El jugador de ajedrez
Padilla trata de rehacer su vida con lo único que sabe hacer: jugar ajedrez o, en su defecto, enseñarlo.

Para Manuel Ocando

LAS PELÍCULAS QUE NO VEREMOS EN LAS SALAS. Especial para Ideas de Babel. El jugador de ajedrez (2017), película española de Luis Oliveros, es muy sencilla y a la vez conceptualmente muy rica. Antes de verla pensé que se trataba de una adaptación del clásico cuento de Stefan Zweig Novela de ajedrez (1941), considerada por mí el mejor texto literario donde el ajedrez se hace presente como protagonista. Oliveros no sigue al pie de la letra el guion de Zweig, lo asume como una variación. El título de la película da la impresión que hará del ajedrez de torneos su principal leitmotiv. En realidad es una película testimonial sobre la fragilidad humana ante un destino caracterizado por la barbarie y la estupidez: una historia de la infamia como a Jorge Luis Borges le gustaba referirla. Aunque hay más, y esto sí toca los orgullos nacionales pomposamente derrotados que destilan vergüenza, y a la vez, un conveniente disimulo. Y se trata ni más ni menos que la postura colaboracionista de la inmensa mayoría de los oprimidos ante el opresor. Ocurrió en la Francia de Vichy y ocurre hoy en Venezuela bolivariana bajo una lógica unidimensional del poder.

Por lo general se nos ha hecho creer, y esto es muy cinematográfico, que a los ‘malos’, inexorablemente, la causa del bien finalmente los derrotará. No siempre ocurre así, es más, me atrevo a decir, que este maniqueísmo infantil encubre posiciones ideológicas de muy difícil digerimiento: como que la mayoría de la población es indiferente a la desgracia colectiva que le atormenta en el marco de un conflicto incivil y que los mecanismos de sobrevivencia y adaptación social son los que terminan por prevalecer, es decir, el colaboracionismo pasivo de la mayoría desde la indiferencia y el miedo, en realidad, desde el más grande y descomunal egoísmo.

Aunque cuidado, ante un conflicto se nos exige fijar posición porque la neutralidad es ya de por sí una misma posición a favor del status quo. ¿Pero qué hay de la persona anónima que no le interesa ni la agresión violenta del asaltante ni la resistencia heroica del oprimido? Aquel que piensa que su vida puede transcurrir con normalidad a pesar de la catastrófica alteración que se ha fraguado en su particular destino. Nuestro protagonista, es un orgulloso campeón de ajedrez, y abnegado esposo y padre. Su vida es el ajedrez y los afectos familiares. No tiene que buscar a Dios en ninguna esfera metafísica: Dios está con él porque dentro de su coherencia emocional es un hombre auto-satisfecho.

Sus capacidades humanas las sabe delinear y se reconforta en ellas mismas. No le interesan los militares franquistas y tampoco la resistencia de los republicanos en el contexto de la Guerra Civil española (1936-1939). Trabaja dando clases de ajedrez en un cuartel militar y comparte con amigos del bando derrotado. Su mujer, que le quiere y es francesa, le acusa de indiferente político y de no satisfacer las expectativas de un hogar con bienestar. El bueno de Diego Padilla, acepta los reproches y decide hacer las maletas para complacer a la mujer y huir a un París esplendoroso. Cómo hoy ya han hecho millones de venezolanos huyendo de la regresión bolivariana. Aunque nadie, controla nada.

En París son acogidos por esos amigos que no siempre son amigos. Y Padilla trata de rehacer su vida con lo único que sabe hacer: jugar ajedrez o, en su defecto, enseñarlo. Como extranjero está en desventaja y no logra esas aspiraciones. Para colmo, los nazis ocupan París y lo que en Madrid era un purgatorio ahora se convierte en un infierno. Los esposos viven esas pruebas supremas, que no tienen nada que ver con el amor romántico. Y el apolítico Padilla termina con sus huesos encerrado en una cárcel de las SS donde recluyen a los conspiradores y espías. Un inocente convertido en víctima, como el Cristo y la mayoría de los seres humanos que no pueden escapar a unos destinos aciagos.

Inesperadamente, su arte en el juego del ajedrez, un invento de Dios, le lleva a una sobrevivencia sin apenas esperanza. Encerrado en su celda ya no existe el mundo exterior; es un desaparecido en una tumba anónima. La lógica del carcelero es brutal y dogmáticamente precisa haciendo del deber una ocultación del mal. Sólo el ajedrez y sus pócimas mágicas le permiten mantener con vida a su inocente cautivo. Padilla, descubre que su voluntad e inteligencia, están confiscadas, que es un ladrillo más dentro de una estructura que ha desvalorizado la vida por completo. Sólo el amor por los suyos le mantiene en pie como débil esperanza.

A diferencia de Padilla, un inocente hundido por la maldad caprichosa, la mayoría de la población, pudo salvar el pellejo colaborando con el enemigo y vendiendo a sus propios compatriotas. En términos pragmáticos salieron bien; aunque en términos morales, religiosos y éticos le vendieron el alma al Diablo.

El jugador de ajedrez es una película que a nosotros en la hora actual venezolana, donde la confusión reina junto a un desaliento vital quebradizo, nos hace falta verla para mirarnos en el espejo de otras realidades pasadas y entender que políticamente como ciudadanos no podemos hacer como el avestruz y que nos tocó una historia como cansancio; una historia como daño a la que estamos obligados a sobrevivir sin renunciar al decoro.

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