Bota de guerrillero 1
Antes de llegar a esa población, Pedro tomó una carretera de tierra por la que fueron ascendiendo hacia el interior de las montañas.

El mundo de Alexis Urbina habría podido continuar siendo igual al de todos los días desde que llegó a casa de su tía Mercedita: echado en las tardes en una cama, tratando de sintonizar en el radiorreceptor alguna de las emisoras colombianas que ofrecían, entre publicidad y noticias, los acostumbrados programas musicales con sus tandas de melancólicos bambucos, que a su regreso a Venezuela lo conectaban con la reciente vida que había dejado truncada en Bogotá. Para agitar el fuego del recuerdo colocaba sobre la mesa de noche, contra el pie de la lamparilla, la fotografía de Javier y por entre el follaje espeso del despecho, contemplaba el rostro de sonrisa a medias, en cuyo rictus se enroscaba una cierta amargura a pesar del esfuerzo por aparecer alegre. Era el escaso recurso de hacerse sentir que todavía estaba allí en Santa Fe; que el viaje de regreso había sido un deseo angustioso de su padre, al que se había sometido sin darse cuenta de que auspiciaba la muerte de uno de sus tantos destinos, y que daba sus primeros pasos de entrada a otro ámbito que lo alejaba de lo que había sido el inicio de una experiencia amorosa que apenas aprobaba la pedagogía del beso. Podía —pensaba— lanzar al aire la novela Narciso y Golmundo que lo tenía en absorta instrucción literaria de su propia vida e irse a la avenida séptima a buscar a Javier Gaitán, seguro de encontrarlo por los lados del hotel Tequendama, merodeando con la certeza de pescar un cliente y enderezar el día; pero las fuerzas que lo sacaban del camino para imponerle una nueva ruta ya habían iniciado el viaje real, mientras él, en casa de su tía, andaba en uno imaginario que lo situaba en la pensión de la calle once, donde había vivido en Bogotá, desde donde bajaba a la séptima, seguro de que Javier, en ese momento, habría logrado la presa; posiblemente, alguien alojado allí mismo en el Tequendama, que lo conducía a su habitación y que contemplaba cómo el garzón violaba los preámbulos del protocolo y caminaba desnudo hasta el lecho, por sobre el rojo líquido de la alfombra.

Cada tarde de sesión, tenía que convencerse de que estaba en casa de su tía Mercedes, a interminables horas de distancia de Bogotá, abatido en la cama, sofocando con la mano el zureo mensajero de la apetencia, hasta aquella tarde única que le tenía listo el calzado con que comenzaría a dejar otras huellas:

—¿Dónde está Alexis? —Era la voz del tío Arnoldo que llegaba desde la sala de estar sin que Alexis imaginara que, en unos instantes, se convertiría en sala capitular. La voz del tío, que en momentos de tensión se bamboleaba entre lo atribulado y lo quejicoso, se encadenó con la música intermitente de un bambuco que, de pronto, descendió al receptor, levantó la cresta sonora e interceptó las confidencias con que el tío liquidaba la función auditiva de la radionovela vespertina que Mercedes, encostrada en su silla de extensión, no podía perderse a riesgo de que se le descontrolara el reloj interno. Pero el peso del alijo del tío hizo que Mercedes apagara el aparato de un manotón y Alexis pudiera escuchar las invocaciones de la tía a Dios. Algo inusual ocurría como para que ambos se acoplaran en esa polifonía de gritos y susurros, y Alexis, que estaba descalzo, se calzara las botas frazani de excursión al tiempo que abría la guardia para ampliar sus capacidades y entender qué era lo que lo hacía una presencia importante en medio de aquel estrépito; aunque la rápida exploración de sus no muy alejados itinerarios, cuando vivió en Caracas, le hacían cómplice de algunas aventuras y de unas cuantas fechorías a las que las distracciones de su alma no habían dado la debida importancia. Después de todo, su partida a Bogotá no fue para cumplir con un programa de estudios, sino que salió para dejar congeladas las superficies de dos hechos principales que, de alguna manera, se habían enmarañado en sucesivas redes sociales, abriendo varios centros de enfrentamiento que ante la más mínima fisura, expelerían un chorro de aguas negras que cubriría todos sus disfraces. De ambos hechos, el primero —aunque la familia doliente lo buscó para matarlo por haber desgraciado un matrimonio— podía darlo por terminado, pues los acuerdos amorosos a los que se sometió –gracias a su indecisión– fueron tan efímeros como el tipo de amor carnal en el que no podía ubicar su sexualidad con la amante seductora; el segundo, por ser parte de una plataforma de delatores, imponía un juego en el que no tenía ningún control y cuya vigencia siempre lo había dejado disponible, sin precisar cuándo y dónde los camaradas habían iniciado su búsqueda para devolverlo a la doctrina que predica la salvación del mundo y la construcción del hombre nuevo. Ahora su tío le traía una versión de las andanzas, preparada con el propósito de reclutarlo bajo engaño.

