaba sus capacidades: construir un modelo cognitivo de lo que significaba el hallazgo de vastos yacimientos de hidrocarburos bajo sus pies. Previsiblemente, asimilaron la idea de “riqueza petrolera” a la más familiar y abordable de “riqueza minera”, dos cosas sutil y crucialmente distintas.

En un capítulo poco leído de La riqueza de las naciones, Adam Smith es el primero en llamar la atención sobre la diferencia específica que hace de la riqueza mineral una clase en sí misma de riqueza.

Un vástago esclarecido de aquellas élites venezolanas fue Arturo Uslar Pietri. Los venezolanos lo han tratado con justicia poética: no hicieron presidente de la república, en 1963, al conservador que en los años 40 se resistió con denuedo a que las mayorías venezolanas accedieran al voto universal, directo y secreto, pero lo compensaron con creces incorporando para siempre a su imaginación económica la frase que resume el programa de Uslar Pietri: “sembrar el petróleo”.

Esa frase forma ya parte de los escasos enseres intelectuales con que Venezuela afronta su vida material desde hace más de un siglo. Recuerda otra, también de correlato agrícola, que se escuchó en el Perú de la segunda mitad del siglo XIX: “tender ferrocarriles de guano”. La locución “sembrar el petróleo” condensa las representaciones que el venezolano se hace de la vida económica, de sí mismo, de su suerte como nación y hasta de su fortuna moral.

Cuando, en 2006, se conmemoró el centenario del nacimiento de Uslar Pietri, en la prensa escrita local menudearon efusiones sobre la “orfandad intelectual” en que nos dejó al morir, y hasta hubo quien habló de la necesidad de “sembrar uslares”. Se dolían todos, chavistas y demócratas, de que el autor de Las lanzas coloradas no hubiese logrado hacerse escuchar por sus compatriotas.

Pero, si se miran bien las cosas, resplandece la paradoja de que el populismo venezolano –del cual el chavismo fue la última parada− no hizo durante la segunda mitad del siglo XX nada distinto al consejo de su archiadversario. Ya conocemos los desastrosos resultados.

La verdad, pienso que no hay mucho que reprocharles a los hombres que en la primera década del siglo XX otorgaron las primeras concesiones de exploración: en aquel tiempo y en casi todas partes, de cualquier riqueza proveniente del subsuelo —y que no se pareciese a un tubérculo— se pensaba, sin más, que era “riqueza minera”.

Las alarmas que pudo desatar la noticia de los hallazgos petroleros en una sociedad como la venezolana de 1908 conjuraban una imaginería propia de las quimeras del oro: éxodos indeseables, corrupción, campamentos de aluvión, abandono del campo, bourbon, hampa, póquer, tiroteos y prostitutas.

En un nivel más profundo, esa asimilación de la específica naturaleza petrolera a la indiferenciada minería trajo consigo otra idea que, durante muchas décadas, presidió el pensar venezolano en torno al petróleo: la idea de que, al igual que las minas de oro o los placeres de perlas, el petróleo iba acabarse inexorablemente y muy pronto. Y que la verdad y la virtud cívica estaban en la agricultura y no en un campamento de la Royal Dutch Shell.

“Es ya un lugar común, y sobre el cual no nos cansaremos de insistir, el de la necesidad de vigorizar las fuentes raizales y permanentes de riqueza nacional. El petróleo es una fuente de ingresos que no durará sino algo más de la próxima década. Olvidarlo es revelar miopía e imprevisión”. Esto escribía agoreramente, ¡en febrero de 1938!, en el diario Ahora, Rómulo Betancourt, llamado “padre de la democracia venezolana”. Las cursivas son mías.

Aún hicieron falta Hugo Chávez, Nicolás Maduro, la colosal cleptocracia cívico-militar “socialista” y el derrumbe de los precios causado por la pugna entre rusos y sauditas para, 80 años más tarde, ponerle fecha al vaticinio de don Rómulo.

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