Tres estudios para un retrato de George Dyer 1
‘Tres estudios para un retrato de George Dyer’.

El mercado de arte contemporáneo continúa apostando por Francis Bacon. El 17 de mayo los coleccionistas acudieron a la subasta Christie’s en Nueva York, atraídos por el tríptico Tres estudios para un retrato de George Dyer, adquirido por la suma de 51,7 millones de dólares.

En noviembre de 2013, un coleccionista pagó 142,5 millones de dólares por otro tríptico del pintor: Los tres estudios de Lucian Freud, convirtiéndose en el cuadro más costoso subastado hasta la fecha.

Dichos retratos obedecen a la íntima amistad de Bacon con ambos modelos. En 1951, Bacon realizó un retrato de su amigo Freud, identificando por primera vez al modelo en el título de sus obras, como para que no quedara duda de la identidad de ese rostro en trance de desdibujarse. Más tarde explicaría la brusquedad con la que, desde entonces, desechó los convencionalismos y apariencias del retrato: “La mayor parte de un cuadro siempre es convención, apariencia y eso es lo que intento eliminar de mis cuadros. Busco lo esencial, que la pintura asuma de la manera más directa posible la identidad material de aquello que representa. Mi manera de deformar imágenes me acerca mucho más al ser humano que si me sentara e hiciera su retrato, consigo una mayor cercanía mientras más me alejo», escribió Gilles Deleuze en 1984 (Francis Bacon. Logique de la sensation). El pintor figurativo Lucian Freud, nieto de Sigmund Freud, representa junto a Bacon la corriente del retrato conceptual.

La historia con George Dyer que se inicia en 1963, es más compleja y escabrosa. Dyer era un delincuente oriundo del East End en Londres, un joven que detrás de su contextura atlética escondía una mente torturada y vulnerable. Según amigos cercanos, Bacon lo conoció una noche en que sorprendió a Dyer robando en su estudio, pero en su borrachera, en vez de enfrentarlo o llamar a la policía, hizo amistad íntima con él, protegiéndolo desde entonces. Dyer se convirtió en su modelo hasta el día en que se suicidó en París en 1971, después de una discusión con el pintor.

Michael Peppiatt, otro de sus amigos y autor de la biografía Francis Bacon. Anatomía de un enigma, lo describe así: “Encantador y seguro de sí mismo, con una vena sadomasoquista, llevó una vida siempre encaminada a los extremos”. Peppiatt describe los excesos del pintor, su fascinación por Proust, T.S Eliot, Tiziano o Velázquez, así como su atracción por lo mundano, que lo convirtieron en una leyenda entre las mujeres de los clubes nocturnos londinenses, tanto como sus borracheras y orgías sexuales con mujeres y hombres.

Descifrando el enigma Bacon, Peppiatt desnuda las compulsiones del artista, refiriéndose a su inusitada pasión de observar los animales para comprender y plasmar en sus telas al hombre, como ser instintivo e inhumano. Para Bacon, “la civilización encubría una maraña de furia y bramidos de miedo escondidos en la mayoría de los seres humanos».

En el valioso ensayo de Adolfo Vásquez Rocca Francis Bacon. El cuerpo como objeto mutilado, el autor analiza el discurso con el que Francis Bacon, durante más de medio siglo, fue creando una serie de cuerpos crucificados, contorsionados, mutilados, deformes, con rostros en el límite de la desaparición, que lo convirtieron en un referente crucial de la pintura posterior a la Segunda Guerra Mundial: “Cuando los basamentos modernistas parecieron desfallecer, Bacon pone de manifiesto el choque de fuerzas que se origina en el mundo occidental: por un lado la vertiente racionalista, por otro, la vertiente organicista, en el centro Bacon, sosteniendo en espacios ascéticos los cuerpos que se desmiembran en esa lucha por la fijeza, por la estabilidad jamás conseguida”.

Bacon desacraliza el cuerpo humano, pintando lo abyecto e innoble que mora en el interior del individuo, eso mismo que los totalitarismos del siglo XX han extraído de lo más oscuro del corazón de los hombres.

En los retratos conceptuales pintados por Bacon, el rostro humano es representado en plena disolución, con la intención de que, apenas sea reconocida la identidad del sujeto, sus rasgos, su yo, comiencen a borrarse, a desdibujarse. Rostros clamando a la nada, figuras desmembradas o animalizadas que Bacon pinta con obsesión serial, representan el dolor y el horror del siglo XX. A la vez repulsiva y fascinante, la obra de Bacon refleja el desmembramiento de las certezas del mundo actual.

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