El capitalismo, al cual muchos acusan de ser un sistema destinado a someter a la humanidad, ha sido el partero de innumerables productos que han hecho al hombre más libre, autónomo e independiente. Allí están, entre otros, el telégrafo, el teléfono, la televisión, el automóvil y el avión, productos inventados todos ellos entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX en Europa Occidental o en Estados Unidos. Se trata de instrumentos que facilitan la comunicación, el intercambio de ideas, conocimientos y experiencias entre millones de seres humanos. Son instrumentos que le permiten al hombre ser más educado, más universal y, por tanto, más libre. Esa rica e interminable gama de invenciones solo es posible en sociedades que le ofrecen a sus miembros libertad para crear, para innovar, para emprender. Es un círculo virtuoso que se retroalimenta. Una sociedad de hombres libres produce cada vez más bienes y servicios que facilitan y expanden aún más las fronteras de la libertad.

En esta historia de invenciones, el Internet, creado apenas hace unos veinte años, ocupa un sitial especial. Su capacidad de transformación es brutal. Sea para educar a distancia, para hacer más eficiente los procesos productivos o para el activismo político, el instrumento es poderosísimo.

De allí que resulta particularmente paradójico, primero, que estos instrumentos de liberación nazcan del seno precisamente de un sistema que se acusa de estar dirigido a acabar con la libertad del hombre y segundo, que esos mismos instrumentos sean limitados, restringidos por aquellos regímenes socialistas que supuestamente buscan construir un mundo libre. Allí están los gobiernos de China, Cuba, Corea del Norte y ahora Venezuela, estudiando fórmulas para coartar y someter el Internet a su control. El socialismo quiere controlar el Internet, negando la esencia misma que lo define, que es una de libertad.

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