Abajo, en las aldeas, me llaman Zupaycama, y soy un dios. Vivo en la montaña Yawar, rodeada de un rÃÂÂo donde dicen que descansan los restos de los cobardes.
Tengo el poder de invocar al rayo y quebrar árboles, pero no siempre fue asÃÂÂ. Con el tiempo entendàpor qué venÃÂÂan los aldeanos de debajo de las nubes; traÃÂÂan conejos, perros, lagartos (las aldeas prósperas incluso traÃÂÂan llamas) y los sacrificaban ante mi recinto, una cueva triangular formada por dos peñascos que se quebraron â€â€Âcomo cortados por un cuchillo celeste de los acantilados de más arriba de la montaña. Los sacrificios son olorosos; cocinan la carne, la rocÃÂÂan con aceites, le agregan frutas y plumas de aves, y la mejor porción me la dejan sobre platos de madera afuera de la abertura de mi recinto. Cantan. Bailan. Y me gusta. Cuando regresan al dÃÂÂa siguiente, el plato de madera ya no está. Y cuando dejan de visitarme por una semana, convoco al rayo contra sus casas; no siempre acude, pero cuando lo hace, y sus aldeas quedan calcinadas en venganza, regresan pavorosos a pedirme perdón y piedad.
Todo esto fue antes de la llegada voraz de los hombres de rostro peludo, incluso antes de la llegada sanguinaria de aquellos reyes que pretendÃÂÂan ser hijos del Sol.
Algo recuerdo de mi vida pasada, mi vida mortal. Nacàa orillas de un lago donde no para de caer un relámpago. Los aldeanos de alrededor creen que de allànace el mundo, y que se expande un poco más cada vez que aquél relámpago impacta cada parpadeo de ojos. Dudo haber viajado, o haberme convertido en chamán como uno de mis antiguos ancestros, aunque mi madre parece haber heredado el poder de contemplar el futuro en sueños. Soñó alguna vez, por ejemplo, que un cóndor de cien garras descendÃÂÂa de las montañas y se llevaba a todos los niños de la aldea. Yo entonces no era un niño, sino un guerrero de temple vestido con la piel del jaguar, o algo asÃÂÂ; y mi madre no era ninguna jovencita, sino una anciana, la más anciana de la aldea. Todo el mundo le creÃÂÂa todo lo que decÃÂÂa, porque habÃÂÂa predicho sequÃÂÂas, inundaciones y lluvias de ranas. Pero al cóndor de su imaginación nadie lo entendió por varios ciclos.
Una noche alrededor del gran fuego cantábamos a la luna y al murciélago, cuando cayeron sobre nosotros cien guerreros imprevistos, violentos, impunes. Luché, pero mi lanza se habÃÂÂa perdido, y un enemigo agarró a mi hijo por un hombro y apretó el filo de su piedra contra su tierno cuello. Desarmado de cuerpo y alma, me rendÃÂÂ. Al amanecer, mientras todos éramos llevados a la fuerza lejos del lago, se descubrieron las plumas de cóndor que vestÃÂÂan nuestros captores. Subimos las montañas por dos o tres o cuatro dÃÂÂas, hasta una aldea a orillas de un rÃÂÂo curvo. Separaron a mi madre y a mi esposa de mi mano, las encerraron en una choza con las demás mujeres. A los hombres nos apretujaron en una cueva y nos cerraron la salida con troncos. Lloré con mi niño entre brazos, le prometàque la luna y el murciélago nos sacarÃÂÂan de aquel atolladero. ¿Pero cómo lo iba a convencer de tamaño embuste, cuando todas las noches se oÃÂÂan los cantos macabros de los hombres vestidos de cóndor, al tiempo que también se oÃÂÂan los alaridos de alguna mujer? Pensé lo peor… Nos fueron sacando de tres en tres todas las noches, hasta que una noche entre las noches me tocó a mÃÂÂ. El guerrero de rostro agudo y mirada cruel aceptó que trajera a mi hijo conmigo, pues no deseaba ni por un parpadeo de ojo separarme de él. Y con nosotros, sacaron también al cacique de nuestra aldea, a quien creÃÂÂamos inmune al miedo. Éramos unos ingenuos.
Fuimos los tres atados a troncos erectos contra el cielo. Desde mi posición intenté consolar las lágrimas de mi hijo, pues estábamos ante un gran fuego y el piso estaba lleno de calaveras y otros huesos… era obvio, eran los huesos de las mujeres. Entendàque habÃÂÂa llegado nuestro fin, el fin de mi familia, del clan que tenÃÂÂa como ancestro a un poderoso adivino. Y aunque la inminencia de lo que estaba por sucedernos era demasiado abominable como para narrarla antes de tiempo, lo que más me molestaba era el llanto cobarde y servil de nuestro cacique, del cual se rieron los hombres cóndor, para humillación de nuestro pueblo; también sus mujeres y sus niños. Procedieron, entonces, con el ritual. Bailaron, cantaron, y un chamán de mirada animal se acercó a nuestro cacique con una piedra filosa, y empezó a cortarle tajos de la pierna en medio de sus gritos y los cantos de los cóndores. Su piel era cocinada en el fuego, repartida y devorada. Lentamente continuaron rebanándolo, aún con vida, de abajo para arriba, lentamente estaba siendo sepultado en los estómagos de aquellas fieras insensibles. Cuando el chamán alcanzó las vÃÂÂsceras, no habÃÂÂa forma de que sobreviviera mucho más, hasta que de nuestro cacique no quedaron sino los huesos, los cuales apilaron, y a la mañana siguiente fueron en procesión a arrojarlos al rÃÂÂo.
Pero para ese entonces yo también habÃÂÂa muerto, también mi hijo, sepultados en los estómagos de los canÃÂÂbales. Aunque hay una diferencia: mientras que nuestro cacique â€â€Âa quien creÃÂÂamos inmune al miedo no detuvo su llanto ni sus súplicas por un instante mientras se lo iban comiendo, yo mantuve el temple incluso cuando veÃÂÂa una atrocidad perpetrada contra mi hijo, luego contra mÃÂÂ, y podrá decirse que no movàun músculo de mi rostro, encerrando dentro de mi pecho todo el horror y todo el odio sin dejarlo escapar. Por ello mis huesos y mis nervios no fueron arrojados al rÃÂÂo, sino que los llevaron en procesión hacia la montaña, más allá de las nubes, donde hallaron una cueva triangular formada por dos peñascos quebrados de los acantilados, y allàlos enterraron junto con los huesos y nervios de mi hijo. Desde entonces, maravillados por la templanza de mi carácter, todavÃÂÂa hoy acuden a mi recinto donde sacrifican animales y me cantan y me bailan y me llaman Zupaycama, y no saben que mi hijo se convirtió en el rayo. Y es tanto el miedo que aún nos tienen, que hay veces en que traen a sus propios hijos, y ante nuestro recinto los sacrifican…
Foto: Caters News Agency
*Publicado originalmente en http://weremag.com
http://weremag.com/2017/02/04/zupaycama-el-dios/