Laura y Petrarca
El acto de mirar a Laura es el otro elemento con el que Petrarca construye su mundo alegórico, pues la epifanía nace del deslumbramiento que nos produce la contemplación del ser amado.

Especial para Ideas de Babel. Releo una bella edición de Le Rime, de Petrarca, publicada por Casa Editricce Marzocco, Florencia, 1937, al cuidado de Benedetto Brugioni, quien las seleccionó del Canzionere. Impresionado por la lectura y las sabias notas de Brugioni, vuelco algo aquí. Las Rimas están impregnadas por el sonido de esos suspiros que arden en el corazón del poeta: recuerdos, visiones, sueños, lamentos y remordimientos. Resumen la dolorosa historia de un amor soñado y atormentado, que duró toda su vida,  reducida a su latido más íntimo y más sentido, el trabajo constante del poeta, y que se expresa en esa  calma y esa onda musical cálida, que es una de las características más singulares de la poesía de Petrarca. La voz que se levanta de esta lucha interior son ecos de una suave melancolía que rezuma toda Le Rime, y culmina en la segunda parte —con la muerte de su amada Laura— en la cual la hermosa muchacha de Avignon, es transfigurada en una dulce y suave figura de ensueño. Y contemplada y cantada con sencilla intimidad. El poeta toscano, dolorido, calla los importantes hechos ocurridos mientras vivía la bella mujer.

El acto de mirar a Laura es el otro elemento con el que Petrarca construye su mundo alegórico, pues la epifanía nace del deslumbramiento que nos produce la contemplación del ser amado. Como si se tratara de un abrir los ojos por vez primera, la mirada crea el mundo, lo ilumina y lo hace latente. El canto que da vida, es decir, la poiesis, emerge de los ojos: «Si Virgilio y Homero hubiesen visto / aquel sol que yo veo con mis ojos, / todas sus fuerzas para darle fama / habrían puesto, mezclando los estilos.» Existe un desbordamiento tan intenso que un estilo sería insuficiente para expresar esa belleza rodeada de misterio.

Ese instante amoroso de mirar que nos lleva a la contemplación estética es doble, ya que la mirada captura pero también es capturada. Por ello, el lance amoroso se representa como un intercambio de miradas para contemplar y al mismo tiempo estar en el mundo del otro. Aquel 6 de abril de 1327 dará pie al poema III del Cancionero que nos situará en este juego de la mirada: «Era el día en que al sol se le nublaron / por la piedad de su hacedor los rayos, / cuando fui prisionero sin guardarme, / pues me ataron, señora, vuestros ojos». El poeta marca el contraste entre la pérdida de la visión ante la oscuridad del día por la muerte de Cristo con la iluminación por la presencia de Laura.

Por otra parte, la mirada de la mujer querida nos aparta del mundo y de nosotros mismos: «Los ojos que cantara ardientemente, / y los brazos, las manos, pies y rostro, / que tanto me apartan de los otros». El sentimiento amoroso es soledad, ausencia de los demás e incluso de nosotros. La captura nos abstrae y nos confronta con nuestra verdadera existencia. Recordemos que para Petrarca el sentimiento amoroso es una forma de la trascendencia y por lo tanto liberación.

La ausencia de uno mismo se une a la virtud de Laura que puede observarse a partir de la templanza aristotélica para formar todo un espectro de misticismo. El equilibrio entre belleza y castidad nos coloca en el lugar del aura de lo sagrado debido a la tensión construida por el deseo de prohibición y de trasgresión: «Dos grandes enemigos se juntaron, / Belleza y Castidad, con paz tan grande / que nunca rebelión sintió aquel alma / después de que consigo fuesen juntas… La templanza también flota: La flor antigua de armas y virtudes / ¡qué estrella tan igual tuvo con esta / nueva flor de recato y de belleza!» La descripción de la amada como una flor de armas y virtudes se asemeja paralelamente a la flecha que hiere y la red que cautiva por sus bondades. Desde aquel día, la mirada de Laura nos conmueve tan certeramente por representar esa flor extraña, imposible y fulminante del deseo y del recato.

Si Laura no hubiese caído, el Cancionere jamás hubiera alcanzado la sensible y divina belleza del sueño, porque la muerte de la amada criatura genera en el corazón del amante una tristeza lánguida y delgada, un dolor lento, penoso y duradero.

 

 

 

 

 

 

 

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