Roma 2
Cleo es una anti-heroína, una viviente marginal cuyos dolores se vuelven invisibles ante la insensibilidad de quienes la rodean y suponen que la tratan bien y la ‘quieren mucho’.

Roma es una buena película sobre una nostalgia herida. Roma es sociología latinoamericana dentro de la geografía mexicana para entendernos desde una andadura histórica retorcida cuya incapacidad para asumir los códigos de la modernidad son palpables.

Una vez más somos vitrinas del desarreglo social; de un atasco histórico que Gabriel García Márquez (1927-2014) en Cien Años de Soledad (1967) retrató como la fotografía de un continente roto y diluviano en donde el tiempo no progresa. El resultado de la Independencia, el paso de Colonia a República (1750-1830), fue fallido y las nuevas naciones resultantes del vasto Imperio hispánico cayeron en una balcanización sin futuro y cambiaron el oprobio de una dominación metropolitana por otra igual o más afrentosa, aunque ahora doméstica y mestiza bajo el liderazgo de un criollismo nacionalista que se dio el lujo de aventurarse en revoluciones fallidas, aunque publicitadas por un progresismo internacional miope y el entusiasmo enajenado de los universitarios con el pelo largo junto a la confusa terminología de Marta Harnecker: México (1910) y Cuba (1959). La sociología de la colonia apenas se modificó con las repúblicas. La población indígena siguió estando oprimida y envilecida desde una pobreza con derechos constitucionales que a la hora de la verdad muy poco les ha servido.

En Roma la historia de México y del continente latinoamericano es tratada tangencialmente desde la cotidianidad de Cleo; una indígena que es la sirviente de un hogar clase media profesional en los inicios de la década de los setenta del siglo XX pasado. Cuarón, su director, mejicano de nacimiento, aunque radicado en los Estados Unidos y con películas laureadas por los circuitos comerciales como: Niños del hombre (2006) y Gravedad (2013) nos ofrece un viaje al pasado desde la tristeza y el dolor. Ya sabemos que los seres humanos somos propensos a la desdicha como rutina existencial sólo atenuada por los escapismos acostumbrados de una mente inquieta y alienada que celebra la vida de mil maneras tratando de burlar al tedio, incluso, a través de fiestas muy peculiares y paradójicas como en el propio México y su Día de los Muertos cada 1 y 2 de noviembre. De una forma parecida, las eucaristías cristianas, hasta las más alegres, la muerte y la esperanza de la resurrección es el epicentro del ceremonial. “No tengas miedo, soy Yo, el Primero y el Último, el que vive. Estuve muerto, pero resucité y ahora vivo por los siglos de los siglos, y llevo conmigo las llaves de la muerte y del infierno”. Apocalipsis de San Juan.

En el entramado del mundo, la historia presente, que es la que realmente importa, termina definida por dos tipos de personas: los que están vivos y los que están muertos. Lo demás, es subsidiario. Nuestro principal afán no es vivir sino padecer la angustia de un pasado perdido y un futuro anhelado. Muy pocos nos detenemos a enfrentar el principal reto existencial: vivir y, sí es posible, hacerlo con coraje y entereza. En ese suspiro en que transcurren nuestros días y trabajos (Hesíodo) hay otro elemento fundamental que define nuestra identidad y destino humano y tiene que ver con el origen, la nación, la familia y nuestras posibilidades socio-económicas alrededor del trabajo. La pobreza; el déficit de los Derechos Humanos; la explotación del hombre por el hombre; las endémicas guerras y los fallidos gobiernos que atentan en contra del bienestar de sus dirigidos siguen siendo condicionantes de una sociología latinoamericana que Cuarón disecciona con ojo clínico sin necesidad de caer en los recursos panfletarios al uso. Roma no es un manifiesto político como el de Gillo Pontecorvo En la batalla de Argel (1966), pero sería descabellado no pensar que hay toda una toma de posición política en su película alrededor de una violencia destructora e inclemente cuando se muestra a los grupos paramilitares y al propio ejército reprimir y asesinar las manifestaciones estudiantiles contra el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz que derivaron en la Masacre de Tlatelolco (1968).

Luego está el ámbito privado, el escenario cerrado de los dramas de las personas y que Cuarón revive tomando como referencia películas tan emblemáticas como El ladrón de bicicletas (1948) o Umberto D de Vittorio De Sica (1901-1974), uno de los más importantes directores del neorrealismo italiano: un cine realista e impecablemente elaborado que muestra el sufrimiento del pueblo italiano a través de actores espontáneos enfrentados a una vida social destruida por la guerra y sobreviviendo al límite de sus posibilidades. En Roma no hay guerra propiamente aunque sí la guerra de las emociones y cariños desalentados por lealtades frágiles entre esposos que hacen de la institución matrimonial un naufragio en que los salvavidas por lo general no alcanzan a todos los afectados de la debacle.

Ante todo este panorama que es Roma y mucho más, la película tiene como epicentro la mirada afligida y resignada; silenciosa y estoica de Cleo. La indígena que vive una vida prestada, apenas autónoma, y que es quien de verdad cría a los hijos de los patronos de la casa como es lo usual en esa tradicional división social del trabajo doméstico desde tiempos inmemoriales, y que en el caso de la sociología de la familia latinoamericana, el exceso de madre junto a la falta del padre, constituyen el epigrama de psicologías vulnerables con tendencias auto destructivas y una terca capacidad para reproducirse, ayudado esto por la ausencia de una educación real y pública. Los códigos de la modernidad y las ventajas que ese mundo es capaz de ofrecer es apenas el privilegio de una minoría ilustrada y con posibilidades económicas solventes: y esto es así en los Estados Unidos como en México o en cualquier otra parte del mundo. Y en el caso de México, el año 1492, cuando el ‘encuentro’, unos ganaron y otros perdieron. Entre los perdedores estuvieron los indígenas y no hubo, hasta el día de hoy, ningún Reverso de la conquista (Miguel León Portilla), por el contrario, la humillación del derrotado ampliado por el ensimismamiento propio de estos descendientes asiáticos, les ha llevado, aun siendo mayorías, a vivir con la cabeza agachada. Que Cuarón haya decidido que las sirvientas indígenas de la ‘casa grande’ se comuniquen en la lengua mixteca en sus momentos de privacidad y complicidad es todo un acierto; porque es ahí donde se les recupera una humanidad cuestionada. La lengua es el último reducto de la resistencia de un pueblo ante las pretensiones hegemónicas de otros pueblos. «Cuando muere una lengua, ya muchas han muerto y muchas pueden morir. Espejos para siempre quebrados, sombra de voces para siempre acalladas: la humanidad se empobrece». Miguel León Portilla.

Si bien Roma pareciera hacer hincapié en un tema de la nostalgia, hay que también saber delimitarla y ya esto es un asunto de percepción subjetiva de cada espectador. En Cinema Paradiso la nostalgia por un pasado bueno y evocador es de un fenotipo distinto al de Roma. En Roma ese recuerdo es sucio y maloliente como las cacas de perro que inundan el porche que sirve de garaje al ostentoso carro de la familia al que Cleo le trabaja con una fidelidad abnegada. Cleo en Roma es una anti-heroína, una viviente marginal cuyos dolores se vuelven invisibles ante la insensibilidad de quienes la rodean y suponen que la tratan bien y la ‘quieren mucho’. Casi nadie, en nuestro egoísmo definidor, termina reparando en el drama humano del otro. Y creo que esta lectura es la que más me interesa rescatar de Roma.  

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