“Dime el paisaje en que vives y te diré quién eresâ€Â. Esta concluyente frase es de José Ortega y Gasset (1885-1955). En sus caminatas por “las lomas nerviosas de Guadarramaâ€Â, el filósofo consiguió entender y traducir el lenguaje de ese paisaje serrano. “HabÃÂa en torno nuestro un silencio que en cada instante iba a romperse y persistÃÂa, silencio donde laten las entrañas de las cosas, en que esperamos que rompa a hablarnos cuanto no sabe hablarâ€Â. En esas contemplaciones confiesa descubrir una parte de sàmismo “más compacta y nervada, menos fugitiva y de azarâ€Â.
Citar a Ortega y Gasset me pareció acertado para comentar este libro de Enrique Viloria Vera (1950), Villas, pueblas y escritores, ya que se trata de una singular antologÃÂa de paisajes interiores expresados en las voces de escritores y poetas vivos o lejanos en el tiempo y en la geografÃÂa.
Villas, pueblas y escritores es como un mapamundi de sentimientos y a la vez un inventario a escala, de tristezas, soledades, alegrÃÂas, amores, nostalgias y olvidos, en el que podemos ubicar a quienes sobreviven gracias a un hilo vital anclado a su terruño, aldea, villorrio, pueblo, villa, ciudad o puerto natal, que no los deja perderse en el extravÃÂo. Se trata de “un espacio vital y vitalista, un lugar que existe por sàmismo, ‘un lugar en sÃÂ’, pero sobre todo para la poesÃÂa, sin él, ella poco serÃÂaâ€Â, asàlo refiere Enrique Viloria en su libro, publicado este año por el Centro de Estudios Ibéricos y Americanos de Salamanca, España.
En su quehacer académico y literario, en el que ha sido autor o coautor de más de ciento treinta libros, Viloria es un conocedor de las claves para comprender esos vasos comunicantes entre el escritor y su entorno: “El ciudadano construye la ciudad; inclusive el ciudadano que jamás coloca un ladrillo, o una piedra, un cable o un tubo: todos los ciudadanos van haciendo la ciudad según sus intereses y sus ignorancias, sus conocimientos y sus sentimientos. Y al mismo tiempo, la ciudad va procreando los ciudadanos que necesita para descomponerse o embellecerse, para sublimarse o envilecerse. (…) La ciudad es, en primer lugar, un refugio donde cada quien concibe su sueño. En segundo lugar, la abundancia de sueños frustrados, convierte a la ciudad en una guerra de pareceres, en un escenario donde se buscan las huellas que va dejando la belleza en su constante deambular de antÃÂlope y se evaden milagrosamente, por milÃÂmetros, los factibles encuentros con la muerte, esa habitanteâ€Â, expresa el escritor.
En el prólogo, encontramos un poema de Constantino Kavafis que lo dice todo: “La ciudad te seguirá. Viajarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo; y entre las mismas paredes irás encaneciendoâ€Â.
Ese paisaje citadino tiene un lugar reservado en el libro, en especial cuando nos lleva de la mano a revisitar Barquisimeto en las palabras de Ramón Guillermo Aveledo: “¿Somos nosotros un invento de Barquisimeto? ¿Nos ha creado la ciudad a su imagen y semejanza? ¿Somos hechura de estas calles y estos modos y este paisaje árido por dos lados y verde por los otros dos? O, al contrario, ¿Es Barquisimeto nuestro invento? ¿Nos imaginamos una ciudad y la habitamos y hablamos de ella, sin que necesariamente sea realidad? ¿Es Barquisimeto un espejismo en nuestro cariño? ¿Es una creación de nuestros recuerdos? La verdad anda a caballo entre las dos posibilidades. A las dos preguntas es posible responder que sÃÂ. Y no hay contradicción, sino verdad. Barquisimeto nos hace, y nosotros la hacemos. Nos inventa y la inventamosâ€Â.
Para que no existan dudas de la unión entre el sujeto y el predicado, Viloria utiliza la conjunción para subtitular sus visitas poéticas guiadas: Ciudad de México y Alan Riding, Barcelona y Eduardo Mendoza, Macondo y Gabriel GarcÃÂa Márquez, Iquitos y Mario Vargas Llosa, Guatapé y Juan Mares. Este último es un poeta antioqueño que se adentra en los recuerdos de lo que vieron sus ojos y sintió su piel en Guatapé, expresándolo asàen su libro El árbol de la centuria:  “Traigo noticias / de un tiempo sumergido en las distancias. / Y son noticias / de un pueblo paria en las ciudades / De estas noticias / Me surte un pueblo oculto y diligente. / Que son noticias / Que brillan de sudor y sangre. / Mas mis noticias / Ni son augurio de salvación de nadie. //
La poesÃÂa de José MarÃÂa Muñoz Quirós, no puede prescindir del sagrado misterio que encierran las murallas y las torres de ÃÂvila. “Aquàestoy / una vez más / frente a las torres / (…) Aquàestoy / como los pasos mismos / me han traÃÂdo / hasta el borde del tiempo, / como he necesitado asàrozar / la piel de este momento / para reconstruir la vida, / para hacerla merecedora / de este instante que recupero / en esa lucha de amor que a muerte sabeâ€Â. //
Albert Camus, en su afanosa búsqueda de un significado del mundo y de la vida humana se refiere al Orán de su Argelia natal, al señalar que “el modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y como se muereâ€Â. Quizás esa fue la misma inspiración que motivó a GarcÃÂa Lorca a realizar el retrato poético de una ciudad avasallante al escribir Un poeta en Nueva York: “¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla? / ¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo? / ¿Quién el sueño terrible de tus anécdotas manchadas?â€Â.
