William Faulkner
Sus novelas están construidas, con una confluencia de voces que pretenden alcanzar la verdad, pero se extravían regresando al mismo punto de partida, para volver a empezar y tejer de nuevo los senderos del carácter.

Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor.

William Faulkner

Especial para Ideas de Babel. El tiempo en la memoria ha de representarse de manera fragmentaria, robándole al acontecimiento de la realidad lo que más se obstina en preservar o aniquilar con celo obstinado: su protagonista en vilo. El mismo donde ahora transita el acontecimiento es debilitado por el fluir de los segundos y nos olvidamos hasta de nosotros mismos. La conciencia y los sentimientos prometen guardar u olvidar esa otra parte que somos y fuimos, dependiendo de la circunstancia intensa de lo vivido, aquello inconfesable, inestimable o innombrable, que nadie más debe saber, porque es muy preciado lo que atesoramos. El tiempo nos hace recordar de forma tergiversada. Aun sin pensarlo, aun sin sentirlo, aun sin siquiera haber ocurrido, lo inevitable nos condena. El acecho somete al asombro cuando salta sobre nosotros, y entonces, ya no hay posibilidades de reaccionar.  El psicótico termina por creer en la verdad de las alucinaciones hasta ponerse en peligro. Porque a veces las determinaciones, o los juramentos de la conciencia, no sirven de nada ante la trama compleja de la realidad que nos glorifica o  anula en el momento menos esperado. ¿ Somos prisioneros de un Dios o de un arquetipo que desconocemos?

La nostalgia quiere regresar a aquel momento de plenitud y felicidad, el tormento quiere desterrar la huella del pasado que acosa a  la conciencia como un estigma que nos sumerge en el túnel de la inconsciencia. En ambos senderos la vida sigue siendo un atavismo que le otorga un misterioso sentido al ser humano. Pero es muy probable, que haya una dimensión donde también estamos y somos por igual, o más todavía. Ese tiempo sin tiempo en el que somos absolutos, conformes, como un poema impecable. Por eso, todos queremos quedarnos en la primera vez,  o regresar a ese instante para cambiar el curso del destino. La existencia parece una perfecta continuidad, pero no lo es. Es sólo una ilusión o un espejismo. Siempre algo queda por fuera, más allá de la conciencia. Se escapa y no lo podemos alcanzar. Así, nos marchamos del mundo sin terminar nuestra obra.

La ficción narrativa promete con el develamiento continuo hacer creer que lo oculto o lo secreto, que ha sido sustraído de la penumbra inconsciente, alcanzará la claridad o la luz de la incandescencia al ser mostrado a los lectores o a los espectadores como algo que ha sido purificado y ungido. El engaño artístico nos deleita y, por momentos, dejamos de padecer en la disolución de nuestra personalidad. Cuando en la oscuridad o en el embeleso nos convertimos en el otro, en el personaje. La plena inmensidad se realiza en el instante absoluto que conquista la imaginación. Una obra de arte tiene la capacidad de condensar el tiempo real. Una hora de historia reúne la eternidad toda. Quizá por ello  el continuo narrativo de la ficción termina por ser un espejismo de una totalidad que no existe. Pero sin embargo, una vez inmerso en el arte de la representación ideal, abolimos nuestras carencias. Una ensoñación que concluye con la lectura de la última página de una novela o al contemplar la secuencia final de esa película que nos cautivó, o la escena cumbre de esa pieza teatral que nos arrebató en una noche de aguacero.

El novelista norteamerican William Faulkner advirtió esta singular y compleja estructura que edifica a la condición humana en la saga de todos sus novelas porque decidió explorar los vacíos, las ausencias de la mente y el espíritu con un narrador múltiple, que tiene como objetivo estelar, rescatar las piezas que se extraviaron. “Creo que ningún individuo puede contemplar la verdad. Nos ciega. Uno la contempla y ve tan sólo una fase. Otro la contempla, y ve otra fase ligeramente descolocada. Pero si se toman todas juntas, la verdad se encuentra en lo que ven todos ellos, aunque nadie haya visto la verdad intacta”, dijo William Faulkner. Sus novelas están construidas, con una confluencia de voces que pretenden alcanzar la verdad, pero se extravían regresando al mismo punto de partida, para volver a empezar y tejer de nuevo los senderos del carácter. Porque el sentimiento vivido es el mayor desamparo que padecen sus personajes, y para eso no pareciera haber cura. Sólo las palabras que junta Faulkner en una trepidante sinfonía promete la liberación del dolor, la desgarradura. Es el fluir del Misisipi que lo acompaña, la resolana de las tardes. Los caballos cansados que aún llevan sobre sus lomos los cadáveres o los fantasmas de los soldados muertos. William Faulkner creó un territorio en el que todo pudiera confluir de manera desnuda y juntarse sin limitaciones, sin las conspiraciones de la cultura y las costumbres, esos encierros que devastan la individualidad con amargura, resentimiento, desasosiego y profundos odios y largas tristezas. Contar lo prohibido, desenmascarar la simulación.

Yoknapatawpha fue el escenario o el condado que Faulkner inventó para espiar el alma americana y, mucho más, la humana. El mismo estampó su estrategia en un mapa y se abrogó ser su único propietario. La más ambiciosa y representativa de sus novelas, en su composición y estructura, fue Absalón Absalón. Una novela sobre la procreación de una familia condenada a la desgracia en el Centenar de  Thomas Stupen, entre los valores de la brutalidad de la esclavitud y la soberbia de un hombre que se permitió todos los abusos y todos los derechos sin ley, desde el robo, el crimen y el incesto, dentro y fuera de la enorme casa que construyó como una fallida dinastía. Mas la novela también es el testimonio de la tragedia de un país, dividido en dos bandos irreconciliables, que se disputaron el pasado y el futuro de la nación que habría de ser la más poderosa de la tierra. La guerra de secesión fue su cumbre más trágica, el disparo resonante que no cesa todavía, y no deja de alcanzar a los territorios de otros países, donde sus crisis terminan por precipitarse en guerras civiles.

Absalón Absalón fue concluida una noche de 1936. Extenuado y feliz, William Faulkner le confesó a un amigo, entre tragos del bourbon que en vida no dejó de beber y disfrutar mientras trabajaba, que había escrito una de las novelas más grandes de Norteamérica y aun de la literatura. Aunque ésta no le depararía el dinero suficiente para vivir y evitara que su corazón estallara. Su convicción no fue un acto de pedantería, sino la certeza misma de la ambición lograda. De un artista que había edificado una obra en medio de  la incomprensión estrecha, de ese entonces, en contra.

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