Agustín argumentó que el deseo sexual, la lujuria, había animado a Adán a aceptar la propuesta de Eva de probar la fruta prohibida del Árbol de la Sabiduría.

De sobra conocido es el conflicto del cristianismo con la sexualidad; el asunto aparece prácticamente desde el momento en que pasa a ser la religión triunfante (sobre el paganismo), en el siglo IV aC., con la difusión del pensamiento de Agustín de Hipona (354-430), máxima personalidad de la cristiandad occidental, cuyas ideas le dieron forma a la visión cristiana del sexo.

Agustín argumentó que el deseo sexual, la lujuria, había animado a Adán a aceptar la propuesta de Eva de probar la fruta prohibida del Árbol de la Sabiduría; así asoció por primera vez  las ideas de sexualidad y pecado; de hecho, según su reflexión, la sexualidad era el verídico origen del pecado. Con tal proposición Agustín aportó un legado de confusión y ansiedad respecto al sexo en la Iglesia occidental, haciendo nacer en la generalidad de los cristianos una sensación de vergüenza ante el deseo sexual y el acto de satisfacerlo. Y así sería durante unos mil años…

Hasta que en mil quinientos y tantos tuvo lugar la que podría ser vista como la proto-revolución sexual, vale decir, un movimiento que anticipó la Revolución Sexual de mediados del siglo XX en el propio seno de la Iglesia cristiana, gracias a la protesta de Martín Lutero; entre otros principios, el monje germano rechazó las enseñanzas de Agustín y declaró que, al contrario, el sexo entre un hombre y una mujer, en el marco del matrimonio, en lugar de pecaminoso era un regalo de Dios. Sostuvo que los sacerdotes no tenían que ser célibes, dio el ejemplo casándose con una monja  y anticipó que los deseos sexuales reprimidos de los curas «podrían terminar siendo canalizados en direcciones peligrosas», tal como evidentemente ha ocurrido.

Ante este panorama, resulta un tanto inquietante la frecuencia con la que se destacan los atributos sexuales de los personajes centrales de la Historia Sagrada en la iconografía cristiana.

1. Van der Weiden

El Niño Jesús  o la inocencia   

Es uno de los motivos más persistentes, si acaso no el más reiterado de las artes plásticas europeas, entre la declinación de la Edad Media y el Renacimiento, y las imágenes de tal naturaleza conservadas deben ser apenas una fracción de las pintadas y talladas. Si algo llama la atención en ellas es la insistencia de los artistas en exhibir el sexo del Redentor Niño, particularmente por ser este el personaje paradigmático del candor en el marco de la fe católica. Tanto es así que la imágenes aludidas ocupan un espacio considerable –estadísticamente significativo, podríamos decir− en la iconografía consagrada a representar al Niño Jesús, obras estas, que a partir del criterio de clasificación Exhibición de la virilidad del Niño admiten el ordenamiento expuesto a continuación, en el cual cada nueva categoría involucra una ostentación más explícita de la virilidad del  personaje.

 I / El Divino Infante vestido, ocupado en algún quehacer o en brazos de otro personaje, vale decir, imágenes sin ningún propósito exhibicionista. La ejemplifica María y el Niño, de Rogier van der Weyden, de la primera mitad del siglo XV.

II / María y Su Hijo cubierto, en cuya composición ella señala la virilidad de Jesús, o este es exhibido Boticellifrontalmente, levemente velado en sus partes pudendas. Madonna de la Magnificencia, de Boticelli, de la segunda mitad del siglo XV.

Parmigiano

III / La Virgen y el Niño desnudo, o a medias vestido, presentado frontalmente exhibiendo Su virilidad, como efecto de lo que pareciera ser un descuido; o en forma claramente deliberada a partir de una acción del mismo Niño o de otro personaje que aparta la tela que lo cubre. En algunas obras se acentúa el efecto mediante la mano de alguno de los personajes orientando la visual del espectador hacia la genitalidad del Niño; y con idéntico propósito numerosos artistas se valen de diferentes recursos de composición: líneas de fuga convergentes en ese punto, personajes que lo señalan mediante gestos o miradas; la mano de María indicando hacia él es lo más explícito. La Fiesta del Rosario, Durero, 1506; La visión de san Jerónimo, Parmigianino, 1527, en la que figura un Niño Jesús preadolescente; Mantegna, varias obras.