—¡A usted lo acusan de asaltante, de terrorista peligroso y hasta de criminal!, lo acabo de oír en la radio.

No le cabía duda de la connivencia de su tío con los camaradas, a pesar de reconocer, sin confesiones, que alguno de los cargos era cierto. Sí, era verdad que había pertenecido a una organización clandestina en la que por estar forcejeando su libertad de una mujer que lo amó con ardor felino, no tuvo tiempo de adentrarse en los sistemas operativos del grupo; aunque sí participó en el asalto a una joyería en la que no pudieron robar los relojes destinados a los gloriosos camaradas que estaban en los frentes de lucha en las montañas. De la militancia ejercida en la superficie de una vida universitaria, se fue vinculando a los servicios clandestinos de la organización —a su unidad fundamental llena de listos individuos, llamada célula— gracias a la manipulación seductora de una compañera que le reveló el secreto profesional de pertenecer a un grupo reducido que era la crema del ideal revolucionario:

—Te lo confieso porque eres mi amigo… porque te quiero mucho.

Es la rutinaria pieza de cubierta a una loca declaración pasional para la que, pese a la edad, estaba preparado gracias al excedente táctico de las clases magistrales de amor y sexo que le había ido dando la mujer que lo hizo salir disparado a Bogotá. De manera que no fue el erotismo el que lo hizo llegar a la élite de la guerra como continuación de la política por otros medios; sino que el ciego río de su destino andaba buscando el viejo cauce que retomaría en el futuro cercano. No duraría mucho tiempo en esas unidades de combate urbanas; pero fue suficiente que participara en varias acciones como para que la intención de abandonar ese camino pusiera en riesgo su vida, pues la secta no permitía que se le escapara un miembro por renuente o traidor que fuera: cada falta contaba con su respectivo castigo, incluyendo el viaje al Más Allá.

Sin peligro de ninguna pérdida —eso creía— y sintiéndose calificado para su defensa, se fue a la sala para hacerse testigo de la impaciencia del tío por saber dónde se encontraba.

—Aquí estoy —dijo.

—¡Diga si es o no cierto lo que han dicho en la radio! —dijo Arnoldo con un tono de enojo que sobrepasaba el tipo de relación lejana que habían mantenido.

—¿Qué han dicho en la radio? Sólo oigo las emisoras colombianas.

—¡No se haga el gracioso que no estamos para bromas! —dijo en busca de alianza con la mirada extraviada de Mercedita.

La mal formada sensibilidad de Mercedita era de fácil acceso al aspaviento, y la energía del espectáculo inspirador puesto en escena por el tío, le había fortalecido las conexiones de ciertas fibras de emoción novelesca:

—¡Es que no puedo creer que usted haya sido capaz de semejantes maldades! ¿Y ahora qué será de mí?

