Alfredo Pérez Alencart
El poeta suma su verso al código para reclamar un derecho y esgrimir un poema.

Me matan si no trabajo,
y si trabajo me matan.
Siempre me matan, me matan, ay,
siempre me matan.…

Nicolás Guillén

Escribo en defensa del reino del hombre y su justicia. Pido la paz y la palabra.

He dicho «silencio», «sombra», «vacío» etcétera.

Digo «del hombre y su justicia», «océano pacífico», lo que me dejan.

Pido la paz y la palabra.

Blas de Otero

Cuando la equidad esté en el corazón de todos, entonces el trabajo del hombre levantará un nuevo paraíso.

 A. P. A

No le basta al hombre con ser justo, afirma vehemente, sin dualidades de conciencia, Alfredo Pérez Alencart, el jurista, el poeta. La justicia —la terrena al menos— requiere de firmes acciones y contundentes voces que la promuevan y evidencien más allá de sentidas declaraciones personales y de estudiados acuerdos multilaterales. En su libro Hombres trabajando patrocinado por la UGT de Castilla y León, en 2007, el jurista poeta declara:

«No pretendo ser poeta puro, si ello implica esquivar el drama de los otros. Pureza también es sentir las turbaciones que hacen temblar al hombre o el trato avariento que desiguala a la mujer. Vicisitudes hay -hubo y habrán- en el largo tránsito del trabajo humano, generador de éxodos y legislaciones: corresponde al poeta condensar tales voces enmudecidas y —alejándolas del panfleto— ponerlas en órbita precisa, sin prestar atención a modas que buscan imponer quienes se saben alfeñiques en esto de decir las palabras justas, rehuyendo del compromiso elemental de la propia poesía: ser bálsamo para resucitar sin muerte.»

El poeta suma su verso al código para reclamar un derecho y esgrimir un poema. La Seguridad Social del togado académico del derecho del trabajo, se convierte en Poema Justiciero del emocionado rapsoda. Ambos, uno solo, en suma, entienden que la justicia es el nuevo nombre de la paz y que la caridad no es sinónimo del caritarismo, de esa caridad mal entendida, de ese acto facilista que terrenas seguridades justifican, al prodigar al semejante la sobra deleznable, la ofrenda personal que nada cuesta y todo justifica.

Una renovada épica social se asoma decidida en los recientes y prolíficos versos del equitativo poeta. Pérez Alencart le canta al trabajo y a su protagonista —al trabajador—, en especial al que no viste cuello blanco, ese motivo societario, relegado y soslayado de la poesía contemporánea tan vinculada a la intimidad del yo, al tú del amor, al entorno urbano de grandes catedrales y mayores plazas, y tan profundamente alejado del nosotros que somos, de esos cotidianos otros que construyen la calidad de vida que todos reclaman para si a costa de la ajena.

El escritor peruano–salmantino se viste de azules bragas, calza rugosos guantes y civiles botas, acompañado de la polisémica imagen del solidario artista plástico Luis Cabrera —a fin de que el obrero contemporáneo adquiera también un sitial privilegiado e indiscutible en el silente combate del hombre ignorado para ser favorecido invitado de la palabra dominguera.

Presentes están, en el nuevo repecho del Amazonas, en la inusitada vista de la Calle de la Compañía de la ciudad dorada, en el Cristo de las genuinas pasiones del poeta, el sindicato y la mano de obra, el bracero bienvenido, pero no convidado, el inmigrante, el denostado menestral que contribuye a elevar el PIB de la elusiva patria y la menguada tasa demográfica que busca, en hijos de forasteros vientres, asegurar su propia descendencia, la preservación de ancestrales credos y gallardas razas.

Escuchemos la justiciera voz del jurista, la ecuánime versión del poeta en largos y sentidos versos que nos permitimos prosar:

«Yendo a lo nuestro, acercándonos a las cerillas que al crepúsculo alumbran los rostros, te diré que debes aprender a recibir los días con todas sus esquirlas, a que pueden volver veranos oscuros, languideces, grilletes… Hermano, amigo que trabajas esquivando menosprecios y bofetadas, yendo a lo nuestro te diré cómo el vivir se resbala tan obstinadamente de espaldas a la imaginación, cómo la tropa de jabalís enseña sus babeados colmillos mortales. Los códigos consultados a tiempo sirven para exorcizar. ¿Renunciar? ¿Por qué renunciar? La tarea no acaba jamás, pues quedas en el mientras tanto de voluntades atmosféricas fastidiándote ex profeso. Hermano mío y de mi esperanza, amigo que apartas moscas del estercolero, ¿quién sentenció que se acabaron los conflictos?, ¿quién metió en tu cabeza que ya no pisan la cerviz? Debes saber que todavía arrástranse los depredadores, que aún sobrevuelan insaciables buitres, esperando tironear tu estómago con su pico. Amigo que trabajas: bajo este sol no quiero que tiembles; no quiero que pidas misericordias bajo esta cruz de azúcar. Felicita al contratante de buena ley, al generoso cuando su negocio sube muchos tantos por ciento, al que no gira su cuerpo cuando tú pasas sudando cargas. Ya escucharás el clarín que despierte a los desalentados y haga un coágulo al ufano que canta su contabilidad mafiosa. Hermano, amigo que trabajas tan honrado, yendo a lo nuestro te diré que no basta el aguacero legislativo, pero sí el olfato, pero sí el acento en la letra ‘o’ o la comunión con el compañero que intuye socavones esclavizantes. Levántase un estatuto de justicia para estos días mayúsculos, legañosos, ásperos, fríos.»

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