El hombre dejó de vociferar “San Carlos” cuando estuvo seguro  de que se había subido la muchacha. Acomodó la esterilla sobre su asiento, mientras bromeaba con el controlador y, por fin, abandonamos el terminal del Nuevo Circo.

La noche de la Avenida Bolívar llegó como un alivio de brisa por la ventana, hasta que el carrito por puesto encalló en el mar de puntitos rojos que reverberaba a la altura del Jardín Botánico.

A mi derecha, el hombre gordo miró el reloj. Se aflojó la corbata y cerró los ojos. En la otra ventanilla, un tipo en pulóver, contemplaba el tránsito detenido, con  cara de enfermo.

La muchacha iba adelante, sentada al lado del conductor.

El reloj de la Torre La Previsora marcaba las siete y veinte cuando rebasamos la Plaza Venezuela y ganamos el frescor de la autopista.

La muchacha era joven y delgada.  Apenas discerní su perfil mientras atravesábamos la subida de Tazón y los faros de neblina iluminaron la cabina. Justo en ese instante, la joven preguntó si atravesaríamos Valencia.

El conductor no respondió. Permaneció concentrado en las maniobras de la carretera. La muchacha insistió y por fin la voz del conductor le respondió que sí, que no se preocupara, que iba a tomar la vía de Valencia.

Afuera, la carretera comenzaba a descubrir súbitas laderas, negras cesuras que sugerían profundos barrancos.

El hombre gordo parecía haberse dormido. Su respiración dificultosa arrastraba un  silbido intermitente, un pitido asmático que a ratos se me hacía insoportable. El hombre del pulóver continuaba su contemplación del paisaje. Cerré los ojos.

Desperté sobresaltado. El automóvil se había detenido y el conductor estaba abriendo la puerta. El hombre gordo se incorporó, miró  a los lados, se aflojó la corbata y volvió a cerrar los ojos.

El conductor había levantado el capó. Vino hasta la cabina y sacó una herramienta de la guantera.

El hombre del pulóver bajó el vidrio de la ventanilla. La oscuridad cerrada se interrumpía muy de vez en cuando con un par de incandescencias que brillaban  a lo lejos y daban nuevo paso a la penumbra. Del barranco, subía un rumor de ranas.

El  conductor se asomó otra vez. Le hizo una seña al hombre del pulóver. El hombre del pulóver salió detrás del conductor y lo acompañó hasta el capó. Creí ver que se encendía una linterna.

La muchacha dormía recostada de la ventanilla.

El hombre del pulóver regresó. Volvió  a su asiento, recobrando  la misma posición silenciosa, la misma contemplación del paisaje detenido.

El hombre gordo se había despertado.   Comenzó a enjugarse el sudor con un pañuelo. El conductor se asomó nuevamente a la ventanilla. Ahora le hizo un gesto al hombre gordo. El hombre gordo hizo un esfuerzo para salir de la cabina  y repitió el itinerario  del hombre del pulóver. Parecía aún más torpe al regresar de su excursión por el capó.

Después el conductor me llamó a mí. La muchacha se había despertado y permanecía con la cabeza apoyada del cristal de la ventana, embelesada quizás  por la irrupción de las estrellas.

El chofer  me esperaba recostado sobre el guardabarros.

—Nos la vamos a coger, me dijo y sentí que buscaba mis ojos en la oscuridad. — ¿Te empatas?  Cerró el capó.

Di media vuelta. Caminé con lentitud hacia la parte posterior del auto, como deteniendo el tiempo con la observación detallada del terreno fracturado, la hierba puntiaguda que brotaba entre las piedras.

En el asiento trasero, el hombre gordo respiraba con dificultad, el silbido de su inspiración dificultosa era la única impureza sobre la noche intacta. El hombre del pulóver, parecía extasiado en su contemplación  del  paisaje.

—Hay que salirse, señorita—  dijo el conductor, mirando fijamente a la muchacha.

La muchacha no dijo nada y el hombre repitió hay que salirse. El hombre del pulóver ya estaba de pie junto a la puerta delantera. La muchacha me dirigió la mirada desde la penumbra y a mí me pareció que un  gesto de terror le atravesaba el rostro. El hombre de bigotes  abrió la puerta y tomó a la muchacha por los hombros. La muchacha no ofreció resistencia, comenzó a rogar con palabras respetuosas. Rompió a llorar. Creí ver que sus ojos me imploraban antes de que el hombre la arrancara de su asiento y los dos bultos negros en que se transformaron sus cuerpos se  deshicieran  en la oscuridad. El conductor dio un portazo y se fue detrás de ellos.

El hombre gordo se asomo a la ventanilla.  Abrió la puerta, me miró de arriba a abajo y se detuvo un instante, como queriendo adivinar el rumbo exacto que habían escogido y se internó en las sombras.

Me mantuve contemplando los destellos fugitivos que iluminaban la  autopista, interrogando la  oscuridad habitada de chirridos, de estrellas  perfectas como jamás se ven en Caracas.

Tardé mucho tiempo en tomar mi decisión.

* Publicado en http://fueradeestemundo.blogsome.com.

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