La bella y la bestia
Ha habido tantas adaptaciones para la gran pantalla del clásico cuento de hadas de Jeanne-Marie Leprince de Bemount.

Especial para Ideas de Babel. Antes que la famosa versión de 1991, y muchos años antes que el personaje de la bestia se fotografiara con personas y firmara autógrafos en Disney, Jean Cocteau filmó La bella y la bestia, en 1946, en Francia. Esta ha sido una de las películas con mayor magia que se haya realizado. Es todo un cuento de hadas lleno de fantasía, que con la ayuda de planos manipulados y efectos sorprendentes, nos muestra a una bestia que se encuentra sola y deprimida como cualquier hombre, e incomprendida y relegada como el peor animal. Cocteau, uno de los grandes poetas y surrealistas del cine, no intentaba hacer una película para niños. Su intención era adaptar un cuento clásico de origen francés, que sirviera como una especie de ungüento para sanar las heridas generadas por todo el sufrimiento que la II Guerra Mundial había dejado a su paso, y devolver a la deprimida Europa su capacidad para soñar.

Los que conozcan la popular versión animada de Disney reconocerán algunos de los elementos de la historia en esta nueva adaptación, pero no el tono obscuro que Cocteau le imprimió a su relato hace casi 71 años. El filme, dirigido con mucha plasticidad y alarde visual por Bill Condon, relata la ya conocida historia de amor entre el animal y la fémina. La secuencia de apertura cuenta la historia de cómo un príncipe francés, ofrecía una suntuosa fiesta en su castillo, cuando una mujer de aspecto andrajoso, le  pide refugio contra el frió a cambio de usa rosa como parte de pago por el asilo temporal. El príncipe, juzgándola por su aspecto, la echa del castillo. Es en ese momento cuando la anciana se revela como una hermosa hechicera que transforma al apuesto joven en una bestia y a todo su séquito de servidumbre en distintos objetos domésticos. Antes de marcharse, la bruja advierte a la bestia que permanecerá en su estado animal hasta que aprenda a amar, y a ganarse el amor de esa persona antes que el último pétalo de la rosa caiga.

El resto de fundamentos de la trama son los mismos. Maurice (Kevin Kline), el padre de Belle (Emma Stone), es puesto prisionero por la bestia en su castillo por arrancar una rosa de su jardín. Belle acude a su rescate y se ofrece como prisionera. Mientras todo eso ocurre, los objetos encantados del lugar conspiran para hacer que la pareja termine enamorada y se rompa el hechizo que les permita a todos, incluyendo a su amo, tomar forma humana de nuevo. A diferencia de la película de Cocteau, el metraje de Condon no desprende de sus imágenes el lirismo, ni la fuerza expresionista y surrealista, del filme francés. Lo mismo sucede con su magia, casi inexistente en relación con la del clásico animado del 91 dirigido por Gary Throusdale y Krik Wise.

A partir de ese momento toda la narración se centra en los aspectos visuales sobre los cánones tradicionales. Esto no significa que no haya mucho material para deleitarse. La dedicada dirección de Bill Condon le inyecta a la producción la exuberancia que este tipo de películas de acción real y animada necesitan. Condon, que posee en su currículum haber escrito el guion adaptado para Chicago (2002), la dirección del musical Soñadoras (Dreamgirls 2006) y las dos películas finales de la saga Twilight, muestra que sabe perfectamente cómo moverse entre el mundo de los musicales y los efectos especiales.

Watson, quien últimamente se ha destacado más por sus labores filantrópicas que por sus logros cinematográficos, tiene su mejor momento fuera de las puertas del castillo. La escena comienza con ella lamentando su pobre existencia en una pequeña ciudad de Villeneuve y termina con su canto en lo alto de varias colinas verdes que recuerdan, por lo pintoresco de la escena, al personaje de María en La novicia rebelde (The sound of music, 1965).

Contrario a eso, una vez que se encuentra en el castillo gótico, su presencia se ve completamente desvanecida, por toda la ornamenta que se encuentra a su alrededor, y por los objetos parlanchines que deambulan en cada rincón. En este departamento merece especial mención la excelente labor de Evan McGregor, otorgándole su voz al personaje de Lumière. Una tarea nada sencilla dada la popularidad que ostenta la interpretación del célebre candelabro a cargo de Jerry Orbach en el clásico animado. Lo mismo sucede con Ian McKellen como Din Don, Emma Thompson como la señora Potts y Audra McDonald en su papel de Garderobe, la cantante de ópera del castillo que fue convertida en armario, entre otros. Todos hacen un maravilloso stand out con el número musical del banquete, en donde platos, y utensilios se convierten en artistas al mejor estilo de Stanley Donen. Sin olvidar a Josh Gad y Luke Evans —ambos actores de teatro— en el intrépido show musical en la cantina, y en el baile de la secuencia final, en el que por primera vez en su historia, Disney muestra a un personaje con tendencia homosexual sin ningún tipo de censura.

