Jorge Cadavid
El escritor recuerda que en la naturaleza conviven diferentes reinos que han dado origen a disímiles taxonomías.

Se expresa lo que se sabe / pero a veces en medio de la página / se accede a lo que no se sabe / se usurpa un lugar desconocido / aparece una presencia que se intuye / se acoge al desconocido y se le deja hablar / Alguien debe hacerse cargo de lo que no se sabe.

Lo que sigue ya lo escribí
Estuve en el lugar que me indicaste
Veo lo que dijiste que vería
Estuve al otro lado
Ya no soy el mismo
Este es el comienzo
Lo que sigue ya lo escribí.

Jorge Cadavid

Nacido en la ciudad de Pamplona —la colombiana, no la de Navarra—, el poeta Jorge Cadavid es autor de una significativa obra poética que a veces, abatido, escribe y comunica; sin tapujos ni disimulos, el poeta sostiene: “desde el principio del verso / no hay camino // Deberíamos escribir sin palabras / La idea más transparente / del poema es callar”. Empero su labor termina siendo una vigorosa trova a la vida en todas sus dimensiones.

El escritor —sin proponérselo formalmente— recuerda que en la naturaleza conviven diferentes reinos que han dado origen a disímiles taxonomías. Aristóteles fue el primero en diferenciar dos reinos: el vegetal y el animal, el primero caracterizado por tener ‘alma vegetativa’ que le da reproducción, crecimiento y nutrición; el segundo tiene además un ‘alma sensitiva’ que otorga percepción, deseo y movimiento. Posteriormente, los diligentes estudiosos de la biósfera han propuesto nuevos reinos que condujo incluso a plantear hasta siete diferentes. Cadavid prescinde de esas ilustres iniciativas, a objeto de que sea la emoción poética la que divida y distinga su personal naturaleza que no puede, por lo demás, prescindir del hombre y sus recónditas querencias.

La vegetación —ese verdor que le brinda clorofila, tinte y color a la existencia humana— el bardo la hermosea en su muy personal herbario, que —como buen herbolario— cuida, riega y protege, en botánica solidaridad. No distingue el escritor entre árboles o arbustos, matojos o bejucos, sotos o matorrales, su herbarium tampoco diferencia entre las plantas yacentes o errabundas, las que prefieren el jardín placentero o la insegura senda, para todas ellas hay una distinción, en especial para los árboles nómadas, vagamundos, viajeros, andarines, errantes por necesidad, que germinan en busca de un anhelado e inexistente infinito y brotan —de sopetón— de las intimas cartillas del poeta, quien comparte su ramaje, leamos:

Allá van los árboles  expulsados del rebaño / de viaje por los campo / Sólo se diferencian de los animales / en que carecen de domicilio / Sobrepasan la noche / y llegan donde principia el día / Algún filósofo naturalista / lanzó la idea escandalosa / de que los ineptos por constitución / para la vida nómada eran los humanos

Desasosegados pero estáticos / nunca entrevieron la velocidad de un árbol / la prisa sutil de su corteza / para ser madera / el ritmo de los frutos / para caer y levantarse / Qué del movimiento vertiginoso / de sus raíces para buscar un camino que no existe / y de las ramas alargando sus brazos / espectrales para tantear el infinito.

La poesía de Cadavid se nutre igualmente de esos bichitos, insectos voladores o rastreros, bienvenidos o repudiados, decibélicos, molestos; inadvertidos o evidentes incomodan al existente con su bisbiseo, el reposo y el sueño se dificultan. Entomólogo resulta ser también el poeta botánico, quien en su diario entomológico, ad hoc y deliberado, reivindica por igual a  moscas —“ la mosca en la red de la araña / intenta resolver la ecuación / despejar la incógnita / entre esta álgebra transparente / La mosca improvisa una métrica / perfecciona hasta la filigrana el nudo / inventa paso a paso el error”—, abejas, luciérnagas de renovada luz, y en especial, a las organizadas, gregarias y hacendosas hormigas, a las que —como  colegas escritoras— dedica varios poemas laudatorios:

Las hormigas han hecho un camino / por entre las letras / Oigo su marcha / segura por los renglones / Cada una carga su sílaba / y la deposita en el espacio / vacío de su página

No entiendo qué hace aquella solitaria / lejos del camino / con una palabra diez veces / más grande que ella / sobre su espalda.

Derviches y sufíes oran y danzan en busca de la ansiada eucaristía con su dios; colorada y colorinamente trajeados, se suman a los reinos del poeta a objeto de que el hombre y su deseada trascendencia tengan estampa en la ecuménica poesía de Cadavid, en su tolerante Casa de David: dancemos oficiosos al ritmo de sus versos y acompañemos al derviche en su giróvago frenesí:

El derviche borra su rostro / La eternidad y el instante / se intercambian / En la túnica la ingravidez / del blanco torbellino de los pliegues / la levitación, su única evidencia / Los brazos languidecen / su cabeza se inclina / anegada sobre el hombro

El derviche ciego / no necesita lugar para volar / en su claro delirio / ha tachado la realidad /Su destino no es el aire / Viaja del polvo al vacío / por el envés del firmamento

Ha llegado a ser lo que no existe/ su vuelo en el cielo inmóvil / bien podría semejarse  / a la ausencia

El denodado objetivo poético que se propuso alcanzar Jorge Cadavid, a fuerza de versos y más versos, ciertamente lo ha conseguido y variados reinos son conquistados por su poesía.

Quiero hacer cosas con palabras

por ejemplo, construir un vaso de vidrio

y una imagen clara como el agua

que atraviese su forma devota

Quiero beber su espectro luminoso

en el gastado hilo del día

Deseo sentir el recorrido absorto

de la transparencia en mi garganta

y verificar en silencio

que las ideas descienden líquidas

y es imposible retener su caudal

con solo mi pensamiento.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

    

             

 

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