Margaret Atwood
Margaret Atwood nos obliga a recordar, desde este testimonio legado por la protagonista a un mundo futuro, que los derechos humanos, las libertades, la defensa de nuestra individualidad son ideas muy recientes en la historia de la humanidad.

Nolite te basterdes carborundorum. “No dejes que los bastardos te jodan” es la frase que Defred, la protagonista de este cuento, lee tallada en un listón de madera, semioculto, de su habitación.

Esta oración escrita en un latín más que cuestionable, se convierte en el corazón de lo que Margaret Atwood (1939) quiere  —y no quiere— decirnos desde El cuento de la criada. Escrita en 1985, esta espeluznante especulación atemporal toca el techo de la fama al convertirse en la serie de TV más premiada de 2017. Más de 30 años después, el público cae rendido a los pies de esta advertencia sobrecogedora sobre lo que puede pasar en el mundo. O sobre lo que pasa. O sobre lo que ha pasado siempre. Usted elige.

La crítica más frecuente describe a esta novela como una distopía feminista, etiqueta que se apresura a corregir su autora, definiéndola como ficción especulativa: la sociedad descrita allí está compuesta por elementos reales, todo podría suceder perfectamente. No hay señales de un futuro altamente tecnificado, ni fantasías evolucionistas de artesonado social. Estamos dentro de comportamientos posibles. Se trata de una realidad posible a la que nos hemos ido acercando a paso veloz.  Los bastardos que nos van a destruir, ya están aquí. Que no nos quepa duda.

El añadido feminista se observa claramente por cuanto la historia circula, en primer plano, por señalar a las mujeres como el grupo sobre el que se ensaña esta teocracia puritana que gobierna en Gilead (en hebreo: sala de los testigos), cuyas leyes se basan en la lectura fanatizada del Antiguo Testamento. La copia de aquella sociedad patriarcal y arcaica (ahora devenida en sociedad estéril) arrebata todo rasgo de humanidad a las mujeres que son usadas, las llamadas ‘criadas’, para procrear insensiblemente, para engendrar sin emoción, para hipotecar sus cuerpos que gestarán a los hijos de la élite política de los Comandantes. Alienadas también las ‘esposas’, que deben presenciar el rito sexual de sus maridos con las criadas, sufriendo por el vacío de sus úteros que las lleva a la humillación máxima de sus afectos. Despreciadas las ‘Marthas’, mujeres de servicio doméstico, y despreciables las ‘tías’, inquisidoras crueles que se ocupan de reeducar a las criadas para que no piensen por sí mismas. Todas sin nombre propio, todas ocultas bajo cofias o uniformes que les arrebatan individualidad. Todas despojadas de sus libertades mínimas: cuentas de banco, profesiones, trabajos, amores, hijos, parejas, gustos culturales, lecturas, placeres sensuales e ideas. Todas bajo la opresión de dos cuerpos policiales: los Ojos que controlan  y los Ángeles que vigilan. No hay palabra que no escuchen, no hay gesto que no adviertan. Así lo atestiguan los cadáveres al aire libre que cuelgan del muro. Hombres y mujeres respiran amenaza y peligro. El que asome la punta de la nariz fuera de la ley terminará pudriéndose en el muro, a la vista de todos y para su escarmiento. El pánico está servido.

La pregunta que nos persigue desde el libro hasta darnos alcance es ¿cómo llegamos a esto? ¿Cómo una democracia liberal (el lugar de los hechos se sitúa en EEUU, una vez disgregada por las secuelas de una guerra nuclear sumada a la hecatombe climática) involuciona a un régimen pre-civilizado, primitivo y bárbaro? ¿Cómo después de alcanzar reivindicaciones de género tan costosas retrocedemos a tratar a las mujeres como vasijas donde se deposita semen para que la especie no se extinga? ¿Cómo dejamos que los libros estén prohibidos, otra vez? ¿Cómo se instauró de nuevo el terror a disentir, a desobedecer? ¿Cómo vuelve a ser pecado el placer y el pensar? Más fácil de lo que creemos. Desde el poder se inventa un enemigo poderoso y terrible, el poder lo señala como culpable de todos los males que el propio poder ha creado, hasta que el miedo se expande como una enfermedad, y la sociedad clama por medidas represivas y controladoras que la salven de esta  amenaza ficticia, colocada allí para perpetuar en el poder a los de siempre para siempre. Y controlar a los de siempre por siempre. Fin de la obra.

Margaret Atwood nos obliga a recordar, desde este testimonio legado por la protagonista a un mundo futuro, que los derechos humanos, las libertades, la defensa de nuestra individualidad son ideas muy recientes en la historia de la humanidad. Que los totalitarismos deshumanizan desde concepciones inhumanas del poder. Que la religión es la excusa perfecta para afianzar las tiranías. Que las mujeres han sido durante miles de años propiedad de los hombres, sin derecho a decidir sobre sus vidas, ni sobre sus cuerpos. Si bien en Gilead nadie es libre porque los hombres también están encadenados a su propia castración, ellos violan la ley a escondidas, entregándose al libertinaje, al juego, al placer de los sentidos ocultos tras la máscara de su intachable apariencia inmaculada. Para ellas,hasta la hipocresía está vedada. El futuro es el pasado, pero peor.

El cuento de la criadaLa sociedad que pinta El cuento de la criada resulta reconocible en sus perversiones. Y se dedica a denunciarlas para evitar lo que, hasta ahora, ha sido inevitable repetición. Sin dejar de lado el acto de esperanza que también hemos repetido eternamente: salvar, dando a conocer. Dejar un legado útil. Como portadores de una tradición oral ancestral y mágica, los seres humanos contamos cuentos. Fábulas aleccionadoras con moraleja. Notas que guíen, aconsejen a los que vendrán después. Usamos  la palabra en su misión liberadora, subversiva. La experiencia de Defred es dejar grabado  en un casete anacrónico toda la tragedia de un mundo que no aprende, para que un congreso de expertos, muchos años después, examine el testimonio como una curiosidad antropológica que no va a cambiar nada. Escribirán cientos de páginas, intelectualmente impecables, sobre el caso. El cuento de la criada es solamente eso: el cuento de una criada. Pero la esperanza está ahí: intacta, haciendo lo que sabe hacer: esperar.

“No dejes que los bastardos te jodan”, es un grito, una plegaria, un SOS, el verso inicial de un himno para abolir cualquier dogma, cualquier tiranía, cualquier ortodoxia. Parece que lo único que vamos sabiendo con certeza es que los bastardos llegan al poder con frecuencia y se dedican a tener la última palabra. Y que la palabra legítima es el más temido poder. Ambas cosas deberían servirnos para exorcizar demonios conocidos de ahora en adelante. Seguiremos esperando.

 

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