Jacobo Fijman
En su traumática vida, motivo poético y delirio se fueron fusionando.

Hay hechos que de tanto murmurar devienen símbolos, vertebran la crónica oculta, entregan una melodía insidiosa tras las historias oficiales. El aniversario del atentado a la AMIA apenas puntúa una fecha periodística en la cartelera, pero tiene el negro resplandor de esa corriente subterránea. Es difícil no enhebrarlo con otras fechas nefastas. En la ‘Semana trágica’, que cerró la segunda década del pasado siglo con una nueva violencia social, el antisemitismo estaba entrelazado con la oligárquica Liga Patriótica y la Juventud Radical; en los años treinta, junto al impacto del famoso congreso eucarístico mundial en Buenos Aires, se expandió la frondosa prensa antisemita que colmaba la ‘década infame’. A finales de la misma, en el Luna Park, se organizó la concentración nazi más numerosa del mundo fuera de Alemania. En la siguiente, el nazismo permeaba profusamente los servicios diplomáticos y de inteligencia argentinos, y desde la derrota del eje estimulaba el refugio de notorios criminales de guerra. En la nación crecía una orgánica intelectualidad fascista, raigalmente antisemita, que no era marginal (Gustavo Zuviria, antisemita autonombrado Hugo Wast para homenajear el espíritu alemán, fue ministro de cultura por largos años; los periódicos antisemitas tenían alta circulación; la primer novela antisemita databa del siglo XIX). Esa serie indica un derrotero silencioso de malignidad social, un aura de prejuicios que no podía ignorarse, a menos que se adhiera a ellos en sordina.

La violencia excluyente tiene fuentes arcaicas en Argentina, y antes de aquella semana trágica (primer y único pogrom del hemisferio), puede recordarse que la población negra desapareció en la sucesiva infantería de las guerras (los gauchos no luchaban a pie hasta la Guerra del Paraguay); que la población india fue exterminada por el ejercito en la conquista de las provincias del sur y del norte, y habían dejado a Ceferino Namucura, un santito beatificado, como humillante coronamiento del exterminio; que durante la dictadura militar fue el único ejercito regional que robaba sistemáticamente bebés y hacía desaparecer selectivamente a sus prisioneros judíos.

Como la historia oficial es engañosa, la individual y colectiva se alimentan de mitos, y la memoria cultural, una trasmisión recalentada, proviene del arte de la voz escarlata de esa larga experiencia.

Para asombrar con la atrocidad del siglo XIX, un cuento de J. L. Borges trata ‘el degollador’, diestro y afable verdugo de las montoneras, y G. Hudson escribió La Tierra púrpura, titulo justo para indicar aquella barbarie, que también traslucen las crónicas de Lucio V. Mansilla y los versos de José Hernández. En el siglo XX, Roberto Arlt o Jacobo Bajarlia mostraron esa ominosa herencia en la vida urbana. La ficción literaria suele dar cuenta de esas espinas de la mala memoria: la mentira de la creación ilumina entonces la verdad. El trauma sembrado, la marca escrita en la piel del alma, deviene genuino testimonio histórico. El Caso de Jacobo Fijman, que aparte del más reciente Viel Temperley, es considerado testimonio de poesía mística argentina, ilustra en escorzo esa memoria ignorada.

Una vida difícil

En la literatura argentina no hay ejemplos de mística relevantes, exceptuando algunas pretensiones religiosas, el éxtasis con arcaísmos lingüísticos o el surrealismo cuando subvierte con énfasis taciturno los sentidos. Puede destacarse en posición de genuina entrega mística a Jacobo Fijman, judío nacido en Besarabia en 1898 que perfeccionó un minucioso calvario. Es difícil separar su vida de su poesía y el aura de penosa espiritualidad que cruza el ímpetu surrealista con sus devociones. Había llegado a los cuatro años, después de la emigración de sus padres en busca de sustento, y a ese desgarrado comienzo se sumó una infancia miserable en la Patagonia, donde su padre era obrero del ferrocarril. Después de la educación provincial y una afición solitaria al dibujo, había abandonado temprano su familia para estudiar en Buenos Aires profesorado de francés. También leyó filosofía, literatura antigua, estética y se sostenía tocando el violín en las calles. Recorrió el interior, fue peón rural, hachero en los montes paraguayos, vagabundo en las ciudades, y adivinándose poeta escribía para la incipiente prensa judía. Tuvo una entrecortada vinculación con el Grupo Martin Fierro, donde logró la atención de J. L. Borges y Oliverio Girondo. Su estoica pobreza alternaba el violín de calle con algún empleo informal.

En 1921 ocurrió un hecho fatal, agravado por aquel desasosiego social que dos años atrás había dejado la ‘Semana trágica’: fue detenido arbitrariamente por la policía. La institución estaba presionada de alerta cívica contra los ‘rusos’ y en la comisaría recibió muchas golpizas. Cuando días más tarde su padre lo fue a buscar, estaba delirando una mezcla mística y socialista. Había organizado su feroz maltrato como un martirologio, y se definía como Dios, el Cristo Rojo y el Mesías. Internado por muchos meses sufrió aislamiento y electroschoks. Desde entonces padeció periódicamente de crisis delirantes, crueles internaciones, y temporadas poéticas que editó en tres libros de ímpetu surrealista y místico: Molino Rojo, 1926, Hecho de Estampas, en 1929, y Estrella de la mañana, en 1931. Ese año fue bautizado y empezó a predicar sus epifanías cristianas, de marcados rasgos judíos (sostenía que no había dejado de ser judío). De aquel maltrato que disparó su primer delirio, dejó testimonio una novela breve, Dos días, que había publicado en Critica en 1927, donde está casi marcada la brutal paliza y el deseo de ordenar un sentido de manera delirante: “yo soy Moisés con su cayado (…. ) con él voy a alucinar a los que pegan a mis judíos”.

