A mis amigas y amigos de aquel curso.
En el curso 1978-1979 de periodismo impreso en la UCAB cinco chicas y tres chicos asisten a clases —a veces las aulas son una iglesia, una zapaterÃa o la oficina parlamentaria donde despacha el Maestro Prieto Figueroa— y logran descubrir (al final de su carrera) el periodismo. Con un ‘monstruo’: Germán CarÃas Sisco.
Adelantado: que se anticipa a su tiempo en alguna cosa, dice la Real Academia Española. Germán CarÃas es un adelantado. Y más que en alguna cosa.
En lo único que no se quiso anticipar fue en la muerte, que lo vino a buscar a los 92 años el pasado fin de semana. HabÃa nacido en Caracas en 1926 e hizo de todo antes de ser periodista —vistió una bata de boxeador donde se leÃa El americanito— y siguió haciendo de todo cuando fue periodista.
Adelantado: en 1952, del 16 al 26 de junio, publicó en El Nacional ‘Odisea en El Dorado’: fue interno durante 26 dÃas, con sus noches, de esa prisión guayanesa, la más terrible de la época; y unos meses después se adentró en la selva colombiana para contar ‘Asà nacieron las guerrillas’: apenas cuatro años antes se habÃan bajado a Gaitán. Comenzaba la violencia que persiste hasta hoy y CarÃas documentó aquello. Lo contó, él era de cuentos, de sensaciones, de escribir lo que veÃa y olfateaba.
También fue un pordiosero en las calles de Barquisimeto, que tendÃa la mano arrodillado, en harapos, con los pelos largos y pegajosos, sucios, frente a la BasÃlica de la capital larense. ‘Por el amor de Dios’, una limosna se publicó en 1958. Y años después, porque estuvo un cuarto de siglo en El Nacional, se transformó en Benito, un tipo cualquiera que era una voz, o muchas voces, en ‘Habla La Charneca’: ese mundo que habita al otro lado de la autopista, a las espaldas de lo que hoy es Parque Central (¿o será el frente?).
El nuevo periodismo es de los sesenta. Gay Talese, una referencia de los periodistas de varias generaciones, aquà y allá, apenas se estaba graduando a principios de los cincuenta. CarÃas era un adelantado, insisto, por lo que hacÃa y cómo lo hacÃa.
Si corrieran otros tiempos en Venezuela, el premio de periodismo bien pudiera llevar su nombre.
Pero volvamos a clase: qué lujo de profesor. No sé ahora a la distancia si entonces nos dábamos cuenta. En la UCAB de aquellos dÃas los estudios de prensa estaban arrinconados. Una disposición en algún papel decÃa que las menciones se abrÃan al menos con 10 aspirantes.
Por alguna extraña razón se permitió que este curso final se diera con ocho alumnos. ¿Los últimos? Quizás fue un cálculo, frustrado, en una escuela que preferÃa la imagen y las tablas.
Jorge Villalba, quien serÃa un muy destacado reportero de polÃtica, luego atento y agudo estudioso de encuestas y estudios de opinión pública, y profesor en la propia UCAB. A él la muerte si se lo llevó temprano. Cenovia Casas, jefa por mucho tiempo en El Nacional; Gioconda Rojas, lÃder estudiantil, luego creativa del diseño; Omar Luis Colmenares, periodista del área internacional, editor riguroso en cualquier temática, también profesor en la UCAB y en la Monteávila; Solamey Blanco, que incursionó en la polÃtica regional; Marité Irimia y Benedicta Rivero, siempre presentes y consecuentes en el Facebook; y yo.
Las cuatro horas semanales, durante aquel primer semestre del curso 78-79, son inolvidables. Esos ocho pichones de periodistas, guiados por este hombre parco que siempre andaba a su aire, entrevistamos a todos los candidatos presidenciales de ese temporada electoral. A Luis Piñerúa, sudoroso, mal encarado, sacándose papelillos del pelo y la boca, dentro de la iglesia de LÃdice, luego de un recorrido por aquellas calles angostas y abarrotadas de pueblo; a Luis Herrera, simpaticón, en guayabera de campaña, en una zapaterÃa de los bloques de El Silencio, donde el futuro presidente entró a estrechar manos y asegurar que él arregabla aquello; el venerable orejón Luis Beltrán Prieto Figueroa en su oficina del Congreso, que estuvo a punto de ser presidente diez años atrás o que, gracias a él, Caldera llegó por vez primera a Miraflores; Diego Arria (mi recordado editor años después en El Diario de Caracas), que parecÃa el futuro o asàlo hacÃa lucir el empaque de su Causa Común en el edificio Easo frente al Country Club; y Américo MartÃn (la imagen de esta croniquilla) con los retazos de una izquierda que se resistÃa a seguir la senda “reformista (e innovadora)†del Movimiento Al Socialismo.
Y a clase CarÃas llevó a a Simón DÃaz y a Pedro León Zapata. Lujo no, lujazo, privilegio desmedido.
En el caso de Jorge, Omar y el mÃo (también de Luis Fernández, que cursaba un año menos que nosotros, y serÃa jefe de Redacción de El Nacional y alto pana de CarÃas ante su último aliento) ‘sufrÃamos’ al profe todos los dÃas: éramos pasantes en El Nacional y tenÃamos que cumplirle con la pauta diaria (o en la guardias nocturnas, sobre todo Omar). Y CarÃas, hay que consignarlo también, no era un tipo fácil.
QuerÃa entradas ingeniosas, textos con frases cortas y redondas, adjetivos, los justos; el dato preciso y detalles de apariencia nimia que dan sentido a una historia, vida a una calle o asoman las sombras en una declaración pomposa. En un periodismo que aún publicaba mucha nota de prensa, que se firmaban textos que en verdad no se producÃan, CarÃas era un faro, un vigilante, un detector. Un enemigo ácerrimo del aburrimiento. Y nos metÃa el susto en el cuerpo en cada nota, en cada palabra.
El aula era un taller: recuerdo pocas referencias o teorÃas. Lo suyo era poner una cuartilla en la máquina de escribir y dale: haz una entrada, haz un tÃtulo. Desecha el lugar común. “Pónle vida a esa vainaâ€, decÃa sin alzar la voz.
CarÃas fue reportero y jefe; investigador y cronista; docente y editor. Hombre de periódico y de radio (NotiRumbos vibra con él). En una palabra: adelantado. Y mucho.