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Junto a la política, la religión, Sosa se crió en un hogar en que, tanto por la vía paterna como por la materna, se vivía de manera profunda la religiosidad.

Hace once años el periodista venezolano Javier Conde, actualmente en Bogotá, entrevistó al padre Arturo Sosa —recién nombrado Superior de los Jesuitas, por el papa Francisco— para la revista Veintiuno. La reproducimos hoy en Ideas de Babel, por cortesía de su autor, para descubrir los planteamientos de un personaje que ha sido fundamental en la Iglesia venezolana y ahora en el plano mundial.

Figura reconocida del mundo religioso venezolano, Arturo Sosa suspende su bajo perfil —que era cuestión de sentido común— para hablar de la Iglesia venezolana, de Juan Pablo II y Benedicto XVI, de Hugo Chávez, de la oposición y de la falta de ciudadanía. “Estamos en un proceso de regresión”, dice. En su despacho de la Universidad Católica del Táchira cuenta, además, por qué se hizo cura y rememora a los hombres y las palabras que lo influyeron de manera decisiva.

Sosa conserva nítido en su memoria —como si fuera hoy— el día de su ordenación sacerdotal. Fue en Barquisimeto en 1974, al final de sus dos años de magisterio en los cuales descubrió, entre otros hallazgos, el mundo campesino venezolano. El obispo de la diócesis era Críspulo Benítez Fonturvel, un hombre sin notorias dotes intelectuales pero con un desarrollado olfato para los tiempos. La ceremonia, sin embargo, estuvo a cargo de monseñor Fernández Feo, un conservador en todo el sentido del término. Sosa —y su hermano del alma Ricardo Márquez, que años después colgaría la sotana— entraron a la iglesia mientras Fernández Feo se vestía para la ocasión y a la gente allí reunida le explicaron cómo entendían ellos eso de ordenarse de curas. “Un sacerdocio popular, alejado de lo conventual, vinculado con las comunidades de base”, recuerda esta lluviosa tarde de mayo en su despacho del rectorado de la Universidad Católica del Táchira.  Intuían que lo que otros iban a decir no era lo que ellos querían decir. Fernández Feo entró poco después y echó el sermón esperado, mientras un coro de risitas disimuladas acompañaba las palabras del púlpito. Al terminar el acto, Benítez Fonturvel los tomó a ambos por el brazo y les susurró: “ustedes hagan lo que ustedes piensan y no lo que piensa él”.

Una lección inolvidable y que Sosa cuenta, revive en gestos y voces, para ejemplificar cómo era —y cómo es— ese mundo eclesial, revestido para el común de misterios y de una ciega obediencia.

Esa docena de palabras de Benítez Fonturvel fueron, quizás, premonitorias. Arturo Sosa Abascal, nacido en Caracas en 1948 en el seno de una familia más que acomodada, que respiró política y religión por igual en su hogar, que entró muy niño en el Colegio San Ignacio, que se sabe una rara avis por mantener la decisión de ser cura que tomó con escasos 17 años, siempre ha hecho lo que piensa aunque no olvide, ni por un instante, que hay límites, que está supeditado a una estructura que tiene una línea de mando. “No es incompatible la diversidad de trabajo y de posiciones ante la vida con la unidad de la vocación”, dice. Y de inmediato admite que sobrellevar esas divergencias en el seno de su congregación, la Compañía de Jesús, no es sencillo de explicar. «No estamos unidos por la cabeza, por las ideas, sino por la fe, por una manera de entender la vida religiosa». La Compañía de Jesús, los jesuitas, son hijos de la diversidad. Al privilegiar la formación intelectual de sus miembros lo que se propicia es que la gente cuando piense, piense distinto. «Eso es lo  propio del mundo del pensamiento, por eso la unidad ni es teórica, ni teológica, está en la vocación, en la entrega a los demás». También ahí sin recetas.

Arturo Sosa, padre, fue un personaje destacado en los inicios de la etapa democrática. Fue el ministro de Hacienda a la caída de Marcos Pérez Jiménez en el denominado gobiernito de 1958. Integra la Junta de Gobierno y participa del acto de entrega del poder a Rómulo Betancourt, en la primera presidencia de la era democrática. Volvería con Luis Herrera (1979-1984) a las funciones de gobierno. El joven Arturo —el mayor de seis hijos, dos varones y cuatro hembras— vivió con intensidad esa larga y convulsa etapa de los sesenta. “Recuerdo a mi papá vinculado con la política, le interesaba, decía que había una responsabilidad que ejercer y la ejercía”. Cuando trata de ubicarlo en alguna corriente, la hace en la centroizquierda, una definición que no encaja en aquellos días duros, y en un rol que define de mediador, el de una persona que creaba vínculos entre grupos políticos.

