Miguel Otero Silva
El escritor sostiene que el arte abstracto es un rechazo a la epopeya liberadora del humanismo, en la misma medida en que los abstractos tildan al humanismo de reaccionario porque “finca sus bases en esa figura abominable que es para ellos el hombre.”

 Ni siquiera abrigo la intención de que comprendan lo  que escribo. Hablamos un lenguaje diferente, no obstante nos expresamos todos en castellano. Cuando digo humanidad entienden individualismo, cuando digo naturaleza ellos entienden imitación, cuando digo minorías ellos entienden pueblo, cuando digo hombre ellos entienden geometría. Es imposible dejar de recordar, al escucharlos, la letra de la vieja canción rescatada por el maestro Sojo: Al perro galgo llama tortuga, y a la lechuga tontoronjil; al aguacate llama caimito, y al queso frito le dice añil (…)

                                                                                                                        Miguel Otero Silva

Especial para Ideas de Babel. Los analistas y estudiosos de las polémicas que han hecho historia en Venezuela, como el historiador Manuel Caballero, incluyen entre las más destacadas la sostenida en 1957 por el artista plástico, miembro del Grupo Los Disidentes, Alejandro Otero Rodríguez, y el escritor y periodista Miguel Otero Silva. En este sentido, Caballero señala que: “Lo que era la simple reafirmación de una propuesta por el fallo de un jurado, se transformó en una enriquecedora polémica entre dos apasionados conocedores de las artes plásticas. Pero había un tercer elemento contendiente: la situación política. Se vivía el año final de la dictadura (que ésta preveía apenas inicial de su dominación perpetua) y existía una rígida censura de prensa. Entre líneas, los lectores veían que algo estaba vivo: la voluntad venezolana de abrir un espacio a la disidencia, a la discusión pública a la tolerancia y al respeto por la opinión ajena. Un año después, la dictadura era derrocada por una insurrección popular.”

Recordemos que en el XVIII Salón de Arte Nacional celebrado en 1957 se otorgó el premio oficial de pintura a Armando Barrios y el de escultura a Eduardo Gregorio. Esta decisión motivó unas declaraciones iniciales de Otero Rodríguez recogidas por El Universal, y posteriormente una carta pública a Otero Silva publicada en El Nacional señalando, en particular, que el Premio de Escultura otorgado a Gregorio era el resultado de un jurado desequilibrado en su composición “constituido por una anonadante mayoría de participantes de una sola tendencia” —la figuración— y se preguntaba si la calidad de las esculturas figurativa de Gregorio era realmente superior a las de los artistas abstractos Omar Carreño y Víctor Valera, quienes también habían concursado para el premio en cuestionamiento. Invitaba además Otero Rodríguez a reflexionar sobre los problemas propuestos por sirios y troyanos, por figurativos y abstractos en el plano plástico, y lanzaba el desafío de iniciar una polémica con aquellos “que sean capaces de juzgar sin prejuicios y con conocimiento de causa.” Miguel Otero Silva aceptó el guante lanzado por el artista disidente y se inició esta histórica polémica a través de sucesivos artículos de uno y otro argumentador en las páginas de El Nacional.

Sólo a los fines conceptuales, es conveniente recordar con Otero Rodríguez que “se ha convenido en llamar arte abstracto a una concepción artística surgida en Europa alrededor de 1910. Esta concepción excluye toda representación de personas, símbolos de personas u objetos y toda idea de representación naturalista. Por contraste se ha llamado figurativa a toda obra que, de algún modo, así sea el más encubierto, recurra a una representación imitativa de esos mismos seres y cosas de la naturaleza.”

En nuestro apretado análisis de la singular polémica entre los Otero, vamos a privilegiar las razones y argumentos esgrimidos por el escritor en homenaje, las armas verbales empuñadas por Miguel Otero Silva para criticar el arte abstracto y defender el figurativo, desde la perspectiva plástica que ambas tendencias plantean.

En primer lugar, el escritor reconoce sin tapujos que en lo concerniente al análisis de la historia plástica y del contenido plástico, a lo largo de la polémica, no ha tenido divergencias de fondo con el artista. En efecto, Otero Silva afirma que: “la historia por mi contada fue repetida luego por Alejandro Otero con palabras muy semejantes: Kandinsky lírico, derivado de Van Gogh y de los fauves; Mondrian arquitectónico, derivado del cubismo, Kandinsky, ‘mundo interior’ con espacio y profundidad; Mondrian, tintas primarias más blanco y negro, colores planos sobre superficie plana.”