—No veo la relación —dijo Alexis, a la usanza que tenía de responderle a Mercedita cuando se apropiaba de la vida ajena para hacer de la de ella un caos y después culpar a los demás.

—¿Sí es o no usted culpable de lo que lo acusan? ¡Dígalo de una vez para tomar medidas! —dijo el tío, reflejando la lenta circulación de la sangre en la epidermis amoratada, arrugada y flácida del rostro.

—No soy culpable de la manera como usted dice que anunciaron en la radio. No soy un criminal.

—Pero usted pertenece a una organización subversiva, así lo acusan.

—Mejor dicho: pertenecí a una organización de la que me separé por desacuerdos contra la forma como actuaban.

—¿Cómo actuaban? —preguntó Mercedita.

—Criminalmente —respondió el sobrino.

—¡Jure que no ha cometido ningún crimen contra el prójimo! —dijo Mercedita.

—No tengo por qué jurar ante lo que me siento seguro. Si ustedes no creen en mi palabra, no haré ningún intento por convencerles.

—Ya es suficiente con que usted haya pertenecido o pertenezca a grupos que están alzados contra el gobierno. ¿Usted no se da cuenta de la magnitud de la situación? —dijo el tío alzando la voz en falsete.

—De lo que sí me doy cuenta es que detrás de toda esta trama hay algo sucio que ahora no puedo aclarar. Llegará el momento en que, sin ningún esfuerzo, me entere de cómo y quién tejió todo esto.

—Usted no llore, Mercedes, que este es un asunto entre la sensatez del muchacho y la seriedad con que tenemos que afrontarlo. Le repito: en la radio se dijo que usted pertenece a grupos armados dispuestos a derrocar al gobierno.

—Yo para lo único que estoy dispuesto es a irme de este país. Quiero regresar a Bogotá, esa es la patria de mi corazón.

—¿Y usted imagina que podrá salir del país sin que le echen mano en alguna alcabala o al tratar de cruzar la frontera?

—Cierto. Olvidaba que los trinitarios dicen que Venezuela es el país de las alcabalas —respondió, tratando de detener los avances irritantes del tío.

—Lo andan buscando para detenerlo. Tiene que salir de esta casa ahora mismo. Arregle sus cosas y véngase conmigo, que yo lo llevaré a un lugar seguro.

Mejor era cargar con un equipaje mínimo. Hasta la foto de Javier podía esperar en la gaveta de su mesa de noche para cuando pronto regresara; pero no dejó de parecerle sospechoso el que su tío tuviera la cadena clandestina tan bien aceitada. Después de todo, su tío sí era parte importante de la izquierda; lo que no sabía era hasta qué punto estaba inmerso en la insurgencia y todo —como en efecto lo fue— podía ser una treta para atrapar a un tonto más en las filas de una raquítica lucha armada en las montañas. El sitio “seguro” fue primero una finca rústica en un lugar desolado, lejos de la ciudad, en donde estuvo una semana para posteriormente —y con la desaparición total del tío— iniciarle un ruleteo a cargo de unos personajes que se identificaron como miembros de las Fuerzas Armadas de Liberación de Venezuela. El boquete estaba abierto y la oscuridad más allá del muro no permitía el menor vislumbre. Había caído en una trampa.

Una noche lo vinieron a buscar a uno de los escondites moluscos y lo trasladaron vendado a otro lugar por una carretera poblada de curvas. Por fin, en el país de las alcabalas no había ni una en el trayecto. Avanzada la noche, sintió la presencia de un lugar frío, apartado y solitario. Sólo cuando el auto se detuvo, el camarada chofer le quitó la venda en la oscuridad de un pueblo con alumbrado sometido a la escasez. El cielo fulgía pleno de estrellas y la nostalgia lo acercó a la memoria de cuando su padre le mostraba las constelaciones y le decía: “Aquella estrella es Aldebarán, la más brillante de la constelación de Tauro”.

