la-construccion-del-personaje
El personaje entra a la escena escrita para develar lo que desconoce de sí y de los demás personajes, en esa interrelación sucesiva, promotora del conflicto dramático esencial.

El personaje es alguien venido de lejos; y como todo extranjero en tránsito, pronto ha de partir. Sólo nos conforta su fugaz presencia. Si es trascendente su aparición, la nostalgia lo evocará; de lo contrario, la memoria lo olvidará.

Especial para Ideas de Babel. Cuando el tejido de una obra de ficción, construida con palabras, se complejiza a través del diseño de sus personajes, al escritor se le abre la posibilidad de cruzar el umbral de las certezas, del sentido y la significación privilegiados por éstas, para ir más allá de la lógica y las demostraciones, y poder transitar libre, por los territorios del misterio inexplorado de la condición humana y su entorno, pero no de manera antropológica, sino, en su orden secreto y metafísico. La máscara contiene esa intención del misterio que la ciencia no logra aún dilucidar. La duda ontológica bebe de allí, y sobre todo, de la ritualidad donde está inmersa la sustancia psíquica. En la criatura creada, el escritor descubre más que una expresión asociada a la realidad estrecha del ser, porque al convertir a ésta en ficción orbital, la misma se ofrece como fruto de una dimensión inaprensible e indefinible por la conciencia condicionada; sentida, sí, por la percepción sensible de la sinrazón creadora. Por los caminos de la imaginación, se revela el corazón del ser en su esencia más plena. Su oscuridad y su incandescencia.

El personaje es una ensambladura de partículas y ondas, que al principio parecen vagar extraviadas, indefectiblemente, dice la creencia, como una irregular forma sin dirección. Sólo cuando el escritor las junta con el talento y la macerada técnica hasta rebasar la lente de la microscopia, ese universo de átomos y protones se organiza y estalla en nacimiento, ofreciendo el deslumbrar de la revelación frente a los ojos del lector o el espectador. En ese instante, el personaje adquiere plena existencia de su ser y estar. La conciencia creadora concibe al personaje como metáfora y dualidad de la persona, encarnada también en otras instancias corpóreas. Un personaje puede ser un paisaje; un lugar donde se prefigura un alma agazapada; un objeto que condensa el designio de una vida anunciada o ausente. En fin, una atmósfera donde se presiente rondar un espíritu. El personaje es alguien venido de lejos; y como todo extranjero en tránsito, pronto ha de partir. Sólo nos conforta su fugaz presencia. Si es trascendente su aparición, la nostalgia lo evocará; de lo contrario, la memoria lo olvidará.

La imagen del personaje la constituye el grano del color tamizado por la luz. Ella es la ductora muscular de las líneas vacías de su pintura, de su dibujo inacabado, de su perspectiva incierta. No más. Su hondura determinará el espacio de confluencia y el tiempo del existir de la nueva vida. Insuflado de espíritu, el personaje constituido en imagen se dispone a actuar en la escena como si fuera la primera vez del milagro. Hará de la brevedad la eternidad; del sitio, el mundo. La ficción no define ni agota al personaje como tal, no lo unidimencionaliza. Ninguna mezquindad lo alcanza. Si hay que sumarle una definición de valor a su presencia naciente, la encontraremos en la discontinuidad impalpable, allí, donde a retazos, se radiografía la verdadera condición humana. Un orden invisible es el organizador del movimiento de las estrellas y los planetas. La astronomía desde Euclides y Aristarco de Samos, hasta las indagaciones sobre la historia del tiempo de Stphen W. Hawking, señalan esta arpillera en expansión que nos advierte de nuestro rol vital. Una rígida trama, para los astrólogos concita al destino del cada hombre. Singularidad que copia el dramaturgo a la hora de tallar al personaje como entidad expresiva y única,

En la dramaturgia teatral, esta voluntad oculta de la existencia del hombre y su marco que lo destaca, adquiere representación a través de su doble: el personaje. Entonces, la estructura de la obra donde bullen los contenidos de su épica, no debe avanzar hacia cotidianidades inútiles y accesorias. Cada situación, cada escena, cada acto, habrá de elaborarse para impulsar el hacer de su existencia hacia un fin revelador y estelar. En el texto teatral los actos de la vida creada no han de trocarse en gratuitos. Quizá porque la dramaturgia teatral relata sus historias sustrayendo descripciones y vaguedades; en cambio, en la prosa se suman descripciones e irrelevancias, para poder potenciar las historias. Particularmente, en la novela donde la extensión puede constituirse en el mayor peligro de los divagaciones. El cuento y el relato aún están preservados por la síntesis de la composición. Cada género tiene su monte y su maleza, los cuales no siempre se pueden obviar o limpiar.

En cada uno de los parlamentos, y en la subtextualidad de los mismos, el diálogo teatral crea vacío y ausencia. No así la narrativa, la cual se obstina en copar el vacío. Probablemente, porque este género no confía plenamente en el silencio o en la inexistencia. Virtud que posee el texto teatral, al tener por vecino a la poesía. Género, éste último, donde queda abolida la prisión reducida de los atavismos y excrecencias, de las pautas culturales y sociales, imposibilidades que el ser debe superar para poder optar a la libertad de su albedrío. La construcción del personaje teatral, entonces, apuesta por existir en el absoluto estructural de la obra creada, así parezca moverse en la relatividad de cada suceso que le da sentido existencial.