Viajó a Paris, conoció a Bretón, Eluard y Artaud, en cuyo espejo no se reconoció. Leopoldo Marechal lo había incorporado en la Revista Martin Fierro, y Natalio Botana en la sección arte de Crítica. Colaboró en la revista judía Vida Nuestra y en Mundo Argentino, bifurcación que quizás no era azarosa. La integración nacional optimista, que había iniciado Alberto Guerchunoff, tenía en Fijman una tensión patológica desbordante. Carlos Grunberg, el notable autor de Mester de Judería, fue largamente su amigo y acostumbraba también charlar de arte con Quinquela Martín en el café Tortoni, pero su debate interior lo fue dejando solo (“Demencia, el camino mas alto y mas desierto”, dice uno de sus versos). En su traumática vida, motivo poético y delirio se fueron fusionando. Fue un ícono de la condición maldita en dos novelas de Marechal, y luego de su muerte en otra de Abelardo Castillo, y recientemente en la obra de teatro Yo soy Fijman, pero vivo sus poemas aparecieron en antologías dispersas, mientras su ausencia se hacía un lugar común.

Después del bautismo había sido recibido calurosamente por la intelectualidad católica, escribía en la revista Criterio y predicaba como Dios o el Mesías, mientras ocupaba en Avenida de Mayo un altillo abarrotado de estampas y libros. Concurría obsesivamente a la Biblioteca Nacional, hasta que en 1942 (en pleno fervor nazi mundial) Gustavo Martínez Zuviria, el magistrado antisemita, le prohibió la entrada. Sumido en una crisis, deambulaba por la ciudad hasta que la policía lo atrapó. Quizás fue la segunda escena de su trauma. Violentamente internado, lo trasladaron y sometieron reiteradamente a electroschocks hasta que perdió toda dimensión de realidad. Sin lazos externos, se disolvió en instituciones psiquiátricas durante los restantes treinta años, aunque en sus últimos tiempos emergió en entrevistas impregnadas de poesía y delirio.

En esa breve recuperación pública, obtuvo algún reconocimiento que sorteaba su condición enferma. En una emisión cultural del canal 7 observó en vivo que “todos los domingos, en misa, los sacerdotes comen mierda”. Fue su escándalo psicótico final, ese mismo año 1970, enfermó los pulmones y falleció en el Instituto Neuropsiquiátrico Borda.

Alcancé a verlo, durante una pasantía en Borda, meses antes de su muerte: un rostro dulce y gastado, sin presunción de poder, santidad delirante y mansa. A pesar de las menciones a un cristo victimizado y de su alta penuria mística como mesías o como mensajero divino, los fundamentos de sus colores y argumentos reproducían aquellos que Gershom Sholem había notado propios del judaísmo. Un estudio de Sholem había observado que el mesianismo era la única fuerza capaz de abrirse paso como herejía sin salir del orbe judío.

Hector Viel Temperley, el otro místico reconocido de Argentina, era su antípoda social, con lacónica prosapia inglesa y fortuna rural. Católico de cuna, su último poemario, Hospìtal Británico, trata, sin embargo, la semblanza del Cristo Pantocrático de los Cristianos Ortodoxos, un cristo ataviado como un monarca en afirmación triunfante. Es el otro poeta místico del país, y también huracanaba poesía y enfermedad; pero el misticismo de Fijman era un mesianismo en sufriente derrota.

Estas dos posiciones indican algo de esa corriente subterránea que atraviesa lo indecible argentino. En la mística, como en la poesía, hay un afán de indicar una palpitación oculta, o como decía Borges del hecho estético “la inminencia de una revelación que no se produce”. Ahí también sucede lo no reconocido, aquello que las comunicaciones sobre ‘realidad nacional’ omiten o desdibujan. Por ejemplo que menos de dos años antes de la paliza de Fijman los barrios judíos habían sido arrasados, hubo miles de muertos no contados, torturas y violaciones calladas por la historia oficial. Son recientes los estudios de esa descomunal masacre, y aparte de archivos polvorientos de la ‘Semana trágica’, solo queda la voz tenaz de la locura mística de Fijman.

Algunos estudiosos observaron en la original, solitaria y rigurosa poesía de Fijman, un uso de imágenes de notable fuerza poética. Una disposición general que cruza las sensaciones, fenómeno propio de la sinestesia, alteración neurológica característica de algunos trastornos mentales. También es uno de los atributos de la poesía simbolista, y de la sensibilidad literaria en general, aquella que hizo decir a Nabokov (que padecía o disfrutaba de sinestesia) que “la prosa de Stevenson tiene gusto a vino”. En el caso de Fijman, los fenómenos elementales de la enfermedad y la oferta libre de senestesia se superponen en una combinatoria de extraordinaria libertad para tratar lo concreto, la centellante dispersión de su experiencia, pero el conjunto tiende al mapa, traza el esbozo de una metáfora de la violencia.

*Publicado originalmente en www.viceversa-mag.com

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