Marjorie Prime
El film ilustra, de manera incomparable, el desenlace siniestro de la utopía tecnológica.

Aquellas dos sentencias cabales y complementarias —“el futuro ya está ocurriendo” y “la nostalgia no es lo que era antes”— sintetizan un cambio del sentido del tiempo para el nuevo siglo. A pesar del trastorno, la ciencia ficción sigue gestando historia, aunque no está claro si para anticipar en un futuro o encubrir un presente. Se asiste, bajo la fórmula de la fantasía, a una auténtica represión de la realidad, una omisión minuciosa de lo que ya ocurre.

Series como Black Mirror o películas como Herr o Shame ilustraron transformaciones asombrosas de la condición humana, en un universo digital que ya sucede. Ahora un film reciente, basado en una obra de teatro de Jordan Harrison, ilustra de manera morosa, aluvional e inquietante, un tema central de la memoria humana y del proceso de duelo, que los psicoanalistas registran en sus problemáticos consultorios. El guion deriva de una obra de teatro, que a su vez extiende un texto de Harrison que había sido merecedor de la candidatura al Pulitzer. Este pasaje a un film mantiene los enlaces precisos con la obra de teatro en la simplicidad de los planos, también la angustia de un vínculo humano sostenido sólo en hologramas. Quizás desmerita esta linealidad las posibilidades del cine, pero logra trasmitir la inquietud actual por la memoria, la mortalidad, el tiempo y las generaciones y el reclamo necesario de un sentido de la vida.

El film Marjorie Prime, de Michael Almereyda, con un plantel de actores excepcionales, como Jon Hamm y los veteranos, Lois Smith, Tim Robbins y Geena Davis, ilustra, de manera incomparable, el desenlace siniestro de la utopía tecnológica. Con una inteligencia lenta, inexorable y límpida, muestra el amenazante presente, sin trucos o hipérboles que excedan la actualidad. En algún sentido es símbolo de nuestro desvarío civilizatorio, en otro es un drama en tiempo real de nuestra propia época inasible. La transformación del proceso de duelo tiene modulaciones históricas y culturales, desde el color del atavío fúnebre hasta la expresión física del dolor, pero hoy esa diversidad tiende a ser aplanada por la presencia omnipresente de Internet. Los vínculos tienden a perderse no por separación o escalada de diferencias, sino por cortes tan arbitrarios como los encuentros. Un mundo sin duelos es prefigurado por esta tecnología más cercana al funcionamiento del robot que a la sustancia cambiante y tornasolada del alma. La sustitución del objeto para evitar dolor es aquí la clave de una mutación histórica del sufrimiento y la pérdida de su gran poder de reflexión y aprendizaje.

Es sabido que la cultura siempre ha administrado las diferencias del proceso de duelo. Marca con claridad la distancia entre la melancolía de Argentina y el vértigo expresivo del trópico o los rituales mexicanos, entre el pudor del deudo en la cultura japonesa y su gestualidad en los funerales italianos. Pero siempre presenta lo perdido, la ausencia como núcleo central del duelo. Ahora, paradójicamente, se siente la ausencia de ese vacío, el faltante sensible con el que las generaciones bordaron siempre un sentido de la muerte y el tiempo.

Hace más de setenta años, Adolfo Bioy Casares dio a conocer una novela fantástica —La invención de Morel— que mereció el comentario muy elogioso de Jorge Luis Borges. Lo cierto es que se anticipaba a las propuestas actuales del mundo digital, y no hay duda que este film es su directo y notorio heredero. En aquel entonces, el modelo de Bioy Casares era el cine, la primer sustitución publica masiva de las identificaciones (como ilustró tan bien La rosa Púrpura del Cairo). Claro que el cine suministraba modelos de relación, de expresión amorosa o erótica, vínculos familiares y roles sociales, pero la novela de Bioy, que este film enaltece sin mencionarla, se acelera, formula la sustitución del objeto por una construcción imaginaria y virtual. La obra de Jordan, que trata la memoria, ha perdido la memoria de su claro precursor. El reino del holograma en la isla de Morel, indica el derrotero impredecible de lo real en la ciencia. El nombre de Morel fue tomado por Bioy de La Isla del Dr. Moreau, el relato de H. G. Wells donde el científico de marras procura violentar la biología, la evolución y la condición humana. Ese salto quizás ocurrió, pero sin ayuda genética, por el influjo imprevisto de la tecnología. Lo cierto es que, si ese salto hubiera ocurrido, no podríamos saberlo cabalmente, como lo que hoy ya sucede dentro y fuera de este filme de Almereyda tan endeudado con Bioy Casares.

Publicado originalmente en http://aurora-israel.co.il

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