Junto a la política, la religión, Sosa se crió en un hogar en que, tanto por la vía paterna como por la materna, se vivía de manera profunda la religiosidad. No era un cristianismo sociológico ni de gran expresividad pero sí de convicciones acendradas y su padre —lo enfatiza— era quien más lo explicitaba.

“Era gente que hizo este país con entusiasmo, que apostaba por la modernización en una dimensión múltiple”. Las primeras raíces de su sacerdocio están ahí, en su hogar, en el compromiso familiar con el progreso y luego en las lecciones —mas fuera de clase que en clase— que recibiría en aquel San Ignacio de los sesenta que estaba siendo tocado por una fuerte vinculación entre lo nacional, lo social y lo religioso. Era 1953, tenía apenas cinco años y sus días futuros, hasta los 17 años y pico, los pasaría ahí entre las 7 de la mañana y las 5 de la tarde. “Había mucha actividad de todo tipo, el deporte era especialmente importante, aunque yo no era para nada destacado en ese campo”. Sus visitas a los barrios comenzaron en quinto o sexto grado, y también al hospital San Juan de Dios, entonces ubicado muy cerca de la quebrada de Chacaíto, y cuyas imágenes de personas enfermas y necesitadas de ayuda dejaron hondas huellas en el aún adolescente Arturo. “Para un muchacho era impresionante”.

Así, de forma natural, se fue forjando la idea de hacerse cura. “En mi familia no fue un trauma, no es que mi papá hizo una fiesta pero nunca se opuso y siempre fue un apoyo”.

Mediados de los sesenta, una democracia que  surge, la guerrilla que aún late en el campo y en algunas zonas urbanas, Sosa participa en un grupo de la Congregación Mariana, que se reúne cada semana, estudia la Biblia, profundiza en la lectura y significado del cristianismo. No había demasiadas opciones si se quería asumir un compromiso vital. En el San Ignacio se valoraba la vocación política. “Los mejores debían ser políticos”.

Pero él escoge el sacerdocio, cuyas implicaciones empieza a conversar con su grupo próximo: José Bernardo Gómez, el astrólogo que mucho después se haría célebre por la predicción —errada— de la muerte del presidente Rafael Caldera; Rafael Maldonado, quien estudiaría economía y luego incursionaría con éxito en el mundo de los negocios; Carlos Eduardo Paradisi, y el ya mencionado Ricardo Márquez. “Nos preguntábamos qué hacer con nuestras vidas, cómo darle salida a nuestras aspiraciones personales, el peso de decidir no tener una familia propia”.

Aquella promoción de bachilleres de 1966 del San Ignacio es aún hoy recordada: 7 de sus 110 graduandos entraron en la Compañía de Jesús. Una proporción pequeña pero altamente significativa. El último jesuita salido del San Ignacio es Arturo Peraza, que se graduó de bachiller hace 15 años. “De los siete, nada más quedo yo”. ¿Dudas?, claro, las ha tenido, pero la decisión ha sido firme, lo que no le ha impedido preguntarse: ¿qué hago yo aquí? “Es una cosa rara, apenas tenía 17 años aquel septiembre de 1966 cuando entré al noviciado, cumplía los 18 en noviembre, pero a pesar de las crisis, no quieres abandonar esto”.

El año que viene Arturo Sosa cumplirá 40 años en la Compañía de Jesús. Una larga trayectoria en la que ha ocupado la dirección del Grupo Gumilla, ejerció como Provincial de los Jesuitas y se presume que algún día será el rector de la Universidad Católica Andrés Bello, siguiendo un itinerario, si no igual, muy parecido al de Luis Ugalde, con quien mantiene una sólida y añeja amistad. «No tengo aspiraciones de cargos, lo que quiero es que la Compañía de Jesús me diga: sirve para esto, hágalo». Y en eso anda, haciendo de rector pero en la UCAT, en San Cristóbal, alejado del tradicional centro de poder político, social, económico e incluso religioso, que es Caracas. En su momento, cuando lo designaron para su actual puesto, luego de un apacible y breve retiro de estudios en Washington, se comentó que Sosa purgaba cierto protagonismo político en tiempos en que la Iglesia, como casi todas las instituciones nacionales, fue atrapada por la polarización. «Fue cuestión de sentido común, una decisión personal de bajar el perfil».