Por su parte, Enrique Gracia Trinidad, no ha podido saldar las deudas con su Madrid de miserias y alegrÃÂas: “Nada te debo a ti, ciudad amarga y fiera, y todo te lo debo (…) Y cuanto más te pago más te deboâ€Â.
La villa Nuestra Señora de la Madre de Dios de Carora es la urbe que convoca los recuerdos más sentidos de Guillermo Morón. Recordemos cómo “el calor se aposentó en la ciudad y el calor soltó al diabloâ€Â, en esa extraordinaria atmósfera construida palabra a palabra para describir la villa en las páginas de su maravillosa novela El gallo de las espuelas de oro.
La costumbre de vivir del recuerdo enseña que el amor tiene un espacio donde algo sucede si el lugar se nombra y el nombre es Puerto Maldonado, donde el recuerdo es el ensueño de la redención: “cerrar los ojos y ser dueño / repentino de cursos fluvialesâ€Â, asàdescribe su terruño Alfredo Pérez Alencart.
Cumaná ocupa un espacio singular en Los Legajos del Marqués, de José Tomás Angola Heredia: “(…) Con el sol rabioso del mediodÃÂa / asando cabo corchado y chicote / aguas verdinas cuando en felibote / ancoré en la Nueva AndalucÃÂa (…) En puerto del paraÃÂso soñado / do los ángeles son aves fermosas / y el mar un manto de azul templado. / Y es que lo nunca antes imaginado / a no ser me digan que falseo cosas / aquàse hace delirio de afiebradoâ€Â.
En su libro, Viloria reconstruye “esa gran nostalgia que acoge lo vivido en esa felicidad germinal que se llama infanciaâ€Â. Por eso pienso que en el Canoabo de Vicente Gerbasi, el recuerdo de su terruño actúa en él como el “estadio del espejo†(Le stade du miroir) de Lacan, afirmando su yo al observarse a sàmismo en su pueblo, sin fragmentarse en su amor. “Es que Canoabo está en mÃÂ. Ya no necesito tener nostalgia de él, es mi alma. Yo soy Canoaboâ€Â.
PodrÃÂamos decir lo mismo del Barquisimeto primordial de Aveledo: “ciudad de dulce de higos pelados en teja (…) de café y de pan de tunja, de acemitasâ€Â. Ya que para el cronista, describir su ciudad es contruir su persona en el espejo del mundo: “Por aquàandan mis rastros, mis nostalgias, mis mejores risas, mis esperanzas primeras. En los rincones, en las esquinas, hay trazos de lo que he querido y lo que he detestado, Aquàrespiro, camino, mis memorias. Me reencuentro con el que quise serâ€Â.
Virginia Wolf, acertó al decir que sólo existe lo que se nombra y Gracia Trinidad lo testifica: “Poner nombre a las cosas / es el mejor oficio de la vida, // Lo hizo el Padre Adán cuando su Dios / se lo ordenó en el ParaÃÂso. / Y asànacieron árbol, pájaro, rÃÂo, piedra, / hormiga, pájaro, gacela, viento…/ Nada quedó sin nombre. // Pero luego ocurrió lo que ocurrió / la expulsión amplió los horizontes. / Ni Dios habrÃÂa imaginado / que Adán siguiera su costumbre / y aún le quedasen nombres que asignar. / Asànacieron risa, amor o llanto, / dolor, tristeza, ausencia o esperanzaâ€Â.
El libro sirve también como una piedra de afilar para el espÃÂritu. “Es oficio de vértigo este asunto / de acuchillar palabras al papel, / juego de locos, / inútil alboroto de campanas, / pretencioso ejercicio que no sabe / si vive sueños o si arrastra vida. // La verdadera profesión / de los poetas / deberÃÂa ser el silencioâ€Â, proclama Enrique Gracia Trinidad.
Cierto, este libro, invita a callar, a un silencio profundo, a meditar sobre nuestro paisaje interior, entrañable, germinal e inmutable del que partimos y al que nos dirigimos.
@edgarcherubini