Perro abandonado
«Déjame volverme la sombra de tu sombra, la sombra de tu mano, la sombra de tu perro. No me dejes». Jacques Brel.

                                                                               (…) Laisse-moi devenir, l’ombre de ton ombre . L’ombre de ta main, l’ombre de ton chien. Ne me quitte pas.

                                                                                                                          Jacques Brel 

Un nuevo fenómeno social, con F de flagelo y S de suplicio respectivamente, está asolando la tierra venezolana, esta tierra que antes fuera Tierra de Gracia y a la que hoy pareciera que habría que anteponerle el prefijo Des, tantos y tan graves son los males que la aquejan.

Si, como dicen, en un estado de guerra la primera víctima es la verdad, en un estado de precariedad económica los primeros sacrificados son los débiles, aquellos que, sin voz para defenderse, son arrojados del seno de la familia humana y condenados a una soledad peor que esa primigenia en la que —antes de que la mano del hombre los sacara para su propio provecho— vivían sin otra dependencia que las de sus propias fuerzas.

Demasiado tiempo sumisos, romos los colmillos y las garras, romo el instinto básico de supervivencia, los he visto acostarse a morir a la orilla de las carreteras o en las calles de esta ciudad, el cuero pegado a las costillas y una desolación tal en la mirada que me he preguntado si no fue la misma convivencia con lo humano lo que los fragilizó de esa manera, lo que los contaminó con esa Angst existencialista en la que la consciencia de no ser —o de ser la nada absoluta— puede matar más rápido que la misma inanición.

¿Pero quién quiere oír alegatos en contra del abandono de perros y gatos en la Venezuela de hoy cuando el hambre hace sonar el tambor del vientre humano?

Algunas semanas después de la tragedia de Vargas, un fenómeno a la inversa comenzó a evidenciarse en el país; sacudido por el horror de lo vivido, el venezolano volvía sus ojos hacia los animales perdidos o abandonados y, con la empatía como instrumento, socorría a quienes se arrimaban en busca de comida y de afecto. Acostumbrado a la caricia sobre el lomo y, por qué no, hasta la patada o la indiferencia, el ser humano había devenido para la mascota tan animal de compañía como la mascota para el ser humano, privarlo de su presencia era privarlo de esa dimensión del ser que el hombre le había dado.

Entrelazados, yuxtapuestos, cohabitantes en el mundo para lo mejor y lo peor, el animal doméstico y el hombre habían logrado materializar, en cierto sentido, una de las frases del jefe indio Noah Seattle: “Si todos [los animales] fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad espiritual; porque lo que le sucede a los animales también le sucederá al hombre. Todo va enlazado”.

¿Qué pasó desde entonces? ¿Cómo devinimos de empáticos socorristas a impávidos abandonantes? ¿En qué momento de estos 17 años transcurridos desde la deslavada noche de 1999 —y su amanecer bravucón en el que se parafraseó aquello de “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”— nos convertimos en lo que somos? ¿Importa, acaso, saber el cuándo, el porqué, o esa es hoy una pregunta ociosa que habrá de ser respondida mañana por sociólogos y antropólogos? ¿O sí importa y es imprescindible identificar el germen de los que nos trajo hasta aquí para encontrarle, antes de que sea demasiado tarde, una solución? En la Alemania nazi, dicen, seis millones de judíos exterminados no escandalizaban porque la devaluada moneda alemana había habituado al pueblo a hablar de cifras millonarias que no tenían ningún valor…

También —mal podemos imaginar hasta qué punto— hay niños y ancianos abandonados en la Venezuela de hoy, el sálvese quien pueda que nos ha traído aquello que pretendía salvarnos a todos ha hecho estragos. De salvación colectiva que quiso ser, pasó a ser individualismo feroz y, a diferencia de los perros y gatos domésticos, nos asilvestró a todos, nos afiló las garras y los dientes y nos dio permiso para retrogradar.

“Déjame ser la sombra de tu mano, la sombra de tu perro”. En esas palabras de Jacques Brel —que no tienen que ver aquí más que con el abandono— pienso cuando cruzo la mirada suplicante de esos seres pura piel y huesos que recorren las calles de esta ciudad. Desde lo insondable del sentir sus miradas hablan y, transida de dolor, esto es lo que escucho: Déjame ser la sombra de tu perro, reduce al mínimo aceptable la ración de comida que me das, pero no me dejes, no me sometas a dos suplicios al mismo tiempo: el hambre y el abandono, porque, hecho a tu imagen y semejanza, soy capaz de soportar mejor lo primero que lo segundo.

Nota bene:

Quien lo desee puede firmar la petición realizada por Denis Vargas a Misión Nevado a través de https://www.change.org/p/plan-de-alimentaci%C3%B3n-para-perros-y-gatos-abandonados-misionnevado-vice-social?recruiter=84805211&utm_source=share_petition&utm_medium=email&utm_campaign=share_email_responsive

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