El camarada —de quien nunca supo el nombre, además de que era inútil saberlo en medio de la abundancia de seudónimos— se detuvo frente a una casa de un largo paredón, con una puerta cochera por entrada, restos de alguna casa de hacienda en un pueblo en donde el ruido del carro no parecía molestar ni a los últimos fantasmas de la noche. El camarada llamó quedamente al habitante de la casa:

—¡Señora Sosia, señora Sosia, ya estamos aquí! —Y como si los estuviera esperando con aviso de años, la puerta chirrió, fue abierta cautelosamente y una mujer menudita, apenas esbozada en la oscuridad, dijo:

—¡Pasen adelante!

Entraron escurriéndose por la rendija que exhalaba aroma a pan recién hecho. Cerca del amanecer, Sosia tuvo listo el desayuno para el camarada itinerante, quien se marchó a punto del alba, antes de que el último canto de unos gallos lejanos cerrara la alcazaba al festín de los fantasmas.

La señora Sosia era un fantasma más que aparecía y desaparecía entre los vahos del pan, sin dejar rastro en un espacio y un tiempo que eran su eternidad. La señora Sosia. ¿Adónde había llegado él?

—Burbusay es el pueblo de las flores —le dijo cuando tomó más confianza. —El señor Filadelfo es el presidente de la Feria de las Flores. Él tiene muy buena mano para cultivar las mejores rosa s que se hayan visto–. Y en el fondo del solar se oía el ulular del viento que corría a zancadas para irse a estrellar contra los cercanos cerros de escasa vegetación espinosa, en donde por doquier no había ni una flor.

Después de ese intercambio, la señora Sosia desapareció en los recovecos de la oscura casa. Las comidas las encontraba servidas en la mesa del comedor y, de vez en cuando, sobre todo en las noches, oía toser a alguien y le parecía que en el silencio se filtraba la voz de un hombre y las risas de unos niños que correteaban por el corredor y los patios. A los días vino a buscarlo otro emisario; se hacía llamar Pedro. Era alto, flaco, joven, sonriente y aunque tenía un marcado acento caraqueño, vestía de paisano ensombrerado y podía transformar su habla capitalina en el más castizo tono trujillano. Por lo visto, la señora Sosia era un miembro añejo de la organización. Con la naturalidad de quien recibe una encomienda, abrió la puerta cochera e hizo que Pedro estacionara el rústico.

—¿Ya usted comió, Pedro?

—Todavía no, señora Sosia.

—Pues termine de entrar para que coma algo.

El resto del día, Pedro se aplicó a hacerle unos arreglos al vehículo.

—Esta noche nos toca un viaje arrecho, camarada. A propósito, ¿cuál nombre te vas a poner?

—Alexéi.

Apenas oscureció, se aprestaron para el viaje. “¡Qué Dios los lleve con bien!”, dijo la señora Sosia al cerrar la puerta.

Salieron de un Burbusay envuelto en niebla. Al pasar por la casa del señor Filadelfo, crujió el postigo de una ventana y en un momentito, estaban en la carretera principal con dirección a Boconó. Antes de llegar a esa población, Pedro tomó una carretera de tierra por la que fueron ascendiendo hacia el interior de las montañas. Amanecía cuando Pedro le dijo:

—Ya estamos llegando. Este pequeño caserío se llama El Santuario. Aquí tenemos un puesto de avanzada; pero más adentro, a cinco horas de camino, está un primer campamento, donde se encuentra Unicornio, el jefe máximo, y más allá, a unas cuatro horas, está otro campamento, bajo el mando del comandante Antonio. “Pero ¡mira!”, dijo Pedro señalando hacia adelante. En medio de la carretera estaba un joven guerrillero, armado con ametralladora. Pedro estacionó frente a una casa de bahareque.

—Aquí traigo el encargo —dijo Pedro.

—¡Bienvenido, hermano! Soy Felipe Vergara —le dijo, dándole un abrazo.

—Y yo soy Alexéi.

 

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