José Pulido
El escritor patrocina la vida y abomina la muerte, ese agazapado y rudo carnívoro que transita la vida ajena con paso felino, felpudo, de sonrisa hipócrita y accionar imprevisto.

A tantos compatriotas muertos en defensa de la libertad

 

                                                                                                             y me quedo sentado

                                                                                                             apabullado por el animal

                                                                                                             de patas broncíneas

                                                                                                             y cuerpo plateado

                                                                                                                                    

Para Pulido la muerte es siempre una bestia en acecho, un animal que convierte la vida en algo verdaderamente fugaz y pasajero; vigilante, cual ave carroñera —»uno cree haber sentido / el roce de unas alas / y hay un escalofrío pendiente”— espera, paciente, el fallo del corazón, la huelga de los pulmones, el vehículo inesperado, el resbalón inocente, el coagulo certero, la bala premeditada.

El escritor patrocina la vida y abomina la muerte, ese agazapado y rudo carnívoro que transita la vida ajena con paso felino, felpudo, de sonrisa hipócrita y accionar imprevisto. Nuestro poeta la conoce, la ha visto actuar, llegar desapercibida, inadvertida, cuando menos se la espera, para ponerle fin a sonrisas e ilusiones, a sueños y alegrías, a familia y amistades, dejando a su paso un visible y evidente rastro de infelicidad, indiscutibles huellas del desamparo, incontestables trazas de la aflicción. Pulido lo dice sin ambages, lo expresa sin equívocos: «Detesto usar esos días holgados / en que se mueren los amigos / días anchos con espacios / para archivar nuevas tristezas”.

A los acostumbrados sinsabores de su propia vida, el poeta no quisiera sumarle los repentinos sufrimientos de la muerte ajena. Su poesía se viste también de luto para expresar el duelo que acompaña al escritor «cuando los amigos enmudecen / llegan los dardos de la noticia / y el nombre de la funeraria / cae sobre una guillotina sobre la cabeza”. Carecen de razonados argumentos sus versos para transmitir su intransferible pésame, comunicar sus sentidas condolencias a fin de participar su lástima a los camaradas y allegados, a los familiares y parientes propios y extraños al poeta: «no quiero mirar / y me quedo sentado / apabullado por el animal / de patas broncíneas y cuerpo plateado que se tragó a otro amigo”.

En esos momentos sempiternos, en esos instantes imperecederos, es cuando el escritor quisiera inventar el más allá, patentar el regreso a esta existencia terrenal, en fin, confirmar la inalcanzable perpetuidad, a objeto de que la ausencia de sus familiares, el alejamiento de sus amigos no sea una sentencia confirmada y sin apelación ante ningún tribunal supremo: un por y para siempre. El poeta entra ilusionado al velorio «con ganas de creer en la reencarnación o en la resurrección”; así serán los sentimientos y trastornos vividos en esos tanatorios sin indiferencia que Pulido confiesa, libre de urgencias, desprovisto de apremios: «me olvido del bar, de la política, / de las tetas, de la parrillada /…me olvido de los pájaros azules / que suelta el útero de la madrugada / formo parte de un elenco”.

La muerte inevitable impone sus ritos, instala sus ceremoniales: novenarios, mortajas y plegarias, sepulcro y rogativas; exige igualmente de una corte, de un séquito incontrovertible que la acompañe cuando practica, a voluntad y sin sujeciones, todo su despiadado imperio sobre unos vasallos impotentes, cautivos, sojuzgados, que la contemplan incrédulos, lacrimosos e impotentes. El poeta registra los protocolos, las etiquetas que la muerte demanda, las pompas fúnebres: «paso al lado / de un difunto desconocido / las velas arden solitarias / para el Hades de la ebanistería / imitadora de cofres / y para una muchacha íngrima / que llora sentada a un metro del ataúd”.

El poeta desvive su vida para toparse con sus muertos; acumula remembranzas, acopia recuerdos, amontona vivencias para construir un túnel de sus más íntimas y desoladas memorias y asistir nuevamente, afligido, dolorido, acongojado, a la infinita agonía de su tío hidropésico —¿paterno, materno?  lo mismo da— intentando desde una poesía despojada de humanos poderes, «…no escuchar / a la muerte silbando sobre los orinales”, porque ella, la también acertadamente denominada tránsito sin destino, tiene la incuestionable virtud de traspasar, de vulnerar, los más infectos olores, los infecciosos humores, la inmundicia, la putrefacción que, a su nada bienvenido paso, convoca, propicia, disemina y favorece.

Pulido como si fuese un comensal avezado, conocedor de los mejores restoranes de cinco estrellas, paladea la desaparición ajena, la huida involuntaria de este mundo, se mal saborea cuando, desde las papilas gustativas de su afecto, se relame sin gusto: «la muerte le saca los recuerdos a la gente / con todo y semillas / como si estuviera trabajando en una cocina”.

Nuestro poeta certifica en vida que la muerte es indubitablemente la institución más igualitaria concebida por ser humano sobre esta Tierra o por Dios alguno en sus inaccesibles alturas: «Jorge mató a Wilmer / Pedro mató a Jorge / Leandro mató a Pedro / entre cinco acribillaron a Leandro / y también murió / con un huequito en el pecho / y el plomo rebotando / entre las costillas y los pulmones / la niña Belkis”.

Víctimas y más difuntos acompañan a Pulido en su poesía por la vida. El escritor puede también plantarse ante la muerte en el cómodo rol de ángel temporario que contempla «el cuerpo de la niña / servido en su propia salsa / kétchup Martínez”, así como lejanas y arcaicas desapariciones —»los peces muertos hace siglos y los dinosaurios diluidos / deberían formar una montaña”— o bien en el indisputado lugar del deudo, en el obligado puesto de la familia, en el nada envidiable sitio del doliente. Acongojado, abatido, penumbroso se instala, con su presta libreta de turbaciones, en la primera fila del dolor ajeno para reportarnos: «allá va la madre de alguien / gritando / que quién trajo esas pistolas / que no hay papas / que no hay frijoles / que no hay felicidad / pero hay pistolas”.

Un fallecido en la familia, un extinto, es también la supresión de la cotidianidad, es la conclusión de las rutinas, el alejamiento temporal del banco, de la farmacia, del supermercado, es una vacación involuntaria impuesta por el sufrimiento; el poeta —ubicuo— se sitúa a la vez, ambivalentemente, en el doble rol de frustrado ángel celestial que perdió su valioso tiempo en un barrio caraqueño y de inconsolable e inútil abuela que no sabe a quién proteger. El espíritu celeste reclama:»¿y dónde está el alma? / no encuentra el alma de Belkis / ni un soplo, ni un halo, ni un ectoplasma / el alma inmortal / llegan la policía y el forense / ¿dónde está el alma? / te lo he dicho mil veces, todos los días, / que no se juega en el callejón / ahora no hay alma / el ángel va a perder su tiempo diamantino / por esta falta de consideración”.

Por otra parte, solidario como un miembro más de la familia Martínez, el poeta se suma a la súplica, a la quimera y frustración de la abuela de Belkis y a dúo, escritor y ascendiente, suponen y reclaman: “el alma puede ser una especie de vapor dorado / una nubecita perfecta, / una cédula de identidad luminosa, / búsquenla por favor / el alma de Belkis Martínez / esa niña descuidada / que ha dejado a su abuela sin más ni más / y ahora ni siquiera / el presidente de la república sabe / quién va a ver / la telenovela conmigo / todas estas largas noches /  que le quedan al municipio”.

 

 

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