El narrador caraqueño ÃÂÂÂngel Gustavo Infante â€â€ÂÂautor, entre otros textos, de CerrÃÂÂÂcolas (cuentos, 1987), Yo soy la rumba (novela, 1992) y Poética del Cuento (1993), inicia sus colaboraciones con Ideas de Babel con este homenaje a Rogelia Medina, a quien todos conocemos y admiramos como Canelita Medina, legendaria voz de la música del Caribe y urbana en Venezuela. Lo hemos dividido en dos capÃÂÂÂtulos. Que lo disfruten.
I
La austeridad de Canelita comienza al presentarse. Un nombre y un apellido: Rogelia Medina, nada más. Es una mujer menuda de 76 años, recia y serena a la vez, dueña de una compostura que solo interrumpen sus zapatos amarillos, elegidos ese dÃÂÂÂa no precisamente para cumplir con la rutina de bajar al abasto o caminar por las aceras de El ParaÃÂÂÂso donde reside, sino para que nadie olvide quien lleva el nombre de la rumba en este paÃÂÂÂs.
No hay palmeras de fondo como en las carátulas, no hay mar en este escenario ÃÂÂÂntimo. Hay una torre, un apartamento modesto y una pared blanca para celebrar los 58 años de una voz que le ha brindado lo necesario para vivir y solo le ha permitido los lujos que justifican los afanes de todo artista del espectáculo: el éxtasis de la ovación y el cariño del público.
Su nombre de pila se comenzó a oÃÂÂÂr desde marzo de 1939 en Los Caracas, un caserÃÂÂÂo frente al mar Caribe atravesado por una carretera de tierra que unÃÂÂÂa al pasado con el futuro. Hacia atrás, donde la vÃÂÂÂa se convertÃÂÂÂa en camino de recuas, quedaban Osma y La Sabana con las vidas rendidas de sus abuelos. Hacia adelante la esperaba Macuto, adonde llegó a los 2 años de edad, no a temperar como acostumbrara en esa época la gente que bajaba de la ciudad, sino a vivir junto a sus padres y a sus siete hermanos, en el barrio El Playón de Las Quince Letras.
Su nombre artÃÂÂÂstico gira a 33 revoluciones por minuto desde finales de los años cincuenta, por la inspiración de Salvador Suniaga Marcano y el liderazgo de Jhonny Pérez en la Sonora Caracas. Ya era una referencia en el ambiente de la ‘música pimientosa’ cuando en 1962 le canta al Marañón:
Bésame la boca negro
para que sepas que es sabor,
guarachando con el tÃÂÂÂtulo del long play de Pedro J. Belisario. Y cuando VÃÂÂÂctor o El Marañón â€â€ÂÂque para entonces todo el mundo preferÃÂÂÂa llamar el Negro Piñero y venÃÂÂÂa de compartir con Pacho Galán el tÃÂÂÂtulo de El Rey del Merecumbé se dispone a darle un pico, ella sonrÃÂÂÂe distante y alegre como una estrella negra con labios rojos.
En El Playón, Rogelia vivió en una casa construida por su padre Reyes Luciano Romero, carpintero fino y albañil ocasional, con una marcada afición por la bohemia que ejercÃÂÂÂa como serenatero desde los viernes al atardecer cuando comenzaba a contemplar el horizonte azul y a silbar sus nostalgias, para luego ponerle voz y acompañar con su guitarra algún aire popular como aquel de Balbino GarcÃÂÂÂa:
Asàcual las brumas del mar
hay pechos donde nace amor
hay seres que nacen y crecen
y pronto perecen
muriendo de amor
Y entre aquellas brumas desaparecÃÂÂÂa hasta la madrugada del lunes, cuando la familia retomaba el ritmo bajo las órdenes de una madre dedicada en cuerpo y alma a las labores propias de su sexo, como se decÃÂÂÂa entonces de las amas de casa, que llamaba a Rogelia y sus hermanos para moler maÃÂÂÂz, barrer o completar las doce latas de agua necesarias para llenar un pipote, antes de prepararse para ir al colegio.