El texto teatral se volatiliza en el instante, como si intentara en ese deslizamiento fugaz hacia la muerte, concitar su discurso en la perennidad del proto-tiempo. Un poema nombra al vasto mundo con pocas palabras. En la poesía no hay discurso, sino, rito verbal. El texto teatral se aproxima a esa voluntad por los caminos de la ambigüedad discursiva. En su expresión galopante, actúa como discurso manifiesto, y paralelamente, como discurso oculto. Las palabras en el teatro son puentes para fundar la acción mental del personaje. Su hacer propio, por tanto, no debería derivar hacia un dispositivo coreográfico en donde la cotidianidad pueda socavarlo. Las palabras son mantras y resonancias, práctica y concreción sustantiva. Se escribe teatro para apostar a la representación de las psiques de un universo todopoderoso, enigmático. La mente de los personajes reedita esta realidad cósmica en las historias donde se hallan inmersos; en los diálogos donde se desteje el pasado, se apuntala el presente y se edifica el provenir. Los principios de este basamento orgánico y estructural, son el soporte para la multiplicidad expresiva, inagotable del personaje.

En la obra teatral los personajes están obligados a represar las motivaciones ciertas e inciertas, ocultas o veladas de su constitución caracterológica, el misterio halla lugar con mayor significación en la forma de los arquetipos, en los mitos o los paradigmas donde se propicia el todo del ser genérico. No nos referimos al misterio promovido por la ideología o las religiones en la diatriba recurrente del bien y el mal, con el único objetivo de producir intriga dramática y propiciar así, expectativas y emociones predecibles. Nos referimos al misterio concentrado en los parámetros de la causalidad, el cual sólo se nos hace visible cuando toca y roza nuestra indiferencia. El presente anecdótico donde se encuentra el personaje, es un pretexto par a ir al fondo de realidades conocidas y desconocidas, paralelas, fuentes pulsoras de la ficción. El presente es la mejor expresión de la ignorancia del individuo y del personaje, de la certeza en sombra de su destino. Allí todo parece pero nada es. Una aproximación no es una garantía, un asir no es una apropiación. Porque las partes del todo, es un escurridizo y deslizante fervor hacia el infinito. Por eso, la imagen es una ilusión, un engaño. Sin embargo, es lo único que tenemos para ir al otro lado.

El personaje entra a la escena escrita para develar lo que desconoce de sí y de los demás personajes, en esa interrelación sucesiva, promotora del conflicto dramático esencial. En ese territorio del suceso, una ansiedad lo conduce, y a veces, en la existencia que le prestan, logra conocer algunos móviles de la historia que los determina.

Sólo el autor teatral sabrá de la raíz y la savia nutriente del personaje, como el creador absoluto de tan frágiles y escurridizas existencias, de esas semejanzas humanas deseosas de ser interpretadas por otros. Aunque la interpretación sea la obstinación impotente por apropiarse de lo imposible: la imagen del personaje. El personaje representa la máscara más lejana de la esencia humana, a través de una dimensión capital: los sentimientos. Porque el sentimiento es un espejo de su naturaleza. Un espejo que muestra lo reflejado de manera inversa, distorsionada. Un cuadro cubista que se busca recomponer para poder comprenderlo.

Existe una excelente obra de teatro, de Irina Dendiouk, llamada La alineación de los planetas. En ella, la intensidad y la profundidad allanan a los personajes a través de la entrañable razón ontológica, estadio para concitar el misterio de las incertidumbres. El sentimiento del amor une y desune a los personajes, en una ambivalencia rectora, llevándolos de la mano a encuentros y desencuentros elípticos. Cuando el amor parece cobijar y satisfacer las expectativas del conjunto, los accidentes inesperados intervienen y cambian el curso de sus deseos. Una reunión los convoca a observar la alineación de los planetas. En dicho encuentro, la fortuna podría ser favorable para los invitados, paradójicamente, el azar reactiva deudas amorosas no complementadas, irresolutas. Entonces, los personajes se precipitan a la fisura del dolor, a la caída irreparable.

El sentimiento del amor nos confirma no tener sujeto privilegiado para habitarlo por siempre, y así como todo sentimiento, emerge, florece y desaparece mudándose sucesivamente, de un ser a otro. Quizá esa sea la mayor certidumbre de esta obra: la impermanencia amorosa. Pero igualmente, del sentimiento humano como tal. El sentimiento es la barca donde viajan a contracorriente los personajes de la ficción teatral. Porque éste, en el desarrollo del argumento, establece un curso súbito e incalculable para los protagonistas; y ciertamente, en esta dinámica está agazapado el misterio y lo inaprensible. El personaje ingresa al suceso de la escena, y en ese instante de su acción con la que pretende conquistar un objetivo dramático, un sentimiento lo incita y lo conduce hacia la playa de lo inesperado. El sentimiento se vislumbra en la acción verbal o en la acción física o gestual, para sucumbir progresivamente, a las gradaciones de su natural desplazamiento emocional hacia otro sentimiento, en otro lugar, en otro tiempo y con otros personajes. Un sentimiento continuamente sucederá a otro, así haya uno rector en la vida del personaje que parezca definitivo, igual a un faro o espejismo a punto de confundirlo.

El sentir del sentimiento es la base con la cual está conformado el personaje, es como su hora de nacimiento, el nido del misterio de su identidad y su existencia única. La obra teatral es la casa donde se fragua y se expone ese núcleo prefigurante, y en ese contexto, cada personaje actuará no sólo con fines objetivos, lo hará también con intenciones sensibles, propias, activadas por los sentimientos de su conciencia y de su inconsciencia.

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