Nada que se conozca en la trayectoria religiosa y política de Sosa indica que rehuyó el compromiso, se hizo el desatendido o, como otros, surgió de la nada para asumir una presencia política más mediática que meditada y militaba. Hay batallas, pequeñas y grandes, libradas a lo largo de esas cuatro décadas.

La primera la evoca entre risotadas y se remonta a sus inicios en el noviciado de Los Teques, a la par que estudiaba filosofía en la UCAB, ubicada entonces en su lugar de nacimiento en la esquina de Jesuitas. “Eramos cinco compañeros que nos empezamos a preguntar qué hacíamos viviendo en aquel tremendo edificio, alejado de cualquier comunidad, y estudiando en Caracas”. Propusieron alquilar un lugar cerca del centro y los dejaron, se instalaron en La Pastora junto a un cura que ejercía de supervisor. Hacer eso, a mediados de los sesenta, fue una hazaña, seguramente tocada por los efluvios no tan lejanos del Concilio Vaticano II y por la propia efervescencia democrática venezolana, con partidos que crecían y debatían sin cortapisas.

La confrontación ideológica en Acción Democrática, por ejemplo, había comenzado en 1959 con el advenimiento del nuevo régimen de libertades y se prolongó hasta 1967, cuando se produce la escisión de Luis Beltrán Prieto Figueroa y el MEP. Antes se había ido la generación que creó el MIR y poco después el grupo liderado por Raúl Ramos Jiménez. «Eso forma parte de mi película mental, del 58 para acá, desde que tenía 10 años, lo vivía en casa con mi papá». La película cubre ese final de la década y buena parte de la siguiente y está marcada por otros acontecimientos y figuras: una de ellas, Eloy Lengrand. En la Iglesia venezolana iba a marcar época un grupo de curas franceses que vinieron al país con una formación y sensibilidad respecto del mundo obrero muy desarrollada. Lengrand, que antes de hacerse jesuita fue el alcalde más joven de Francia, era uno ellos. Instalado como profesor en el seminario de La Pastora, se peleó con las autoridades por vivir allí, con esos barrios bordeando la capital, llenos de necesidades: se mudó para uno en los cerros de Petare.

Pero la historia de ese sacerdote francés tendría más episodios de rebeldía. A comienzos de los setenta es célebre la expulsión de Wuytack, cura de origen belga que apoyó a unos obreros en huelga. Tuvo que abandonar el país. Lengrand, unos cuantos años después, fue expulsado por el cardenal Humberto Quintero. «Se le acabó su contrato», le dijeron, «no vuelva más». Y él respondió sereno y seguro: «ÃƒÆ’‚¿Cómo que no vuelvo, si yo soy venezolano?» «ÃƒÆ’‚¿Usted no es francés?», a lo que responde «No, me pueden botar de la Diócesis pero no del país». Y así fue. Se buscó un barrio en Fila de Mariches —curiosamente llamado La Lagunita— ubicado en el límite entre las Diócesis de Caracas y la de Los Teques, donde era obispo monseñor Bernal. «Era un santo varón, un hombre muy apreciado por ser de los pocos curas que visitaban a los presos durante el perezjimenismo». Cobijado allí, Lengrand se metió en la UCV, primero como estudiante y luego como profesor. “Era un señor de una total integridad personal y moral y de una gran formación intelectual”. Sosa lo recuerda, un poco tarde cuando ya él es cura, como compañero de estudios en Ciencias Políticas; mejor dicho, recuerda a Juan Carlos Rey como profesor sudando la gota gorda para intentar dar un seminario sobre El Capital de Marx sabiendo que entre sus alumnos se hallaba uno que se había leído tal versión en alemán y que diría que eso no se traducía así, sino asao. «Uno de los privilegios de mi ida es que he vivido con santos».