Hasta que el destino, como un bolero inspirado en la fatalidad, los hizo llorar a mares: Reyes Luciano, el padre, a sus 40 años de edad no pudo superar una trombosis. El golpe acabó con su infancia. Hubo que cambiarlo todo y despedirse de la escuela Francisco Fajardo, de los vecinos y de Jacinto, el hermano mayor, quien decidió devolverse a Los Caracas y ancló definitivamente en Anare.
La voz de Reyes quedó grabada en las frescas madrugadas de La Guaira. Mucho tiempo después, detrás de las ventanas, las mujeres juraban oÃÂÂÂr aún su canción predilecta:
Aunque tú me has echado en el abandono,
aunque ya han muerto todas mis ilusiones,
en vez de maldecirte con justo encono,
en mis sueños te colmo,
en mis sueños te colmo
de bendiciones…
Canelita solo habÃÂÂÂa trabajado con la Sonora Caracas, fundada por el bongocero Carlos Emilio Landaeta, el popular ‘Pan con queso’, siguiendo el modelo de la gran Sonora que de Matanzas pasó a La Habana y luego, bajo la dirección de Rogelio MartÃÂÂÂnez, se impuso en todo el Caribe. Ella siempre guardó fidelidad a las orquestas y lealtad a los amigos, se atrevió con el permiso de Johnny Pérez; pero no cruzó el umbral que la convirtiera en la figura femenina de una agrupación que cambiaba de nombre y lÃÂÂÂder según la ocasión entre Pedro José Belisario y Los Caribes de Piñero, pese a que la Sonora ya hacÃÂÂÂa aguas, aun siendo la atracción central del Pasapoga, un night club muy concurrido en la planta baja del edificio Karam, de Ibarras a Pelota en la avenida Urdaneta, a cuadra y media de Punceres y Plaza España donde habÃÂÂÂa un busto de Cervantes y se tomaban los Autobuses del Sur, unos carros azules de trompas largas que bajaban roncando por la avenida Fuerzas Armadas, pasaban por Roca Tarpeya, donde se veÃÂÂÂa El Helicoide en construcción, y seguÃÂÂÂan por la Nueva Granada hasta el fin del mundo representado por el hipódromo que aún no se habÃÂÂÂa estrenado en La Rinconada.
En el Pasapoga se trasnochaba alternando con Jesús Marcano, ‘El moreno romántico’, o haciendo el coro acompañada a ratos por los trompetistas Daniel León, ‘La Gata Tobita’ y Paquito ‘El Cubano’; por el pianista Alfredo Sojo, ‘La Perrita’; por ‘PescaÃÂÂÂto’, el bongocero; o Ricardo, el de las congas. Era una jornada muy dura para una muchacha que antes de entrar en la farándula quiso dedicarse a la enfermerÃÂÂÂa; pero ya Canelita, el número de Suniaga, habÃÂÂÂa comenzado a conquistar el mercado del disco y debÃÂÂÂa complacer a los bailadores que no conformes con seguirla cada noche también asistÃÂÂÂan al vermouth danzante de los sábados. Además tenÃÂÂÂa un motivo muy especial que aliviaba el cansancio detrás del micrófono: sus amores con Alfredo Sojo.
Los almendrones de Macuto desaparecieron cuando su nuevo entorno se pobló de tablas, ladrillos y láminas de zinc. La Junta Militar de Gobierno, presidida por Carlos Delgado Chalbaud, intentaba en vano ordenar una capital desbordada por la inmigración. La Ladera era un sector de La Vega que comenzaba a expandirse cerro arriba entre eucaliptos, arbustos de tártago y cuchillas de gamelote. AllàRogelia, de 10 años de edad, escuchó por primera vez a Celia Cruz, lejos de imaginarse que algún dÃÂÂÂa alternarÃÂÂÂa con ella. Celia gozaba de cierta popularidad en el paÃÂÂÂs. El año anterior, 1948, en su primera visita acompañada por Las Mulatas de Fuego, habÃÂÂÂa grabado para el sello Turpial, en formato de 78 rpm, La Mazucamba con la Leonard Melody, la banda de Leonardo Pedroza. Sin embargo fue la CMQ de La Habana quien se la presentó en un radiecito de baterÃÂÂÂas que ahora en Caracas solÃÂÂÂa escuchar por las noches junto a su mamá. Por aquella emisora, la cubana interpretaba una pieza cuyas frases la guaireña repitió durante años:
MarÃÂÂÂa del Carmen
RodrÃÂÂÂguez Fernández,
se llama…
En eso andaba cuando se entera del magnicidio que puso al paÃÂÂÂs a temblar; pero el asesinato del presidente no le dolió tanto como el rechazo de la Escuela de Enfermeras de la Cruz Roja, donde no pudo inscribirse por su corta edad. Entonces decidió ayudar a su mamá, quien lavaba y planchaba ropa a domicilio, y antes de comenzar la adolescencia se empleó como ayudante en una fábrica de cierres en la parroquia San José.
