Sofía Ímber 2
De ahora en adelante, este libro será una referencia obligatoria cuando se estudie la obra y los aporte de una mujer que vino desde muy lejos para ofrecer y cumplir mucho a este país que lamentó su muerte el 20 de febrero pasado.

En mi breve paso por Caracas el año pasado me dediqué a hurgar en librerías en busca de textos de relieve, tanto en narrativa como en ensayo, también poesía. Encontré varios, no muchos.

Uno de ellos es esta suerte de memorias traspersonalizadas —si se me permite este término— de una figura capital de la cultura en la Venezuela del siglo XX. Siempre sentí una inmensa curiosidad sobre la intimidad de esa mujer cuya trayectoria profesional ya conocía desde finales de los años sesenta. Nadie tendría que convencerme sobre su sagacidad periodística ni su contribución al desarrollo de las artes en el país. Allí están, por decir lo menos, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas y las páginas culturales de El Universal. Me preguntaba cómo sería el universo interior de un ser humano que alzó su vida en medio de la adversidad, a muchos kilómetros de su natal Moldavia, en una Venezuela que apenas despertaba a la era petrolera, donde había muchas cosas por hacer e inventar. Una inmigrante pobre, de pequeña figura, frágil de salud, que habría de casarse con uno de los más grandes de la literatura nacional y luego con un pensador de calibre innovador. También yo estaba consciente de que Sofía Ímber era mucho más que la esposa de Guillermo Meneses y de Carlos Rangel. Mucho más.

Al leer sus primera páginas pensé que Boris Izaguirre exageraba una pizca en el prólogo de La señora Ímber, genio y figura, pues le conozco su admiración de larga data por ella y su entusiasmo innato ante el talento de sus amigos. Pero al leer el primer capítulo —Yo— encontré la frase «Mi nombre es Sofía Ímber y tengo 91 años». Una afirmación contundente, definitoria, con identidad y perspectiva, que da inicio a una reflexión global y detallista, a la vez, íntima y universal. A partir de esa definición comencé a devorar las confesiones que le hizo, a lo largo de tres años, a Diego Arroyo Gil, quien atinó en convertirlas en las memorias de una protagonista medular del siglo XX venezolano, gracias a una técnica que si bien no es nueva en esta oportunidad constituye una verdadera colaboración entre el personaje y su entrevistador, mejor, su conocedor. Un ejemplo: en Mi último suspiro Luis Buñuel se abre a Jean-Claude Carrière para reconstruir su vida. Claro, el guionista francés fue permanente colaborador del maestro aragonés. Lo conocía muy bien. Era su conocedor.

Ignoro los vínculos previos entre Sofía y Arroyo Gil, no sé cuán amigos habían sido antes. Pero las 231 páginas del volumen evidencian un conocimiento profundo de su vida, afectos, ansiedades y definiciones personales. Suerte de autobiografía asistida que convierte al autor en el cronista de una existencia que pertenece a la vida pública del país. El desarrollo lineal de la obra permite hacer seguimiento a los distintos momentos que vivió Ímber, su llega al país, sus primeros pasos y, algo muy importante, su vinculación con las artes venezolanas a través de Carlos Raúl Villanueva, Armando Reverón, Jesús Soto, Alfredo Boulton, Miguel Otero Silva, Hans Neumann, Jacobo Borges, Rafael Cadenas, Pedro León Zapata, José ignacio Cabrujas, Alfredo Silva Estrada, Juan Liscano, Soledad Bravo, tantos otros, y, en el exterior, de Octavio Paz, Pablo Picasso, Víctor Vasarely, Ferdinand Léger, Paul Eluard, Pablo Neruda, Jean Arp, Jacques Prévert y los demás. Periodismo y cultura, las dos vertientes fundamentales de su vida.

Luego se suceden los dos capítulos más importantes del libro y también de la vida de Sofía, identificados con solo dos nombres: Guilermo y Carlos. Acceder a los detalles de la primera relación permite no solo comprender a ambos personajes sino, sobre todo, el contexto histórico, cultural y político de Europa y América Latina, particularmente Colombia y Venezuela. La posguerra europea, las dictaduras venezolanas, a partir de 1944 se abren desde la perspectiva personal de esta mujer acuciosa e ‘intransigente’, como ella misma se consideraba. Años de París, de la bohemia cultural y de la apertura democrática a principios de los sesenta.

Luego vendría la ruptura con Meneses y el encuentro con Rangel para reiniciar su experiencia afectiva. Por cierto, hace unos años me enteré que yo le había hecho la última entrevista —a finales de 1976, cuando era un reportero bisoño— al narrador de El falso cuaderno de Narciso Espejo en su apartamento de San Bernardino, a petición de Mario Castro Arenas, periodista peruano, a la sazón director de la revista Momento, la misma que Meneses había dirigido años antes. Lo recuerdo como un hombre triste, sin ánimo de vida. Se mofó de la admiración que yo sentía por su obra. Lamento no haber conservado esa entrevista.

La señora Ímber genio y figuraVolvamos a La señora Ímber, genio y figura. La segunda relación marca un giro importante dentro de su vida periodística, cultural y política, a través de Buenos días desde 1968 en Radio Caracas Televisión, Sólo para adultos en Cadena Venezolana de Televisión, hoy VTV, más tarde Venevisión, Yo, la intransigente, en El Nacional, la revista Auténtico, la publicación de Del buen salvaje al buen revolucionario, de Carlos Rangel, la fundación del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas y muchas cosas más. Luego la viudez y su impacto y sus consecuencias y sus recuerdos.

Arroyo Gil cambia el registro textual y lleva adelante una entrevista a la señora Ímber, es decir, toma distancia periodística después de haber estado ‘fusionado’ con ella. Una indagación más directa, lejana del tono de memorias de la periodista, sobre la creación del Museo de Arte Contemporáneo, su gran obra, sin duda los espacios expositivos más importante de la vida cultural de Venezuela, referencia no solo en el país sino también en la región. Fui un asiduo visitante del MAC—como lo he sido de otros museos en el mundo— y siempre me sentí cómodo y gratificado en esa estructura que albergó muestras de muy alta calidad de todo el planeta. Era el orgullo de Caracas.

Luego el epílogo, reflexiones en ‘voz alta’ del autor sobre su personaje. Porque es evidente que con su trabajo de escritura Arroyo Gil se apropió —en el mejor de los términos— de Sofía Ímber, la hizo suya. De ahora en adelante, este libro será una referencia obligatoria cuando se estudie la obra y los aporte de una mujer que vino desde muy lejos para ofrecer y cumplir mucho a este país que lamentó su muerte el 20 de febrero pasado.

Lo único que no entendí, a pesar de que ella misma lo explicó, es por qué no le gustaba el cine y el teatro.

LA SEÑORA ÍMBER, GENIO Y FIGURA, de Diego Arroyo Gil. Prólogo de Boris Izaguirre. Editorial Planeta Venezolana, 2016, Caracas. 231 páginas.

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