Un interesante contraste se produce en una escena concreta entre la cinta de Cocteau y Condon. En la película del francés, por medio de un extraordinario plano, Belle espera sentada a la mesa a que la bestia aparezca por primera vez. El animal aparece detrás de ella y se acerca sigilosamente. Belle nota de inmediato su presencia y tiene una reacción que quizás para el espectador común sea de susto, pero claramente es una reacción orgásmica, de placer por lo desconocido y misterioso. Condon presenta a la bestia con la ayuda de los efectos especiales generados por computadora y la reacción no puede ser más fría. La bestia sale desde la sombra para mostrarse ante Belle. El rostro de Watson no transmite ningún tipo de sensación. Esta es la diferencia entre un director que sabe cómo utilizar las imágenes para sugerir emociones en el subconsciente de sus personajes, hasta llegar al espectador. Y otro que, simplemente, se limita a lo artificial de las tecnologías digitales para causar impresión.

Los esfuerzos de los guionistas Stephen Chbosky y Evan Spiliotopoulous intentan sembrar los vínculos emocionales entre la Bella y la Bestia recurriendo a la ausencia de sus madres. El intento, dista de ser interesante y no agrega mucha sustancia al guion. También la historia se precipita un poco en el desarrollo del romance entre los dos personajes principales. Y gran parte del clímax, llega con la ayuda de momentos torpes y carentes de originalidad. Un ejemplo son las secuencias de acción entre Gastón y la Bestia como la batalla final. La escena que se desarrolla entre golpes y caídas, tejados y gárgolas, es lenta, y luce como el render de un videojuego. Una película con un presupuesto de 160 millones de dólares podía haber ofrecido mucho más que un peluche digital con aspecto lánguido.

Al igual que sucede con muchas de las nuevas adaptaciones, en esta ocasión es más lo que se resta que lo que se suma. Sin embargo creo que lo más decepcionante son los nuevos temas musicales introducidos en la segunda mitad de la película, los cuales fueron escritos nuevamente por el compositor Alan Menken, pero con letras de Tim Rice, quien escribió los temas principales del clásico animado El Rey León (The Lion King, 1994). Es difícil para los nuevos temas opacar lo conseguido por el letrista Howard Ashman, en sus inconfundibles frases y juegos de palabras.

Ha habido tantas adaptaciones para la gran pantalla del clásico cuento de hadas de Jeanne-Marie Leprince de Bemount. Desde la hipnotizante obra maestra de Cocteau en 1946, al clásico musical animado de Disney de 1991, y la versión franco-alemana del año 2014 dirigida por Christophe Gans, que cualquier otra adaptación que se atreviera a intentar traer una nueva versión a la pantalla tendría que ofrecer algo nuevo e interesante. No se puede decir que La bella y la bestia (Beauty and the Beast, 2017) sea esa versión. Si bien la película es una lujosa y refrescante interpretación del cuento, con efectos especiales alucinantes y un diseño de producción que dejara a más de uno sin aliento. El grueso del filme se antoja, como otra oportunidad de Disney de aprovechar el éxito que acumula uno de sus grandes clásicos animados de todos los tiempos, y repetir la fórmula que tanto éxito produjo: Alicia en el país de las maravillas (Alice in Wonderland, 2010), El libro de la selva (The Jungle Book, 2016), y más recientemente Maléfica (Maleficent, 2014).

La bella y la bestia no es una mala película ni mucho menos. Pero la relación de inferioridad que representa en comparación con la obra original es muy amplia. Y quizás lo más importante: carece de esa magia que hizo que millones de personas se enamoraran hace años de esta fábula ancestral. Todos aquellos que disfrutaron el original animado, se darán cuenta de que las escenas más representativas se mantienen, y que los cambios generados en las distintas subtramas son la mayor novedad, como es el caso del personaje de LeFou muy distinto al de la versión original. Un cambio justificado dado el tinte caricaturesco que tenía en la cinta original, y que hubiese sido complejo trasladar a la vida real.

Algo que llama a la reflexión es el poco espacio que Disney está dejando a las nuevas producciones ante la nueva orientación de adaptar sus clásicos animados más importantes a la gran pantalla. Una tendencia que tiene su lógica, dadas las nuevas tecnologías que sirven como herramienta para otorgar una nueva visión a muchos de sus míticos personajes. Todo esto genera una pregunta muy pertinente: ¿Lo visto en pantalla realmente compensa la existencia de la película?

Las taquillas en Hollywood se derrumban y los grandes estudios siguen tirando a la basura ideas originales, para apostar fuerte por cosas que ya nos habían mostrado antes, ya sea en forma de adaptación, secuelas, spin-offs, 3d, Imax, remake, y muchos otros. Lo grave, es que con esta fórmula están ganando dinero como nunca.

En lo positivo y para aplaudir, el guiño a la comunidad LGBT que presenta una poderosa similitud, en torno al verdadero carácter del mensaje de la película en relación a la diversidad. Porque La bella y la bestia no es solo un alegre y vibrante musical de animación real animado, sino que se trata, al igual que todos los cuentos de hadas, de lo que todos tenemos y deseamos. De apreciar la belleza interior y no la exterior. De que es posible el surgimiento del amor incluso cuando no somos iguales.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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