Carlos V con los Fugger en Augsburgo, en una pintura del sigo XVI.

En 1528, la corona de España tenía problemas de liquidez y decidió proponer un trato a los banqueros de Augsburgo que la importunaban con obligaciones vencidas.

La casa banquera era la de los Welser. Los escolares venezolanos —al menos los de mi generación— los conocimos como Belzares.

Los Welser, como banqueros, eran solo segundos de los Fugger, a quienes en tiempos de los Austria, llamaban Fúcares los españoles. Aunque el core business de los Welser era el financiero, eran también armadores que comerciaban con hilos italianos, escandinavos e ingleses, con especias orientales, plantas medicinales, colorantes, joyas, pieles, implementos agrícolas y manufacturas para el hogar. Tenían grandes cañaverales en Madeira. Su red de factorías y de agentes se extendía por todo el continente europeo.

Carlos V les concedió por cuatro años la ocupación, gobierno y usufructo del territorio que ya se conocía como Venezuela. “Cóbrense de lo que logren sacarle a aquella comarca y déjenme en paz”, les dijo.

En virtud del trato, la Corona cedió el derecho de introducir al país yeguas y caballos y les eximía del impuesto sobre la sal. Tampoco pagarían el almojarifazgo —el arancel sobre la introducción de manufacturas— y tendrían “bodega libre” para aprovisionar sus buques en las atarazanas de Sevilla. Les daba así mismo licencia para esclavizar a todos los aborígenes que se mostrasen rebeldes. Le autorizó a transportar esclavos de origen africano para explotar las minas pues de eso se trataba: de saldar la deuda con oro.

Por los metales preciosos que arrancasen a la tierra no pagarían el acostumbrado quinto real sino un décimo durante los primeros 4 años. A partir de entonces, pagarían un noveno anual, luego un octavo anual, y así, hasta llegar al quinto de ley después de diez años de explotación. Los Welser obtuvieron, además, el primer contrato para la trata de negros en todas las Indias —4.000 esclavos, solo para empezar— celebrado por España.

A cambio de todo ello, los alemanes se obligaban a fundar ciudades, armar buques y reclutar 300 soldados españoles y 50 mineros alemanes que debían reconocer todo el territorio de las Indias que pudiesen alcanzar con sus esfuerzos. Los banqueros alemanes se obligaban a edificar iglesias y favorecer en todo lo posible a los misioneros españoles. Según Eduardo Arcila Farías, gran especialista en economía colonial venezolana, “la fundición de oro, principal objetivo de los Belzares, arrojó en la primera década del siglo XVI, los mayores beneficios obtenidos por España en todo el periodo colonial venezolano”. Así que las perspectivas en aquel 1528 eran estupendas.

Que se sepa, los Welser no llegaron a fundar ni un solo caserío. Uno de ellos, Nicolás de Federmann, enfebrecido por la codicia, llevó una expedición —una correría predadora, más bien— desde Coro, en la costa caribe venezolana, hasta la meseta de Bogotá.

Otra correría atrajo a unos 100 hombres, entre alemanes, españoles y criollos. Los condujo Bartolomé Welser, vástago de la familia y alcanzaron las riberas del Casanare, en los llanos occidentales, pero la empresa resultó desastrosa.

Diezmada su gente por los guerreros aborígenes y las fiebres palúdicas, Bartolomé regresó a Coro a comienzos de 1545, justo a tiempo de ser juzgado por un regidor de la Real Audiencia española que había sido enviado desde Santo Domingo a poner orden.

Los cuatro años del convenio inicial se convirtieron en casi 20 de saqueos en el curso de los cuales tuvo Venezuela una sucesión de gobernadores alemanes que contaron a menudo con conniventes funcionarios españoles. La empresa, sin embargo, no fue ni de lejos el negocio del siglo. Poco después, los españoles dieron por pagadas las deudas de Carlos V y rescindieron el contrato.

Cuando pienso en ellos —gente como Ambrosio Alfinger, Nicolás Federmann, Georg Hohermuth y el desafortunado Felipe de Hutten, que murió ajusticiado por los españoles en 1545— no logro figurármelos sino como Klaus Kinski en el Fitzcarraldo de Werner Herzog.

Encuentro llamativo que, con todo y lo muy dispuestos a patear el territorio en busca de oro, jamás se les ocurriese cruzar el Orinoco para internarse en la Guayana venezolana. No hay en mi país ningún hito que recuerde el paso de los Welser por Venezuela, para ellos solo seguramente una tierra de “comedores de arepa y casabe”, como nos llamó en su tiempo otro predador, el tirano Lope de Aguirre.

Mirando atrás, y sin que medie otra cosa que la natural simpatía por todo sobreviviente de un fiasco comercial, tiendo a ver con buenos ojos a los Welser, cuando comparo las picaduras de culebras y las flechas envenenadas de los guahibos de que fueron víctimas con las pingües ganancias de las compañías factorías rusas, iraníes y turcas, de los capos del ELN colombiano, de generales venezolanos de la minería ilegal y demás empresarios del oro sangriento al sur del Orinoco, socios todos de la impune familia Maduro, y quienes corren hoy día muchísimo mejor suerte que los banqueros de Augsburgo.

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