La Traviata
Venera Gimadieva como Violeta, en el montaje de Richard Eyre para la Royal Opera House de Londres.

Especial para Ideas de Babel. Cuando una de las historias de amor más conmovedoras del mundo cae en manos del genio de Giuseppe Verdi, sólo cabe esperar una obra maestra: La Traviata.

Verdi, renunciando a los temas románticos e históricos para abordar un tema que reflejara la cruda realidad, se vale de Violeta, la protagonista de esta ópera, quien no es una dama noble y de una conducta intachable, o una ingenua y casta joven, sino una prostituta que, para colmo, padece de tuberculosis, la enfermedad más horripilante del siglo XIX.

El vocablo italiano traviata significa extraviada —para ser más precisos: perdida— y muchas de las historias reales de estas ‘mujeres perdidas’, una categoría a la cual pertenece Violeta, son más dramáticas que la de su equivalente ficcional.

El drama verdadero

En 1824 nace en Normandía (Francia) una niña a quien sus padres, una pareja mal avenida, llaman Rose Alphonsine Plessis. Su madre abandona el hogar y deja a la pequeña Rose al cuidado de su padre, quien la envía a vivir con unos parientes en una zona alejada. A los 13 años regresa a su hogar convertida en una prostituta incipiente. Su padre —y futuro proxeneta—, a pesar del alto potencial financiero que le representaba Rose, la envía de nuevo con unos parientes, pero esta vez a París. Gracias a un trabajo como dependienta de una tienda de sombreros, Rose consigue tener su propio apartamento en el Barrio Latino.

Rose, a diferencia de otras cortesanas del siglo XIX, era algo más que una cara bonita: era una chica inteligente que pronto aprendió a leer, escribir y a estar al día con las tendencias políticas, artísticas y literarias. La atención de prósperos hombres dispuestos a regalarle una vida inalcanzable para ella no se hizo esperar.

Una cadena de amantes cada vez más ricos y poderosos —no faltó quien se arruinara tratando de complacerla— permitió que la humilde y tosca campesina Rose, que ahora se hacía llamar con el exquisito nombre de Marie Duplessis, se mudara a un lujoso apartamento en el Boulevard de Madeleine. Los grandes artistas e intelectuales del momento no podían faltar en los salones de la encantadora, culta y refinada Marie. A los 20 años era la reina de las meretrices de París y, como adoptó la costumbre de usar prendedores de camelias blancas —sólo usaba las rojas como una discreta señal para indicar a sus mecenas que estaba ‘fuera de servicio’ — comenzó a ser conocida en el ambiente parisino como la Dama de las Camelias.

La lujosa y extravagante vida de sedas, carruajes, sirvientes, trajes, zapatos, joyas y bailes —a costa de miles de francos que no pagaba precisamente ella— era el sueño dorado de toda dama del submundo parisino, excepto por un pequeño detalle: Marie estaba mortalmente enferma de tuberculosis y moriría a los 23 años.

Duques, barones, condes, vizcondes, embajadores y hasta el compositor Franz Liszt figuraron entre los galanes que fueron subyugados por los encantos de Marie Duplessis. Entre la notable lista también estaba quien la inmortalizaría: Alejandro Dumas.

La dama de las camelias

En el deslumbrante París de mediados del siglo XIX, un joven escritor de 20 años, Alejandro Dumas hijo, conoce a Marie, y queda flechado. Y aunque ella está en el cenit de su carrera, y un poco complicada prestando servicios a un conde y a un vizconde, también siente un ‘amor de corazón’ (un amante que no tiene que pagarle). Dumas no pudo soportar la no exclusividad y la relación duro poco menos de un año (1844-1845).