Durero.

/ La Virgen con el Niño y san Juan infante (san Juanito), apareciendo este cubierto o en una pose que oculta su virilidad, en tanto el primero figura desnudo, de frente, exhibiendo su pene. El tema del sacro trío es muy común en la iconografía cristiana; en esta variante se enfatiza la ostentación genital de Jesús por contraste entre la  presentación de los dos niños, uno de ellos ocultándola. María con el Niño y san Juan infante en el jardín (1507), de Rafael.

Rafael

V/ Idem supra, con san Juan niño igualmente desnudo, otra variante del tema. Rafael, Madona del prado.

VI / El Infante entre los miembros de su familia u otros personajes de la Historia Sagrada, alguno de los cuales acaricia Su Divino Pene (La Sagrada Familia, Grien, 1511), o bien, el Niño Jesús tocándose a sí mismo (La Sagrada Familia con Santa Bárbara y San Juan niño, Veronés, c. 1530). En esta clase de obras la ostentación genital alcanza su máxima explicitud.

Grien.

En la obra de Baldun Grien (xilografía, 37.5 x 24. Colección Geinsberg) aparece Santa Ana, abuela de Jesús, sosteniendo entre sus dedos en el miembro viril del Niño, en tanto san José (fuera del encuadre exhibido) y la Virgen contemplan complacidos.

La pregunta obvia es: cuál podría ser el significado de esto.

Desde la  perspectiva de interpretación propuesta por el antropólogo norteamericano Paul Bohannan en Marxs of Civilization. Universidad de California, 1988), no sería descabellada la hipótesis de que la representación desnudo del Niño Jesús podría cumplir la solapada función de activar pulsiones pedófilo-homosexuales.

Con un criterio ingenuo, podría  uno pensar que en esas imágenes los artistas pretendieron plasmar algo del espíritu folk, quizá con el propósito de propiciar la identificación de la gente con la Sagrada Familia, por cuanto se trata de un comportamiento costumbrista; en efecto, es  del todo normal que los niños manipulen su genitalidad y santa Ana practica un hábito propio de las mujeres de todas las latitudes y épocas: el genitalis tactus, o caricia administrada en el sexo del bebé, con frecuencia acompañada por frases picarescas por el estilo de «¿Para quién será esto?»

Desde esta perspectiva, los artistas del Renacimiento serían costumbristas o naturalistas, en lugar de simbolistas, apreciación con la que sufren una reducción bastante drástica, no exactamente en sus valores plásticos, sino en los valores intelectuales y místicos que pudieran encerrar sus obras.

Visto el asunto con una pizca de malignidad, las obras de Grien, Veronés y semejantes podrían suponerse curiosidades o rarezas condenadas por las autoridades eclesiásticas, debidas a la imaginación de artistas irreverentes y provocadores.

En realidad, ni hubo la menor intención subversiva en los artistas ni la Iglesia las condenó; muy en sentido contrario, estimuló el tema, al menos durante el lapso libertario que precedió a la Reforma y consecuente Contrarreforma católica, considerándolas no sólo valiosas obras plásticas, sino también importantes recursos de adoctrinamiento, por su simbolismo que conduce a la esencia del misticismo crístico.

Leo Steinberg (La sexualidad de Cristo. Herman Blume, ed., 1989) ha puesto en evidencia que la acentuación de los atributos sexuales de Jesús representado como niño o adulto, responde a muy concretas razones teológicas.

La exhibición del sexo de Jesús es un símbolo de que Él se ha vuelto humano y mortal. La exhibición franca de la sexualidad de Jesús también da a  entender que Él no fue maculado por el pecado original, por cuanto la vergüenza humana es una consecuencia del mismo; Jesús puede mostrarse sin atisbos de pudor porque Él no tiene ese pecado. Asimismo significa que siendo Cristo el Siempre Virgen, su castidad no es la incapacidad del impotente, sino la potencia refrenada del varón que puede, pero se abstiene, porque su energía está puesta en función de un ideal sublime.

El mismo principio sustenta la abstinencia sacerdotal.

 

 

 

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