Erotismo religioso
En otro de mis poemarios de corte religioso, ‘Invocaciones’, es el cuerpo amado, apetecido, el motivo erótico y sexual, el que funge de asidero de la religación.

Al amor, cualquier curioso hallará una distinción: que uno nace de elección y otro de influjo imperioso. Este es más afectuoso, porque es el más natural y así es más sensible: al cual llamaremos afectivo; y al otro, que es electivo, llamaremos racional.

                                                                                            Sor Juana Inés de La Cruz

Ciertamente que a la luz del intenso y enjundioso análisis realizado por ese grande de las letras hispanoamericanas, Octavio Paz, acerca de la vida y obra poética de Sor Juana Inés de La Cruz o las Trampas de la Fe, es difícil añadir comentarios novedosos a los expertamente realizados por el escritor sobre el tema que nos ocupa.

Este escritor universal, nacido en México, afirma con propiedad que “la poesía no es un género moderno, su naturaleza profunda es hostil o indiferente a los dogmas de la modernidad: el progreso y la sobrevaloración del futuro (…) La poesía, cualquiera que sea el contenido manifiesto del poema, es siempre una transgresión de la racionalidad y a la moralidad de la sociedad burguesa. Nuestra sociedad cree en la historia —periódico, radio, televisión: el ahora— y la poesía es extemporánea (…) Con frecuencia el autor comparte el sistema de prohibiciones —tácitas pero imperativas— que forman el código de lo decible en cada época y en cada sociedad. Sin embargo, no pocas veces y casi siempre a pesar suyo, los escritores violan ese código y dicen lo que no se puede decir. Lo que ellos y sólo ellos tienen que decir. Por su voz habla la otra voz: la voz réproba, su verdadera voz. Sor Juana no fue la excepción.” Y yo tampoco me atrevo a corroborar.

En efecto, en mi poesía, esa otra voz que revela Octavio Paz, se adueñó totalmente de mis versos para motivarme a publicar mi primer poemario adulto, Húmeda Hendidura, dedicado al placer del sexo y del encuentro carnal que despertó la pronta sorpresa de amigos y allegados, cuando no una oculta sospecha sobre mis andanzas cortesanas y caballerescas. En ese poemario herético, y en poemas de otros libros poéticos, así como en algunos de mis textos en materia de crítica de artes plásticas, se encuentra presente una personal reflexión sobre el sexo y el erotismo.

Siempre he asumido con Freud que “es conveniente diferenciar entre los conceptos de lo sexual y de lo genital. La palabra sexual tiene un sentido más amplio y abarca numerosas actividades no relacionadas con los órganos genitales.” Así podría decir que parte de mi poesía es sexual, erótica y nunca genital, aunque buena razón tiene César Vallejo cuando define al arrebato pasional de la cópula como “una pareja de carnívoros en celo.”

Hay un par de poemas que considero representativos de esta precedente aseveración: Iniciación y Me nubla. El primero de ellos es una manera de afrontar el sexo iniciático:

“Descubrí el sexo / en el primer brotar de mis ramas / cuando aún mis letras / eran adverbiales / y las frases / poseían una simetría involuntaria / Era el tiempo de Adviento / Pentecostés había pasado / escondido en copones de eucaristía / Supe de enredaderas humanas / de húmedas intersecciones / de hendiduras septentrionales / Conocí el canto del roce / el trino de los cuerpos / bebí aguas / coloras / gustosas / y saboras / al tiempo que crespos jardines / se abrieron / para permitirle paso franco / a un huésped desconocido / que llegaba desde lejos.” El segundo poema es la expresión de una sorpresa que se traduce en atadura irracional, en esclavitud deseada: “No hay entendimiento / ni razón que comprenda / esta sed de tus aguas / esta vocación suicida / que me conduce a morir / herido de placer / entre las espinas / de una rosaleda / que crece / rosada y fresca / húmeda y honda / en el crespo de tu cuerpo.”

Este último poema sobre la irracionalidad del amor es tributario quizás de lo afirmado milenios ha por Propercio en sus Elegías:

“Quienes me preguntan cuando terminará la demencia del amor, no saben lo que dicen. Si un día la tierra produjera frutos no sembrados por el labrador, si los ríos remontaran hasta sus cabeceras y los peces tuvieran que morir en el abismo marino que esas aguas no llenan, ese día podrá pensarse en que mi tormento es otra que no sea ella. Mi vida, mi muerte, todo le pertenece.”

No pude ser ajeno a mi tiempo y circunstancia, y le dediqué a finales del siglo pasado, unos cuantos versos a la formulación más reciente del amor y del erotismo ejercida más allá de lechos y petates en la pantalla de la computadora con la ayuda de Internet. Consecuencia de esta inspiración amatoria electrónica es mi poemario Virtual Virtual, en el que, por economía de tiempo y espacio propia de internautas, dedico breves poemas a esta nueva forma de amarse sin tocarse: “Ámame / sin attachments.”; “Dulces supongo / tus besos / que no cliqueo.”; “Chatea / chatea / chatea / hasta el borde del orgasmo.”