Unos meses después de la muerte de Marie, Dumas escribe la novela La dama de las camelias. La romántica historia basada en su tórrida relación amorosa con Marie gira alrededor de un amor imposible entre un joven de la alta sociedad parisina, Armando Duval (Alejandro Dumas) y una bella cortesana, Margarita Gautier (Marie Duplessis). La pareja intenta inútilmente encontrar la felicidad retirándose a vivir lejos de la ciudad, en el campo, porque Margarita, cediendo a las presiones y manipulaciones del padre de Armando, pone fin a la relación. Es al final, cuando ella muere víctima de la tuberculosis, que se evidencia la generosidad y el espíritu de sacrificio de esta mujer que injustamente ha sido rechazada por una sociedad hipócrita

La novela fue un rotundo éxito y unos años después Dumas estrenó una obra de teatro basada en ella. Entre el público que asistió a la premier, había un singular espectador: Giuseppe Verdi, quien para esa época  sostenía una relación amorosa muy cuestionada con la soprano Giuseppina Strepponni.

Verdi se mira en el espejo

Giuseppina Strepponni nació en el seno de una familia de músicos en 1815 y no tuvo una vida fácil. Su padre murió muy joven y dejó a la familia en una difícil situación económica. A pesar de esto, la Strepponi pudo terminar sus estudios en el Conservatorio de Milán y convertirse en una soprano importante. Su madre, su abuela y cuatro hermanos dependían de ella, así que tenía la absoluta necesidad de cantar cuanto papel estuviera disponible, y no dudaba en usar sus encantos personales con empresarios teatrales para conseguir trabajo. Tuvo varios embarazos de distintos amantes que no pudo ocultar porque debía cantar sin descanso y esto, desde luego, iba contra la moral y las buenas costumbres de la época.

Verdi la conoció en ocasión del estreno de Nabucco en La Scala de Milán en 1842, pero no se animó a cortejarla probablemente por la relación que ella mantenía con Merelli, el empresario del teatro. En 1846, Giuseppina abandona el canto —también al empresario—, se muda a París y se dedica a dar clases de canto. En esa circunstancia se reencuentran y Eros hace un impecable trabajo: Verdi, quien desde 1840, año en que perdió a su esposa y a sus dos hijos, no había vuelto a enamorarse, encuentra en Giuseppina a la mujer que habría de acompañarlo durante los próximos 50 años.

En París la relación marchaba maravillosamente bien hasta que se mudaron en 1849 a Busseto. Los habitantes de este pueblo donde Verdi comenzó sus estudios musicales bajo el ala protectora de Antonio Barezzi, padre de su primera esposa, condenaron rabiosamente la vida pecaminosa que Verdi llevaba con una cantante de dudosa reputación. Una carta dirigida a su suegro da cuenta de la indignación de Verdi:

“Usted vive en un lugar que tiene la mala costumbre de inmiscuirse en los  asuntos de otros y desaprobar todo lo que no se adecue a las propias ideas… ¿Qué hay de malo en que viva solo? ¿Si considero correcto no realizar visitas a aquellos que ostentan títulos? ¿Si no participo de las fiestas y diversiones de otros? No tengo nada que ocultar. En mi casa vive una señora libre e independiente, que como yo ama una vida retirada y que dispone de un patrimonio que cubre todas sus necesidades. Ni ella ni yo estamos obligados a rendir cuentas sobre nuestro quehacer”.

Ante la agria situación, la pareja se muda de nuevo a París en donde pocos meses después Verdi tendrá ocasión de ver la versión teatral de La dama de las camelias. No es difícil imaginar por qué Verdi se impacta con la pieza y decide que ese será el tema de su próxima ópera: a su lado está Giuseppina Strepponi, la mujer que, al igual que la Dama de las Camelias, ha sido víctima de los convencionalismos  sociales.

Afortunadamente la vida de Giuseppina Strepponi tuvo un desenlace mucho más feliz que el de Marie Duplessis: Verdi se casó con ella en 1859 y, a partir de entonces, la historia se referirá a ella como “la señora Verdi”.

@MElisaFlushing

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