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Una amistad que ha fluido por diversos caminos y en distintas situaciones, sin pedir permiso, a través de conversaciones, confesiones, consultas, pero siempre con mucho humor. Y muchas veces con un buen whisky en los vasos.

El Círculo de Críticos Cinematográficos de Caracas decidió rendir un tributo a Rodolfo Izaguirre, el maestro y el amigo, por su extensa labor como analista del cine, la cultura y la realidad de este atormentado país. Fue el sábado 4 de agosto en el Trasnocho Cultural. Lamentablemente no pude asistir físicamente, pues estoy en Bogotá, aunque estoy al lado de los colegas que organizaron este homenaje. Hace seis años, en la Fundaciòn Herra Luque le hizo un reconocimiento muy especial. Tampoco pude asistir pues me encontraba en Roma. Pero el 19 de septiembre publiqué este artículo que hoy reproduzco para ustedes.

«Mi fascinación por el cine tiene dos culpables: José Molina Vásquez y Rodolfo Izaguirre. Hace cincuenta y cinco años mi padre fue la primera persona que me llevó a ver una película. Aquel niño que yo era descubrió algo que no entendía bien pero que necesitaba ver cada semana y que con el tiempo se haría casi una obligación diaria. Es otra de las cosas que debo agradecerle a ese hombre andino y reservado que decía más con sus actos que con sus palabras. Sobre todo, levantar a una familia.

Años después, a mediados de los sesenta, conocí a Rodolfo, aunque él no me conoció a mí. Ni siquiera sabía que yo existía. Entonces era un adolescente que empezaba a abrir los ojos ante un mundo en transformación, como muchos muchachos que tuvimos la dicha de crecer en los primeros años de la democracia. Un buen día, miércoles para más señas, descubrí una columna donde un señor escribía sobre cine. El hallazgo se volvió costumbre. Todos los miércoles buscaba la página de opinión de El Nacional para leer lo que escribía un sesudo y muy serio periodista sobre las películas que yo había visto o estaba a punto de ver. Aquellas líneas me indicaron que había otra forma de percibir y entender lo que yo veía y escuchaba en las muchas salas de cine de Los Rosales, donde vivía entonces. Dicho de otra forma, el primer análisis cinematográfico que yo leí fue el publicaba semanalmente Rodolfo Izaguirre. Aquel intelectual de izquierda me deslumbró con sus visiones e influyó sobremanera en mi forma de disfrutar y comprender el cine. Lo incorporé rápidamente como uno de mis mejores amigos. Aunque él, entonces, no lo sabía.

Después, en la víspera de los años setenta, me enteré que el señor Izaguirre era el director de la Cinemateca Nacional, templo fundado en 1966 por Margot Benacerraf y al que me había hecho un asiduo feligrés los fines de semana. Allí descubrí a Bergman, Wajda, Fellini, Visconti, Varda, Huston, Godard y tantos otros, cuyas obras me mostraron visiones diferentes sobre el mundo y me alejaron de la evasión. Algunas veces, en los pasillos de lo que sería la Galería de Arte Nacional, mis amigos y yo veíamos pasar a aquel intelectual “progre”, como se decía entonces, ocupado en que las cosas marcharan bien en nuestro templo. Se lo agradecíamos en silencio.

De entonces a hoy han corrido muchas tintas y tantas páginas, muchas horas en televisión y tantas otras en radio, muchos debates y miles de contiendas, en las que Rodolfo Izaguirre ha estado involucrado. Y nos ha involucrado a todos.

Años después los miembros del efímero Grupo Foco —Jacobo Penso, Iván Zambrano, Eddy León, el finado Miguel Ángel Buonaffina y yo— lo veíamos en aquellas Jornadas de Cine Nacional, celebradas en Cumaná a principios de los setenta, junto a otros cineastas e investigadores, en busca de una Ley de Cine que tardó muchos años en hacerse realidad. Allí estaban Rodolfo y otras personalidades de nuestro incipiente cine de entonces. Nosotros lo seguíamos con respeto y admiración.

Lo respaldamos, desde nuestro anonimato, cuando protestó el cierre de la Cinemateca Nacional por la censura en tiempos de mojigatería sexual. Ni siquiera era por razones políticas, pensábamos nosotros, sino por los oscuros complejos internos de un censor.

A la vuelta de los años, en enero de 1977, casi por azar, comencé a escribir en El Nacional la columna diaria ‘Cámara Lenta’ que Manuel Trujillo acababa de dejar para dedicarse a otros proyectos. Y un buen día recibí la llamada de Carmen Luisa Cisneros para invitarme a colaborar con la Cinemateca Nacional. Quería que yo coordinara la programación, nada más y nada menos, de nuestro templo del cine. Imagínense ustedes el impacto que produjo en mí.

Así, al día siguiente, conocí en persona a Rodolfo Izaguirre. Lo primero que me llamó la atención de aquel muy serio intelectual de izquierda, de amplio prontuario cultural desde El Techo de la Ballena y otras aventuras similares, no era su evidente comodidad conceptual en el campo del cine, las letras, la danza, las artes, en fin, sino su sorprendente y desconcertante humor. Un hombre que evadía la solemnidad, que se burlaba de los lugares comunes en boga, que desconfiaba con razón de la hipocresía de las formas, a través de un humor lacerante e implacable. Allí comenzó nuestra amistad… en persona.

Una amistad que ha fluido por diversos caminos y en distintas situaciones, sin pedir permiso, a través de conversaciones, confesiones, consultas, pero siempre con mucho humor. Y muchas veces con un buen whisky en los vasos. Es imposible no reír con Rodolfo. Un viejo censor del franquismo decía que la risa siempre es sospechosa… de cualquier cosa. De provocar la inteligencia, de incitar a la reflexión, de combatir la estupidez, de abrir rutas a las emociones y los pensamientos. De todo esto es culpable ese intelectual ‘progre’ que la revolución —la de antes y la de ahora, que parecen la misma— intentó quitarle sus manías, sus ganas de echar vaina y cambiar la vida con una sonrisa y un buen cuento.

Lo mejor del cuento, precisamente, es que a sus ochenta años, después de recorrer tantos caminos, Rodolfo reemprendió su carrera como articulista y desde hace dos años me ha habituado —como a ustedes— a buscar la página de opinión de El Nacional de cada domingo para leer una columna repleta de memorias, humor y mucha humanidad.

Por esta nueva columna estamos aquí hoy aunque yo me encuentre lejos. Para celebrar su premio en este homenaje organizado por la Fundación Herrera Luque. Esta noche no puedo estar con ustedes físicamente, pues me encuentro en Roma, la ciudad mágica de Visconti, De Sica, Fellini y otros cómplices. Pero desde aquí quiero compartir con ustedes la emoción de honrar a mi maestro y amigo.

Con la misma emoción de cuando José Molina Vásquez me descubrió la fascinación del cine y con la misma emoción de cuando nuestro querido Rodolfo me enseñó —a distancia y sin proponérselo— que el cine era eso que él llamaba la mitología de lo cotidiano.

Alfonso Molina

Roma, 18 de septiembre de 2012

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