El sexo además de motivación para los acercamientos amorosos también puede ser una renuncia consentida, una felicidad que se desecha, un amor al que se despide:

“No deseo continuar siendo /  el trofeo / que orgullosa exhibes / en el salón de visitas de tu cuerpo / pieza exclusiva / fiera derrotada / victoria de los safaris de tu amor // En solitaria estampida / huyo me alejo / de las praderas de tu sexo / cimarrón contento / bestia regocijada / que no responde más / al llamado de tu orgasmo / a los tambores de tu amor.”

Al sexo explicito hay que alimentarlo del erotismo, de la imaginación del sexo, de la metáfora de la sexualidad. Unos senos insinuados, unas piernas bronceadas y entrejuntas, un pie fetiche y juguetón, una mirada de lujuria, un pubis próximo, unas nalgas acariciables, se convierten indefectiblemente en tema propicio para una poesía que no desdeña temas de la carne ni partes del cuerpo para proclamar la sensualidad de la amada: “¿Sabes? / Me gustaba mucho / el empeine de tu pie / verlo emerger / relucir    brillar / más allá del zapato…” o bien, “Abajo / el vellón de tu hendidura / no se corresponde con las enredaderas de tu frente.” Porque como bien lo observa Octavio Paz, esta vez en La Llama Doble:

“Al abrazar la presencia, dejamos de verla y ella misma deja de ser presencia. Dispersión del cuerpo deseado: vemos sólo unos ojos que nos miran, una garganta iluminada por la luz de una lámpara y pronto vuelta a la noche, el brillo de un muslo, la sombra que desciende del ombligo al sexo. Cada uno de estos fragmentos vive por sí solo, pero alude a la totalidad del cuerpo. Ese cuerpo que de pronto se ha hecho infinito.”

Me defino como un hombre religioso, en el entendido de que el término religión, en su acepción original, viene de religare, es decir, de la religación, la genuina vinculación entre el ser humano y un Ser Superior personal y exclusivo, aunque sin exclusiones. Soy un humanista cristiano que no milita en los dogmas y en los ritos de una religión infalible y enclaustrada. Creo más en la caridad que en la castidad. De allí que mis poemas, mi reflexión religiosa en general, exprese una vertiente religadora propiamente dicha, y que, en otra dimensión —más terrena y carnal— esta religación me haya permitido concretar la vinculación sensual y trascendente con un Ser Superior que es la mujer amada.

En uno de mis textos poéticos de carácter religioso, Catedral de Piedra, Dios, el Ser Superior, hace su aparición desde los orígenes mismos del hombre en un remoto peñasco sito en el mar Caribe venezolano. En versos religados expreso:

“Dios ya se había preludiado / como presencia / y sobre todo / como necesidad // Más allá de génesis y orígenes / se supo se intuyó / que era conveniente contar / con un Ser Superior / generoso y exigente / a quien dedicarle ofrendas / a cambio de favores // Divinidad tardía / postrera rezagada / urgida sin embargo / de templos y devociones / a la que una naturaleza / sabia / anticipándose al hombre / y sus creencias / le construyo prontamente / esta catedral de piedra / en medio de tanta agua bendita.”

En otro de mis poemarios de corte religioso, Invocaciones, es el cuerpo amado, apetecido, el motivo erótico y sexual, el que funge de asidero de la religación. La amada es el Ser Superior:

“¿Existirá Dios? / ¿Cómo saberlo? / ¿Será efectivamente un rayo de luz / una nube diferente / una lluvia desigual? // ¿Estará en la naturaleza / en los libros de teología / en la reflexión de los filósofos / en el desespero del creyente? // ¿Cómo hacer para encontrarlo? / ¿Será mejor mirar hacia adentro? / o más bien / insistir en tu cuerpo breve / pequeño asible / que sigue siendo / el tamaño exacto de mis creencias / el soporte perfecto de mi fe.” O reconocer abiertamente – para desengaño de ángeles, arcángeles, tronos, querubines, potestades y serafines – que: “A pesar / de la relevancia / de visitaciones / y anunciaciones / prefiero las encarnaciones.”

Y para que no queden dudas acerca de mi devoción al cuerpo encarnado, mi latría, mi culto religioso se expresa de manera explicita e inequívoca:

“Oraciones de entrega / con las que te rindo homenaje / diosa exclusiva / de este culto a tu cuerpo / que no admite otro creyente / distinto a mi: único oficiante.”

No me atrevo, a mi pesar, a emitir opinión sobre el misticismo, es decir, sobre ese estado extraordinario de perfección religiosa, que consiste esencialmente en cierta unión inefable del alma con Dios por el amor, y va acompañado accidentalmente de éxtasis y revelaciones. No lo he experimentado todavía, aunque coincido plenamente con el bíblico Libro de los Proverbios cuando afirma que en mística carnalidad:

“Fuego de Dios es el alma del hombre que escudriña los secretos del vientre.”  


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