sin-lugar-para-los-debiles-2.jpgLo primero que me viene a la mente cuando concluye la proyección de Sin lugar para los débiles —con un final que bosteza una reflexión insostenible— es que estamos ante una película sobrevalorada, tanto por la crítica como por los miembros de la Academia. Pero en definitiva fue la gran vencedora del domingo pasado. Lo más reciente de los hermanos Ethan y Joel Coen (Oscar a la dirección) marca su deseado regreso al drama —después de un par de comedias sin rumbo— para contar los cambios que se operan, casi tres décadas atrás, en una Norteamérica rural que deja de ser apacible para devenir en escenario de la violencia más absurda. Un poco más allá, Paul Thomas Anderson se remonta a principios del siglo pasado para volver a examinar las patologías de esa misma Norteamérica profunda en la gran derrotada del Oscar, Petróleo sangriento, estudio acucioso de la codicia que genera el petróleo desde una perspectiva si se quiere histórica que conduce inevitablemente al campo del fanatismo y del culto al individualismo. Las dos películas que se disputaban el Oscar son dos caras de la misma moneda, aunque una de ellas esté más gastada que la otra.

Sin lugar para los débiles recuerda a Fargo, de los mismos Coen, aunque sin el toque de humor e ironía de ésta. Sobre la base de una novela de Cormac McCarthy, esta oscura historia es contada por el alguacil Bell, a punto de retirarse de una localidad tejana por «demasiado viejo». Bell se precia de ser un conocedor de la naturaleza humana, por una parte, y de reconocer que su país, su estado y su comunidad han cambiado, por la otra. A continuación surge una primera situación dramática: en 1980, Llewelyn Moss, un veterano de Vietnam dedicado al pillaje, descubre en un desierto cercano a la frontera mexicana que el enfrentamiento entre bandas del narcotráfico ha dejado un cargamento de cocaína y dos millones de dólares. Minutos más tarde, con este botín, le anuncia a su esposa que «voy a cometer una estupidez, pero de todas formas lo voy a hacer», lo cual no es otra cosa que regresar a la escena anterior con lo cual comienza a complicar aún más su vida. Ahora las dos bandas lo persiguen y lo peor es que una de ellas envía a Anton Chigurh, un asesino desquiciado de extraño nombre, ridículo peinado y exóticas herramientas de muerte. La mesa está servida. Allí están los tres personajes. Comienza una película al estilo de Sam Peckinpah, como La fuga (1972) o Tráiganme la cabeza de Alfredo García (1974), caracterizadas por una sucesión de escenas violentas cuya brutalidad desnuda las miserias humanas.

El problema es que la historia de Sin lugar para los débiles comienza a rozar el terreno de lo tópico y a generar situaciones que no tienen otro objetivo distinto a incrementar el clima de violencia y a impresionar al espectador con la forma tan extraña, por ejemplo, que tiene Anton Chigurth de despachar a sus víctimas, ya sea el poco afortunado rival Wells, los miembros de la banda contraria o un granjero inocente. Discúlpeme usted, pero Anton Chigurth parece una caricatura y no un personaje de una novela negra. Parece —válgame Dios— un de esos personajes propios de Quentin Tarantino, con toda la carga de artificio que ello supone.

Valorar la interpretación de un excelente actor como Javier Bardem (Oscar como actor de reparto) es difícil con un personaje como éste. Siempre he sostenido que es mucho más complejo interpretar a un hombre común y corriente que entra en conflicto que a un psicópata. De nuevo, la violencia como gramática sustituye —o manipula— los contenidos de la historia. Para rematar, al final del film hay una secuencia absolutamente innecesaria —un vehículo atropella al auto de Chigurth y del choque se le sale un hueso del brazo— que nada añade al curso del relato. Puro efectismo.

Petróleo sangriento de Paul Thomas Anderson —sobre la base de Oil!, novela de Upton Sinclair que data de 1927— parte de una postura similar aunque distinta al film anterior. Expone un negocio de precursores que perforaban los pozos con sus propios recursos —por no decir sus propias manos— para construir fortunas rápidas y cambiar el curso de las tradiciones. Daniel Plainview no tiene opciones en la vida salvo extraer crudo y convertirse en un poder que enfrenta la ley, la religión y a la mismísima Standar Oil. En el camino se llevará por delante a familiares, granjeros, amigos, al predicador local y a su propio hijo adoptivo. Es la historia de una enajenación.

Autor de Boogie Nights (1998) y Magnolia (1999), Anderson tiene como misión demostrar que la maldad existe y está en Estados Unidos, como una suerte de estigma que marca a los personajes de todas sus películas, salvo Borracho de amor (2002), obra que roza la comedia sin dejar de lados las culpas. Porque en el fondo se trata del manejo de la culpa como forma de expiación, estimulado por un fanatismo religioso que establece que los seres humanos somos pecadores. La verdad es que nadie se salva.

Los primeros minutos de Petróleo sangriento —o como reza su título original There will be blood, es decir, «habrá sangre»Ã¢â‚¬â€ transcurren sin diálogo alguno. El personaje interpretado por el irlandés Daniel Day-Lewis (Oscar como actor principal) ejecuta ante la cámara todos sus esfuerzos para que el crudo emerga de la tierra sin proferir palabras, en un alarde narrativo importante que, además, va a marcar el resto de la historia. La codicia se expresa en aquellas iniciales imágenes y se desenvuelve como una alfombra que cubrirá toda la acción dramática.

Anderson centra su atención en el personaje de Plainview y solicita la interpretación del gigante irlandés para dotarlo de fuerza y de cierto sentido trágico. No existe ninguna promesa de felicidad. Sólo de esfuerzo, sacrificio y obsesión. Por eso este magnate desafía la ira de Dios y aunque está dispuesto a «negociar» con las alturas sabe bien lo que quiere al final. Son dos formas de ejercer el poder, a veces juntos, a veces enfrentados. Al final, después de apreciar la excelente música de Jonny Greenwood, la fotografía de Robert Elswit y la interpretación de un parejo cuadro actoral, uno queda con un sabor amargo. Pareciera que el desarrollo de la industria petrolera —tan importante para nosotros— depende más de la maldad de los seres humanos que del manejo de las corporaciones, las nacionaes involucradas y las circunstancias históricas que definieron el siglo pasado. Todo esto me huele a moralina.

SIN LUGAR PARA LOS DÉBILES («No country for old men»), EEUU, 2007. Dirección y guión: Joel Coen y Ethan Coen, sobre la novela de Cormac McCarthy. Producción: Joel Coen, Ethan Coen y Scott Rudin. Fotografía: Roger Deakins. Montaje: Roderick Jaynes. Música: Carter Burwell. Elenco: Josh Brolin (Llewelyn Moss), Tommy Lee Jones (sheriff Bell), Javier Bardem, Woody Harrelson y Kelly Macdonald. Distribución en Venezuela: The Walt Disney Company.

PETRÓLEO SANGRIENTO («The will be blood») EEUU, 2007. Dirección y guión: Paul Thomas Anderson, sobre la novela ¡Petróleo!, de Upton Sinclair. Producción: Paul Thomas Anderson, Daniel Lupi, Jo Anne Sellar. Fotografía: Robert Elswit. Montaje: Dylan Tichenor. Música: Jonny Greenwood. Elenco: Daniel Day-Lewis, Paul Dano, Kevin J. O’Connor, Ciarán Hinds, Russell Harvard.. Distribución: The Walt Disney Company.

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