La cronología de su formación incluye su participación en 1972 en los célebres acontecimientos de la UCAB, cuando el estudiantado de avanzada —hijo, además, de la burguesía criolla— reclama formas de participación que conducen a la huelga de hambre y a la posterior remoción del rector Pío Bello. Eran los días previos a la Gran Venezuela del primer y enérgico Carlos Andrés Pérez. En los pasillos de la Católica —ya mudada a Montalbán— una muchacha junto a algunos profesores y ciertos padres del Instituto de Teología, hablan del cura-guerrillero Camilo Torres, de los documentos del Consejo Episcopal Latinoamericano de Medellín (1968) y de una teología que llaman política —en lugar de liberación— que germina en el sur del continente, en Argentina, en el Chile allendista y en Perú. «Todo eso nos influyó, además del Mayo Francés».

Terminaba filosofía, vino el magisterio en Barquisimeto. A él, un caraqueño de buena cuna, le toca conocer y vivir muy a fondo el movimiento cooperativista en un área agrícola en el límite de los estados Lara y Falcón. «Fue muy importante para mí esa experiencia campesina, barrial y organizativa». Años intensos en los que Sosa interioriza el país y observa la presencia del Ejército en sus dos versiones: la mano suave que es dadivosa y la mano represiva que tenía campamentos como el de Yumare. Fueron tiempos también de discusión con una izquierda que los acusaba de reformistas, de estar paliando el sistema. «Para nosotros lo importante era formar a la gente que los partidos no estaban formando».

A fines de 1974, concluido el magisterio y ordenado sacerdote, Sosa y su inseparable amigo Ricardo Márquez* inician la etapa romana, que él asume como una orden pero con ganas de regresarse desde el primer día. Su intención era realizar sus estudios teológicos en Chile o, en su defecto, en Centroamérica. «No nos dejaron, fuimos a Roma a regañadientes». Pronto se daría cuenta de la oportunidad que estaba a su alcance. Estudiante de la Universidad Gregoriana, tradicional, seria y competente, Sosa entró en contacto con mil culturas, sólo en su clase había 65 alumnos de 30 países. «Fue una experiencia invalorable», dice. Aprendió a comulgar con unas ideas y a discutir con otras, a «relacionarse con quien no es como tú». Pero, además, puertas afuera, en las calles romanas, en la Europa que se modernizaba a paso veloz, el socialismo se discutía a sí mismo: el eurocomunismo, el socialismo con rostro humano del francés Roger Garaudy y también las temibles Brigadas Rojas. «A Aldo Moro lo mataron al lado de la ventana de mi casa», y apunta hacia fuera de su despacho, de donde viene el rumor de la muchachada de la UCAT, o quizás él oye otro. «Fue muy enriquecedor para mí y me terminé de convencer de que quería estudiar ciencias políticas».

La estancia romana acaba porque Sosa y sus compañeros convencen a las autoridades de finalizar el último año en Venezuela, en una suerte de seminario libre, sin créditos, donde los profesores —Eduardo Ortiz, Pedro Trigo, Jean Pierre Wysemback, entre otros— eran más que los alumnos. Tenían un solo día de clases en este peculiar sistema pero debían entregar papeles de trabajo en cada una. Vivía en la sede del Gumilla, en Santa Mónica, comenzó a estudiar el posgrado de Ciencias Políticas en la UCV y realizaba trabajo comunitario en Los Jardines de El Valle. En 1979 a Ugalde lo nombran Provincial de los Jesuitas y Sosa asume la dirección de la revista SIC, que deja vacante el primero.

¿Hay debate en la Iglesia venezolana de entonces? Sosa no lo duda, es la época previa al Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) de Puebla, al que asistiría Juan Pablo II, designado Papa el año anterior. Los jesuitas, y el Gumilla, asumieron como una línea de trabajo hacia lo interno del clero su relación con las religiosas, muchas de las cuales se habían mudado para los barrios caraqueños. «Les transmitíamos la necesidad de una teología más comprometida con la gente». Pero sucedió Puebla y las cosas se fueron decantando. Ovidio Pérez Morales, secretario permanente del Episcopado venezolano de entonces, regresó de México y no parecía el mismo. «Hubo gente que maduró sus posiciones, Ovidio fue un tipo muy importante en la apertura de la Iglesia venezolana». El papado de Karol Wojtyla cambiaría drásticamente el ambiente de intensa discusión que privaba en los predios religiosos. No lo acabó, pero lo normalizó e impulso la visión vertical del Pontificado.