Hasta allí todo bien. Sin embargo, el disentimiento, al decir del escritor, comienza cuando el pintor le asigna una exagerada importancia a la abstracción calificándola como “el derrumbamiento total del andamiaje tradicional de la pintura”, o como “el salto hacia una nueva concepción de la pintura” y, en especial, con un planteamiento hiperbólico según el cual el arte abstracto es “el momento en que el hombre se hizo por primera vez dueño de la facultad de crear.” Ante tales aseveraciones del artista reacciona vivamente el escritor para —demoledor— ripostar: “Para nosotros el abstraccionismo es apenas un experimento transitorio post-cubista, un intento fallido de expresar la pintura por medio de un lenguaje que no le es propio, una concepción artepurista y cientificista de la pintura que tuvo su momento de auge por circunstancias sociales ajenas a la plástica y que está siendo desbordada ya por las nuevas corrientes del universo. Y nuestras discrepancias se hacen insalvables cuando el abstraccionismo pretende rebasar los límites de la pintura para convertirse en doctrina filosófica, dogmática por añadidura, que es cuando comienza a llamar a lechuga al tontoronjil.”

En segundo lugar, Otero Silva insiste en calificar a los abstractos como artepuristas, y desecha a rajatabla la idea de que en sus obras “se integran y resuelven los problemas del hombre”, como sostuvo el pintor a lo largo de toda la polémica. Tajante en sus apreciaciones, el escritor expresa. “que no crean en el género humano si les place, que hagan su arte incontaminado y tecnicista, pero, por favor, que no intenten subvertir los términos para demostrar lo indemostrable: que el hombre es un ángulo recto azul, la naturaleza un circulo amarillo y los problemas sociales un triángulo rojo.”

En tercer lugar, el escritor desecha la idea de que el arte abstracto es un arte para el pueblo, un arte social. En efecto, según su criterio: “nada más ajeno al pueblo que esa concepción cerebral y fría de la pintura, totalmente divorciada de sus asuntos y sentimientos. El pueblo jamás verá en la pintura abstracta sino un arte auxiliar y decorativo, destinado a adornar edificios que es, justamente, el destino definitivo de esa pintura.”

En cuarto lugar, Otero Silva sostiene que el arte abstracto es un rechazo a la epopeya liberadora del humanismo, en la misma medida en que los abstractos tildan al humanismo de reaccionario porque “finca sus bases en esa figura abominable que es para ellos el hombre.” El escritor se reconoce un humanista del Renacimiento y no un colectivista medieval como el pintor. Así recuerda: “Alejandro Otero lo dice sin cortapisas en sus artículos: la Edad Media. Época admirable en la cual los artistas no desdeñaban ilustrar un misal, obrar un reclinatorio, cincelar un cáliz». O más efusivo todavía: “Una de las épocas colectivistas más ejemplares y nobles en la historia del arte, en la que el pintor y el escultor se hicieron anónimos.” No lo ocultan, no. La Edad Media era, para ellos, una época colectivista, ejemplar y noble, que para desgracia de la humanidad, fue suplantada, por el humanismo “individualista” del Renacimiento.”

En quinto lugar, el hombre de letras no acepta la supeditación de la pintura a la arquitectura como un complemento servil, “así se disfrace la intención bajo el antifaz teórico de la “integración”.” Considera que esta sujeción de la pintura a la arquitectura es una consecuencia de la admiración que los abstractos sienten por la Edad Media, época en la cual “la pintura fue arte menor o secundario y auxiliar de la arquitectura.” Con aguda perspicacia, Otero Silva aclara: “Lejos de mí el ánimo de pronunciarme contra toda la participación de la pintura en las obras arquitectónicas. Por el contrario, extraordinaria empresa se realiza en los muros cuando la pintura se trepa en ellos sin dejar de ser pintura. Los 28 frescos del Giotto en la Basílica de Asís, el Juicio Final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, los murales de Orozco en el Hospicio de Guadalajara, forman parte del edificio en que están pintados con el agravante de que su profunda humanidad y el genio que los anima han relegado a un plano secundario los nombres de los arquitectos (Frate Elías, Juan de Dolci, Manuel Tolsá) que construyeron esos edificios. Porque en Giotto, Miguel Ángel y en Orozco, la pintura se expresa en su propio lenguaje y, por ende, no es decoración sino pintura. Decoración son los arabescos de la Alhambra, los estucos romanos y casi todos los murales abstractos de nuestra Ciudad Universitaria.”

