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Más desconcertado quedé al leer la versión de Ibrahim Guerra, quien opuso a la ingenuidad del burdel y a los personajes que en ellos habitan en la obra de El pez que fuma, la procacidad literal como forma de existencia.

Especial para Ideas de Babel.

Existe la promesa del próximo estreno de la pieza teatral El pez que fuma, de Román Chalbaud, en la nueva refundación de la compañía Nacional de Teatro de Venezuela.

Años después de la primera lectura que hice de esta obra, hoy la encuentro envejecida, descontextualizada, como toda la obra de Chalbaud. Quizás eso explica por qué nunca despertó un interés internacional en su primeros años de producción y representación, y menos ahora, en el ocaso de su vida, pero también de su obra. Esta es anacrónica e incoherente en su estructura y sin profundidad en el diseño caracterológico de sus personajes. Porque comenzó a escribir bajo la débil influencia de los parámetros realistas y naturalistas, de la segunda modernidad dramatúrgica, corriente superada que consagraron las obras de Heinrik Ibsen, Anton Chejov y August Strindberg.

Aunque las obras de esta triada dramatúrgica, a pesar del tiempo y la superación del estilo de composición, persiste en leerse y montarse en cualquier teatro del mundo, por la hondura y verdad de sus personajes. Los dramaturgos realistas y naturalistas, concibieron a los personajes como una multiplicidad expresiva, pero con la conciencia de que la psicología conductual no debilitara el ser del personaje.

En cambio en la obra teatral de Román Chalbaud, como en El pez que fuma, los personajes son estampas, copias débiles de la realidad con un dejo ingenuo y sainetero. Un muralismo sin fuerza que cualquier lluvia borra si se expone demasiado bajo el sol de la mirada. De allí que la densidad dramatúrgica que demanda la obra, está privada por una falta de intriga que se ramifique.

Román Chalbaud comenzó a escribir teatro cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, dio a conocerse la tercera modernidad de la dramaturgia, representada por dos grandes piezas, escritas por dos grandes dramaturgos. Las criadas, de Jean Genet, y Esperando a Godot, de Samuel Beckett. A través del desdoblamiento del personaje y su asunción ontológica absoluta, el texto teatral y los personajes alcanzaron una dimensión inédita. Ambos dramaturgos profundizaron la multiplicidad expresiva del personaje, como lo concibió William Shakespeare, en un adelanto abismal de lucidez, en el siglo XVI. «ÃƒÆ’‚¡ Mi conciencia tiene mil lenguas y cada lengua cuanta su historia particular!» Parlamento de la tragedia de Ricardo III, con la que se inaugura la primera modernidad de la dramaturgia europea. ¿Por qué Román no apostó a la creación de una dramaturgia ambiciosa como lo hicieron sus contemporáneos en las artes plásticas, como lo hizo Jesús Soto y Alejandro Otero? Probablemente, cuando Chalbaud quiso liberarse de ese pasado infructuoso, se mudó al cine, y en éste repitió lo mismo que en la dramaturgia teatral. Sus películas no son estimadas internacionalmente, ni valoradas críticamente en el mundo.

En Venezuela, y especialmente en el contexto de esta dictadura que vivimos, Román Chalbaud es elevado a mito, a paradigma dramatúrgico, pero su obra no es la mejor influencia para transformar la dramaturgia venezolana. Eso deben advertirlo con tiempo los nuevos dramaturgos. Un escritor no escribe para un gobierno, una ideología, ni siquiera para una patria. Escribe para el mundo. Para ese espacio orbital donde está esa insignificancia maravillosa llamada ser humano.

Más desconcertado quedé al leer la versión de Ibrahim Guerra, quien opuso a la ingenuidad del burdel y a los personajes que en ellos habitan en la obra de El pez que fuma, la procacidad literal como forma de existencia. Sin embargo, a pesar de la lecturas de la pieza original de Chalbaud y de la versión de Guerra, trataré de ir al montaje del director que por cierto, su concepción escritural, se contradice con las respuestas brillantes que le da a la entrevista hecha por El Espectador Venezolano que dirige Edgar Moreno Uribe.

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