Todo el entorno mundial de fines de los ochenta se homogeneiza, cesa la discusión ideológica, viene la caída del Muro de Berlín y la época de los sarampiones parece acabada. «Nosotros nunca dejamos de discutir, de producir, de mantener facultades de Teología, pero es un ambiente seco y no hay oídos ni para la discusión teórica ni la política». Y en ese contexto encaja a la perfección un hombre como Juan Pablo II.

Sosa cree que para la mayoría de los mortales prevalece, en relación con Juan Pablo II, una de sus fortalezas: la de su imagen. «En ese sentido fue un hombre realmente extraordinario, capaz y audaz al mismo tiempo, que cumplió su agenda hasta el último día», pero, a la vez, observa que hay una «gran tensión» desde el punto de vista teológico, eclesial. «Es un tipo sumamente conservador, hay una reacción de involución con respecto al Concilio Vaticano II». Con Juan Pablo II se regresa a una Iglesia centralizada y él se esfuerza por mantener una unidad doctrinal, una unidad de fe. Sosa hace un breve recuento y se detiene en su política de nombramientos de obispos. «Fue consistente», dice «y en efecto, no nombra a gente de mente abierta sino que premia la fidelidad a la estructura de la Iglesia pero…», y Sosa lo quiere remarcar, en tensión con eso desarrolla unas posiciones de avanzada en lo social, en su reflexión sobre la paz. «Es una visión bien compleja de todo el tema de la guerra, de la justicia, y sus posiciones internacionales lo reiteran; por ejemplo, sobre Irak».

En la charla —larga, sin dispersiones excesivas— entra como cita casi obligada el filósofo y educador Fernando Savater, cuyos textos sobre ética y filosofía son estudiados en los seminarios religiosos, pero quien cuestiona sin moderación alguna a Juan Pablo II, el show de la nueva elección papal, y desea el fracaso de Benedicto XVI para que la gente deje, de una puñetera vez, de creer en eso. «Yo estoy con otra Iglesia, claro que no entiendo a CNN cuando coloca una cámara día y noche en el Vaticano… sacando la ventana del Papa…», pero sostiene Sosa que Benedicto es un hombre de ideas, que está al nivel de cualquier pensador en Europa, que sabe oír y que jugó un papel importante en la apertura intelectual de la Iglesia posconcilio. «Este es un hombre de Roma, ha vivido allí una buena parte de su vida, va a consolidar ideas y temas de su antecesor, pero una cosa es ser el encargado de examinar la ortodoxia y otra ser Papa».

Como Papa, Benedicto XVI tendrá, en sus tareas, la de recibir a todos los obispos. Por ejemplo, se imagina Sosa, al de San Cristóbal contándole al Sumo Pontífice que en su diócesis no puede dar misa porque los guerrilleros, unas veces, y los paramilitares, otras, temen lo que diga en el sermón y que ya han matado a tres curas, y que cuando da la misa lo hace en un pasillo porque no tiene iglesia ni posibilidad de tenerla. «ÃƒÆ’‚¿Qué le va a decir? ¿Que la misa se tiene que dar en una determinada estructura? No, le va a decir: muy bien, señor obispo, siga». Y Sosa prosigue en su plan de imaginar realidades y sospecha que cuando se siente frente a Benedicto, un obispo cualquiera del África le empezará a decir que 83% de los curas tienen mujer, que es su cultura, que es imposible que no la tengan, que él está contra eso, pero qué va a hacer, ¿botarlos a todos? Después el turno es a uno de Asia que le relata cómo se esconde del régimen comunista, que da misa con un pedacito de pan cuando lo hay, y otro le contará que tuvo que vender el palacio episcopal para pagar el juicio del sacerdote que violó a un carajito. «Es muy distinto discutir sobre la virginidad de María a ser Papa».

Hace tres años, una mañana o una tarde cualquiera, Arturo Sosa tomó un carrito por puesto en la esquina de Salas. La unidad estaba vacía y el chofer empezó a sondearle como hacen todos los choferes para ver a quién tienen al lado y, muy rápido, percibió que su acompañante no era un antichavista. “Se espepitó él: nosotros estamos con Chávez así tengamos que comer concha ‘e plátano, esa gente no sabe lo que es comer concha ‘e plátano, pero yo sí”. Lo cuenta porque él cree que se equivocan quienes sostienen que el apoyo a Chávez se deriva de las cosas que da, aunque no niega que mucha gente lo siga por los beneficios que reciba. «El los mira a los ojos, les pregunta por la familia, por la mujer, no pude ayudarte pero tú sabes por qué… eso vale más que todas las becas».

