Américo Martín 1
Américo Martín fue el orador de orden en la Asamblea Nacional para reivindicar la civilización frente a la barbarie.

Desde 1999, en especial más recientemente, a partir del momento en el cual Nicolás Maduro se arrojó en brazos del Alto Mando —entregándole la distribución de alimentos, empresas mineras, bancos y televisoras—  la celebración del 5 de Julio dejó de ser un homenaje a los fundadores de la Patria, la mayoría civiles ilustres, y se convirtió en culto al caudillo Hugo Chávez, principal causante de los graves males que sufre el país.

Esa fiesta nacional tenía dos momentos de celebración. Uno, en el Parlamento, en reconocimiento a la fundación de la República y a la autonomía del Poder Legislativo, depositario de la soberanía popular. El otro, en Los Próceres, para homenajear las Fuerzas Armadas, garantes de la independencia e integridad del territorio nacional. En los dos actos estaban presentes los representantes de los Poderes Públicos con el fin de simbolizar la unidad y cohesión del Estado republicano.

El infinito sectarismo y arrogancia de Maduro cortaron esa tradición, cargada de fuerza simbólica. El mandatario desconoció, de nuevo, la importancia de la Asamblea Nacional. Desechó estar presente en la sesión especial en la cual el orador de orden sería Américo Martín, admirado político e intelectual,  y no invitó al desfile militar a Henry Ramos Allup, presidente de la AN, ni a los demás parlamentarios de la oposición. Por añadidura, encadenó los medios de comunicación para que el país no viese en directo los eventos que ocurrían en el Hemiciclo, ni oyese el discurso de Martín.

En esta oportunidad también hubo dos actos, pero opuestos. En la AN estuvo presente la tradición democrática, la civilización. En Los Próceres, se materializó el  militarismo, emblema de la barbarie. El 5 de Julio, debido a la insondable torpeza y sevicia de los gobernantes rojos, no sirvió para reconciliar al país ni siquiera por un día. Los militares fueron el instrumento utilizado por el autócrata para ahondar las diferencias y dejar la nación más dividida. Esta separación podría sintetizarse en la fórmula militarismo versus democracia.

Los militares, en particular la cúpula, están obligados a entender y asumir que —salvo Cuba y Nicaragua— en el resto del continente y el mundo —con escasas excepciones, como Corea del Norte— ellos están sometidos al poder civil, organizado en las instituciones republicanas. En las democracias genuinas, el reconocimiento a la institución castrense no proviene del tutelaje que esta ejerce sobre la sociedad a través de un sátrapa, sino en su mérito para resguardar con eficacia el territorio de intervenciones extranjeras y velar por el cumplimiento de la Constitución cuando la Carta Magna se ve amenazada por factores internacionales o endógenos que amenazan la estabilidad y paz de la nación.

Los factores que más comprometen la seguridad nacional son los irresponsables acuerdos con Cuba, que incluye regalar petróleo por millones de dólares cada día, y los irracionales endeudamientos con China, Rusia e Irán. Las insignias que los militares tendrían que lucir en sus charreteras deberían ser en premio por la lucha contra el narcotráfico, una de las principales fuentes de su desprestigio y del país. Ganarse galardones manteniendo preso a Leopoldo López en la cárcel militar de Ramo Verde y a jóvenes políticos en otros centros penitenciarios, por haber protestado contra el gobierno, o reprimir a gente hambrienta en Cumaná, Tucupita y Caracas, no constituye ninguna señal de heroísmo o dignidad, sino un símbolo  de abyección frente a la camarilla que somete al país e induce al gorilismo.

La Fuerza Armada se ha devaluado frente a la nación. De ser una de las instituciones más respetadas y queridas, ha pasado a ser despreciada, aunque no temida. Ha quedado bajo el dominio de una élite cómplice con la corrupción y la incompetencia. Esa hegemonía tiene que sacudírsela. No existe ningún país militarista donde se haya producido desarrollo y bienestar, o en el cual la Fuerza Armada haya disfrutado de reconocimiento social. Tampoco hay ninguna nación donde su poder se haya eternizado. Pérez Jiménez se derrumbó con una brisa. Lo mismo ocurrió en Argentina, Brasil y Uruguay. En este último, los militares tuvieron como fachada un gobernante civil.

En el combate entre civilización y barbarie, siempre triunfa la civilización, es decir, la democracia. Que nunca lo olviden.

@trinomarquezc

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