José María Muñoz Quirós
Los versos del trovador abulense son otro reconocimiento —esta vez poético— a la adusta “ciudad de cantos y santos”.

Aquí estoy / una vez más / frente a las torres / en la orilla del río / que se va deslizando / en frágil soledad / bajo los puentes, / en ese cielo hoy tan azul / que apenas reconozco, tantas veces de niebla y tantas veces / cubierto por sus velos / como si el desnudar fuera imposible / más allá de esos ojos.

Aquí estoy / como los pasos mismos / me han traído / hasta el borde del tiempo, / como he necesitado así rozar / la piel de este momento / para reconstruir la vida, para hacerla / merecedora de este instante / que recupero / en esa lucha de amor que a muerte sabe.

Muñoz Quirós es abulense por nacimiento y castellano por convicción. Su poesía no puede prescindir del entorno que lo envuelve y le otorga tono de sagrado misterio a una existencia profana que trascurre entre campiñas doradas e infinitas, bañadas por un río sereno —el Adaja— orgulloso de reflejar en su cauce a las idiosincrásicas torres medievales de Ávila; las que, sin mentises ni contradicciones, son —a la vez— muralla protectora y efigies distintivas de una ciudad que, sin ellas, no sería la misma, dejaría de encumbrarse —en cabal hierogamia— al cielo que la ilumina y además perdería su donaire, distinción e innegable señorío urbano. El poeta expresa su lealtad y respeto por sus arraigadas murallas, y declara:

“Salgo a la una de la luz, / salgo a la sombra / desolada del cierzo, / a la imperiosa serenidad del piélago / al ventalle del ruiseñor, / al circo de la fauna, / salgo al ocaso del sol de los cristales, / al risco y a la turbia paciencia de los ciervos, / salgo al fondo de un húmedo crespón, / junto a las lentas oquedades / del sol sobre la tarde. / Al poner mi pisada en los umbrales / no reaparece el viejo / encantador de sueños. / Y atardece”.

Los versos del trovador abulense son otro reconocimiento —esta vez poético— a la adusta “ciudad de cantos y santos”, a su “Piedra de silencio”, que la villa suma a los merecidos títulos otorgados por diferentes majestades a lo largo de su accidentada historia: Ávila del Rey otorgado por Alfonso VII, Ávila de los Leales otorgado por Alfonso VIII y Ávila de los Caballeros otorgado por Alfonso X, y que —ufana y orgullosa— exhibe en su lábaro distintivo. Escribe el poeta en franco miramiento a la ciudad que habita y le habita, que define y lo define:

«He vuelto a atravesar los muros y los arcos / después de tanto tiempo, / y al cruzar por el hueco de esas piedras / un extraño silencio te ha cerrado / la voz donde pronuncias con sílabas / que la memoria sabe, / que los ojos presienten, que la noche / dibuja en las aristas de su oscura palabra. / Y entonces, como un retorno de cristal, / has tropezado con la niebla, / has irrumpido en las cenizas del instante caído, / has situado tus manos en el cuerpo del aire. / Nada es como ayer. Lo presientes. Lo sabes. / Tal vez ese lenguaje difícil de la ausencia / te deja las palabras nunca dichas, / te concede una duda. La tarde va cesando / en los brazos abiertos de este instante, / entre las breves palomas que en su vuelo / son otras, tan distintas, diferentes, / como yo, a todo, al zureo del agua. / Y, sin embargo, sin saber muy bien cómo / he renunciado a morir en los ojos del día / y a llevar en lo oscuro la penúltima lágrima / de la luz cuando escapa. Las horas van dejando / entre mis dedos su memoria, / y he vuelto a ser quien fui por un instante / apegado al olvido, ahora que ya no queda / más que la noche oscura entre la noche”.

El bardo avilés —agradecido con la ciudad de su infancia, juventud y madurez— rememora y escribe:

“Me veo allí y os veo / (días que si quisiera revivir / me sería imposible) / y rozo el resplandor que me conduce / hasta la luz más alta, / y me acerco tranquilo / hasta el origen de los rostros, / hasta el paisaje por donde me desnudo / en una juventud ilimitable. / Todo pasó y en todo permanezco, / y hago un esfuerzo, una señal / suficiente y exacta / para que nada muera, / que de esa vida sin retorno / algo me dé la mano / que ya hubiera perdido, / para que aquellos pasos me conduzcan / no a un día, no a un instante / que sé incierto en el tiempo, / más bien / hasta la orilla del sentir y el vaso / comunicante / que sabe que esta hora se ha gestado /en el seno de entonces”.