Por esos mismos días, o quizás un poco antes, Sosa le confiaría a Roberto Giusti, el periodista de El Universal, que el país vivía un momento estelar, creativo, «algo que ofrece grandes posibilidades en un clima, todavía, de mucha paz». Esa declaración bastaba, entonces, para ubicar —encasillar, sería más preciso— a un actor, como este, de la escena política. «Yo a algún periodista, excelente por lo demás, le dije: yo no hablo más contigo, y es que uno no sabía lo que iba a pasar con lo que decía». En todo caso, Sosa no recurre al manido expediente del «no dije lo que dice que dije», pues aún hoy sostiene que el momento es estelar. «Sigo pensando que Venezuela pasa por uno de esos momentos en que se puede ir a fondo en la reestructuración de las bases de convivencia». Ese momento es un tiempo largo —ni de dos, ni de seis, ni de diez años, dice— en el que se deberán construir unos consensos básicos, una visión compartida. «Los jóvenes de hoy, aunque les cueste orientarse, tienen en sus manos la posibilidad de marcar los próximos 50, 100 años de Venezuela».

Pero hay peligros, y enormes. Ya los había advertido en la entrevista referida: personalismo y militarismo. «El hombre que está a la cabeza del Estado, que tiene una gran fuerza carismática de liderazgo, que carece de contrapesos sociales y políticos, dentro y fuera de su partido, nos lleva de regreso a las tendencias más centralistas que ha habido en el país». Posiblemente, añade, la dictadura de Pérez Jiménez era más dictadura desde el punto de vista político pero «el poder personal de Chávez es mayor que el de las dictaduras del siglo XX. Por otro lado, está su soporte militar, estructura y mentalidad que se apodera de todos los resortes del poder».

«Estamos en un proceso de regresión». La frase queda suspendida con todo su peso en medio de esta tarde que ya se acaba. La anoto, la saboreo y me pregunto: ¿no es esto paradójico con el momento estelar? Así es la historia, responde, tenemos la posibilidad  de… pero ¿se avanza? No, no creo, hasta la forma como reacciona la oposición a su última derrota electoral apuntala este regreso al pasado. «Una de las cosas que he dicho ene veces antes de Chávez es que el gran mal de la sociedad venezolana era la despolitización, hay un déficit de ciudadanía».

Otra frase que se suspende y flota por el despacho del rector, da unas vueltas y regresa. “Aquí  no había discusión de ideas, no me gusta ese señor que está mandando, sácamelo de ahí, ese era el discurso”. Es el mismo pensamiento que privaba en el 92 y el 93 cuando se caceroleaba a Pérez II. «No hemos avanzado, porque no somos más ciudadanos que antes». Sosa fue, al principio de los noventa, un asiduo de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (Copre), donde acumuló horas y horas de discusiones. ¿Se perdió aquello? Él no cree que se pierda nada, sino que eso se va a recuperar algún día y de una forma no previsible aún. «Lo que propició la Copre está ahí, no ha muerto». Pero hoy quizás concede más importancia a otros asuntos que hay que planearse. «Lo que hay que preguntarse en serio, desde el punto de vista analítico, es a qué cultura política del pueblo responde Chávez, que mantiene ese apoyo tan alto”. No tiene la respuesta, dice que hay que indagarla y asoma que el Presidente ha sabido manejar con habilidad los orígenes populistas de la democracia nacional.

«El no promueve ciudadanía, sino lealtad».

La tarde muere entre presagios de más lluvia. Sosa invita a un breve recorrido por las instalaciones de la UCAT, en el centro de San Cristóbal, dos edificaciones sobrias, de patios interiores bañados aún por la luz, separadas por una calle y en la que cinco mil alumnos reciben clases cada día. Muestra la sala de lectura que los fines de semana se convierte en capilla improvisada para la misa. Da una cada domingo. «Es parte del oficio… y me gusta».

*El entonces sacerdote Ricardo Márquez después colgó los hábitos y formó una familia. Uno de sus hijos es Francisco (Pancho) Márquez, abogado, militante de Voluntad Popular y preso político del régimen de Nicolás Maduro. Fue liberado hace unos meses.

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