Rafael Acosta Arévalo
El capitán Acosta murió en presencia de fementidos jueces durante una farsesca y macabra audiencia.

De la visita de Michelle Bachelet a Caracas, cumplida hace poco más de una semana, no se esperaba nada. Sin embargo, es característico de los tiempos que vive mi país que muchísima gente opositora resienta, furiosa todavía, que la altísima comisionada no hubiese increpado por televisión, en vivo, a Nicolás Maduro llamándolo dictador y asesino en sus narices.

La verdad, la expresidenta de Chile hizo más o menos lo que tocaba: escuchó, de víctimas y activistas de derechos humanos, decenas de testimonios que humedecieron sus ojos y estrujaron las fibras de su corazón altermundista. En su declaración final, cómo no, exhortó a ambas partes a acceder al diálogo que propicia Noruega. Tampoco dejó, ¡faltaría más!, de señalar las sanciones estadounidenses sobre los caimacanes de la dictadura como añadida causa eficiente de la tragedia humanitaria y el éxodo masivo.

La retórica mediadora de los organismos internacionales invariablemente abona la ficción de que en Venezuela hay dos facciones enfrascadas en un impasse que podría superarse con un pelín de voluntad de acuerdo y buenos modales.

Si se atiene uno a los términos de la declaración de la comisionada Bachelet, por ejemplo, podría quedarse con la impresión de que se trata de dos formaciones equiparables en legitimidad y estatura moral. Tories y Whigs caribeños, digamos. Atrabiliarios y gritones, sí, pero con potencial para la convivencia.

Admite Bachelet, en su declaración final, que ciertamente ha habido y sigue habiendo torturas en Venezuela y, al mismo tiempo, parece saludar que la dictadura se haya comprometido a “llevar a cabo una evaluación de la Comisión Nacional [para la prevención] de la Tortura” —algo que me suena a revisar un código ético del buen torturador— y sujetarse, de ahora en adelante, a la práctica de una tortura humanitariamente sustentable. Para eso deja instalados en Venezuela a dos funcionarios observadores.

Me imagino a estos últimos exigiendo, acaso con éxito, acceso a las torturas de los sótanos del Helicoide, vestidos con chaquetas y gorras azul cielo con las siglas ACNUDH en letras blancas. O acompañando, como cuadra a observadores independientes, a las patrullas de exterminio de las FAES para registrar si es cierto o no que ametrallan inmisericordemente cualquier intento de protesta en las barriadas de Venezuela.

La Alta Comisión ofreció emitir un informe en breve, durante el mes de julio, que se espera contribuya —no veo cómo— a superar el estancamiento político y la crisis humanitaria. ¿Tendrán tiempo los liniers de derechos humanos que la Bachelet ha dejado en Caracas de hacer incluir en el informe final un comentario sobre el asesinato del capitán de la Armada Venezolana Rafael Acosta Arévalo?

Esta nueva atrocidad, ocurrida a nueve meses del asesinato del concejal Fernando Albán, quien fue arrojado, luego de sufrir torturas sin cuento, desde el décimo piso de un cuartel del infame Sebin, se gestó vilmente durante la visita de la expresidenta Bachelet.

Elocuente manifestación del cinismo de Nicolás Maduro y sus sátrapas es que el secuestro ocurrió cuando la Alta Comisionada, recibida por la dictadura con todo el ceremonial del caso, aún no dejaba el país.

Con las torturas se buscaba que el joven oficial se incriminara a sí mismo en un presunto plan terrorista forjado por la dictadura para justificar la persecución que sufren los demócratas venezolanos. Ha ocurrido ya antes, con otros secuestrados por los esbirros del régimen.

Esta vez, sin embargo, su muerte no ha podido rodearse del misterio, no la reveló a posteriori ningún tartamudeante anuncio del socarrón fiscal Tarek Saab, no pudo ser presentada como un suicidio ocurrido ante testigos sin nombre en la penumbra de una mazmorra. El capitán Acosta murió en presencia de fementidos jueces durante una farsesca y macabra audiencia. Murió a consecuencia de las torturas a que había sido sometido, sin que pudiese proferir más que una agonizante solicitud de auxilio.

La repulsa unánime de la atribulada sociedad venezolana a este crimen deja sentir que la voluntad de resistencia a la dictadura está incólume: la ira de los venezolanos se apresta volcarse a las calles otra vez. Para el viernes, día de la Independencia, ha sido convocada por el presidente Guaidó una manifestación de protesta nacional.

Las amenidades de un diálogo en Barbados tendrán que quedar para otra ocasión. Tal vez nunca lleguen a darse.

@ibsenmartinez

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