En sexto lugar, el literato critica vivamente la asimilación univoca que los abstractos pretenden hacer entre la obra de arte y los medios de expresión técnicos. En su razonado parecer: “Es en este sentido que los hemos tildado de minoritarios y exclusivistas porque la técnica del arte sólo llega a los técnicos y el arte, a nuestro juicio, no es una forma de comunicación profesional entre los técnicos sino un medio de contacto espiritual entre los hombres. Hemos escrito sí, que “todo lo nuevo en arte es incomprensible para las mayorías” pero jamás hemos afirmado que “todo lo incomprensible para las mayorías es arte nuevo”.”

No concibe Otero Silva un arte serial, aburrido, estandarizado, monótono, geométrico, latoso, simétrico, siempre igual y sin notabilidad propia, e incrimina: “Los abstractos parapetados en su trinchera de sofismas se esfuerzan en demostrarnos que la monotonía reside en el hombre y en la naturaleza, en tanto que consideran infinitamente variado el mundo de la geometría. Vano intento. Existen prodigiosas diferencias de toda índole entre el Cristo de Cimabue, al Cristo de Velásquez y el Cristo de Gaughin, aunque los tres lienzos representan al mismo Jesús crucificado. No hay hombre igual a otro hombre, ni un paisaje igual a otro paisaje.”… Y el ingeniero que también fue el hombre de letras certifica: “En cambio, la superficie de todo círculo, así lo trace el compás abstracto de Herbin o el de un estudiante de bachillerato, es 3,14 multiplicado por el cuadrado del radio. Y en todo triángulo rectángulo, así lo trace la escuadra abstracta de Vasarely o la de un topógrafo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los catetos.”

En séptimo lugar, en un arrebato de nacionalismo, el escritor inculpa a los abstractos por su ausencia de compromiso con el país, con el pueblo, con su formación cultural y artística, y los acusa de “aplicar mecánicamente fórmulas estéticas elaboradas por gente de otro medio y de muy distinta constitución educacional.” En este sentido, Otero Silva, desde sus orígenes humildes y provincianos en el oriente venezolano, les recuerda a los abstractos que “en toda mi obra artística, verso o prosa, he sido leal a ese nacimiento y he tratado de interpretar los dolores y las alegrías de la gente humilde de mi tierra.”

Finalmente, el ser político que habita en Otero Silva, lleva al escritor a reiterar la rebeldía que estrenó a sus veinte años de edad como “adversario al General Juan Vicente Gómez y no a los generosos e inofensivos profesores de la Escuela de Artes Plásticas.” El hombre de letras señala que su aguda crítica a los abstractos es manifestación de su rebeldía ontológica e intrínseca y reitera que sus consideraciones en contra del arte abstracto se sustentan concluyentemente en “lo mucho que tiene de regresionista la teoría filosófica en que se apoya. Lo combato por sus ojos cerrados frente a la angustia de los hombres y de los pueblos, por sus intenciones de regresar a concepciones decorativas y generosamente utilitarias archivadas desde hace siglos, por sus puntos de semejanza con el sectarismo fanático y la suficiencia dogmática de los de los ideólogos de la Edad Media, por su afán de destruir los principios espirituales del arte para subordinarlo a la ciencia y al maquinismo, por su empeño en arrancar de la obra artística su contenido humano o social. Lo combato, en fin, por todo cuanto encierran sus teorías de caduco y reaccionario.”

Estos son los argumentos de un apasionado figurativista que le endilga a los abstractos la pretensión de querer dividir el arte moderno en dos grandes corrientes antagónicas: la abstracta y la figurativa. El escritor sostiene que “tal división peca de sofística, es errónea desde el punto de vista plástico y constituye una expresión cabal de la exagerada opinión que los abstractos se han formado de sí mismos y de su escuela.”

Otero Silva, con intenciones totalizadoras e integracionistas, arguye además que ninguna otra tendencia del arte moderno: el futurismo, el expresionismo abstracto, el fauvismo, el arte pobre, el tachismo, se ha arrogado ser la “mitad” del arte universal. Perspicaz, el escritor señala que aceptar esta dicotomía plástica “sería algo así como si la cabeza de un alfiler dijera: “el universo se divide en dos partes: la cabeza de un alfiler y el resto”.

En lo personal podríamos concluir estas líneas con una fórmula muy castellana: tanto monta, monta tanto, el arte figurativo como el abstracto.

Las citas han sido tomadas del libro de Manuel Caballero (compilación, prólogo y comentarios). Diez grandes polémicas en la historia de Venezuela. Fondo Editorial 60 años. Contraloría General de le República. Caracas, 1999.

 

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