La ciudad brinda y propone al escritor temas y pábulos para que sus versos adquieran, esta vez, un carácter mestizo, híbrido, mixto, entrecruzado, a caballo entre la poesía existencial y memoriosa que ahora se alimenta de los efluvios de calles, plaza, catedral e iglesias, torres medievales, río y edificios que se introducen —sin remilgos ni melindres—en versos encomiásticos como los siguientes:

“Así os contemplo / y la noche me llega / en el misterio oblicuo de unos labios, / y la ciudad me reconoce / cuando las torres dejan / una sobra de nadie. / Y quiero entrar, / atravesar los muros / tan dorados y bellos, / y pasar por las puertas / como quien deja un leve / murmullo sobre el río. / Está mi corazón contando estrellas. / Da la vuelta a la plaza / una vez más, / y allí descubre que unos ojos llaman / al fondo de la sangre, / que unos ojos van alimentando / desolaciones viejas, días anchos / donde la soledad se dilataba / a golpes de palabras. Era / otra luz y otro mirar el mío: / ventiscas que no saben desde dónde / se aproximan los fríos, / algún gesto de amor que no me llama / desde su reino de silencio”.

Evoca el poeta a su bienquista ciudad, a fin de confirmar que una villa, una puebla, una urbe, e incluso el más elemental villorrio, la más estricta comarca, el más escueto caserío, es ciertamente lo que es y ha sido, así como lo que no es, ni ha sido: porque la memoria afectiva es más magnánima que la concluyente realidad.  La vetusta y reconocida Ávila del Rey de Alfonso VII regresa —reavivada— de los arcanos folios municipales para adquirir diferente y moderno rostro en los contemporáneos versos del admirativo poeta abulense, quien con ojos de conmuevo y enajenamiento escribe:

“Todo se reproduce en la memoria / con infinita fluidez, con paso cierto, / y se contiene en su precipitado pozo / oscuro, donde miro hasta el fondo / y sólo veo un desierto de lunas, / una advertencia negra justo adentro /  donde los peces ya no habitan.  / (Los misterios naufragan / como niños recién creados en la tarde).  / Los libros dan la mano / a mi inocencia niña, / mientras pasan por mí como los chorros / necesarios que me hablan / y dicen en oído / sus versos suavemente”.

Ciudad cómplice, chula, alcahueta, celestina, trotaconventos que —nocturna— acompaña al embelesado trovador en su mimosa serenata de cantos y versos regalados a sus dos amadas: una de carne y hueso, y otra de luz y piedra. Desnudo de ropas y prejuicios, libertado y libertario, lujuriosamente enamorado, con pasión encendida —a sus anchas, a su aire— en lecho propio y calle ajena, confiesa:

“Amo la noche y solamente amo / lo intransferible de esa luz / de farolas y nubes. Me desnudo / en la completa soledad del aire, / y tú me das la mano, / y vas llevándome hasta el lecho / que aprendí a amar / como se ama un gesto o una vida / que han vivido en tu nombre. / Es ese cuerpo y esa voz, / es ese dardo. No necesito más / para vuelva el día a despertarme / con esa suficiencia cuando rozo / tu piel cerca y me sabes / a largas horas encendidas. / Supe de amores. De días entregados / al dulce aroma de los cuerpos, / a llevar en los ojos la mirada / de otro mirar, y en el tacto / la mano de otro roce, el final / de un gesto necesario. / Y encontré que la noche no es oscura. / Que habita lentos barcos / que nos llevan al mar / donde morimos, y qué dulce / morir. Luego, en la nave / del corazón aprieto cada nombre / y voy contando con sus letras todos / los recuerdos amados. Es la cara / oculta de los días / que soporte encendidos / con la luz de los sueños”.

Parodiando a Erich Fromm, el poeta avilés concuerda con el filósofo alemán en que ama —doble y paradójicamente— a su ciudad de siempre. esa que lleva tatuada en la partida de nacimiento y en sus genes citadinos: la tantas veces laureada villa por diversos reyes y majestades, en fin, a su Ávila que lo hace ser abulense por gentilicio y por devoción, y suscribe: “Te quiero porque te necesito, te necesito porque te quiero”. Más explícitos no pueden ser la necesidad y el amor del abulense por su urbe, diáfanamente comunica:

Viajo por las veredas

apartando caricias

sobre cualquier orilla, en el blanco

sencillo de las hojas

de lustros ya gastados.

Supe que darte es más que dar;

un grado más adentro

del bosque de los días.

Por lo demás, algún bocado

viene, de cuando en cuando

hasta mi boca. Y paso

el resto de las horas soñando

cuándo vendrá de nuevo

la prisión de la estrella,

en qué lugar el destino

me lleva hasta los brazos

de esta ciudad, de toda

esta maraña de recuerdos,

ahora que necesito tanto

recuperar ausencias,

y que he ido dejando

parvularios de amor sobre los ríos,

bajo los puentes y en las madrugadas,

incendios de algún sueño

que me llega dichoso

hasta los ojos.

Ya supe que aprendí con la largura

del corazón el mundo:

hallé el misterio en la dorada

piedra, me brindó con su copa

la noche y sus prisiones,

y he vuelto a caminar

por los andamios de los sueños

hasta los campos todos,

como quien pone un broche azul

en la mirada y deja

que nazcan otra vez

instantes muertos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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