El poco tiempo libre lo invertÃÂÂÂa en los oficios de la casa, en escuchar radio y compartir algunos cigarrillos con sus nuevas amistades de La Hoyada, otra zona de La Vega adonde se habÃÂÂÂan mudado recientemente.
Fue entonces cuando Rogelia se atrevió a cantar por primera vez ante una audiencia desconocida. Era una muchacha flaca y tÃÂÂÂmida de 17 años y andaba maravillada por la gran novedad que habÃÂÂÂa llegado al paÃÂÂÂs representada por una caja de madera con patas y una pantalla de vidrio, a quien le resultaba imposible prever la posibilidad de estar ahàdentro antes de cumplir los 20, en la Vespertina musical de Televisa transmitiendo desde Colina de Los Caobos. Su experiencia se reducÃÂÂÂa a amenizar los bautizos de muñecas que inventaba con sus vecinas para aliviar el tedio de los domingos. Gracias a la insistencia de su público habitual â€â€ÂÂcompuesto por seis hermanos, su mamá y algunos vecinosâ€â€ÂÂ, el cual se ofreció a acompañarla, de ser preciso, hasta la esquina de Bárcenas donde quedaba la emisora de radio, decidió inscribirse en el concurso Buscando estrellas que animaba Henry Altuve en Ondas Populares.
La primera vez fue un desastre. No pudo controlar los nervios: el programa de aficionados se transmitÃÂÂÂa en vivo con orquesta y público en el estudio. No era lo mismo repetir las canciones directas del tocadiscos o cantar acompañada por el tres de Jacinto, quien a veces subÃÂÂÂa a Caracas a visitar a la familia, que sentir en la espalda una banda de músicos profesionales que querÃÂÂÂa tragársela y enfrentarse al remolino de caras extrañas que giraba entre las luces. Se quedó muda. Y cuando apenas pudo cantar, el abucheo fue general.
Jhonny Pérez la revivió con sus consejos: el negro sabÃÂÂÂa que a ese diamante solo le faltaba brillo. Le recomendó que ensayara Saoco y le enseñó algunos trucos para que proyectara la voz y ganara escena. Durante esa semana el estribillo acompañó a Rogelia a todas partes, dÃÂÂÂa y noche. De dÃÂÂÂa ensayaba y de noche soñaba que ensayaba:
Saoco en la tumbadora
Afarolàen el omelé
Saoco en la tumbadora
Afarolàen el omelé
A los ocho dÃÂÂÂas volvió a Ondas Populares acompañada por su familia y medio barrio. Cantó y ganó. Esa fue su primera ovación. El animador, que ya anunciaba el carisma que luego desarrollarÃÂÂÂa en Radio Caracas Televisión con La Feria de la AlegrÃÂÂÂa, lo certificó en vivo. Antes de concluir el programa, Jhonny se apartó del grupo que apostaba por el campeón pluma Sonny León para la pelea de esa noche y la llamó aparte, le invitó un Phillips Morris â€â€ÂÂque ella fumó sin ocultar el temblor de los dedos y le extendió un contrato para cantar con La Sonora Caracas.
En los primeros ensayos se dieron cita la ansiedad de las teclas y la inquietud de la voz. Y saturados por la más divina llama, como cantara Carmen Delia DipinÃÂÂÂ, Alfredo y Rogelia comenzaron una historia de besos de fuego que ninguna de las cláusulas del contrato pudo advertir ni mucho menos contener. Casi al mismo tiempo en que la niña se convierte en mujer, Rogelia se convierte en Canelita. Su destino se pronuncia ante el micrófono y su felicidad viaja junto a Alfredo, la orquesta y su hermano Jesús Manuel â€â€ÂÂel chaperón designado para acompañarla en la primera gira apretujada en una camioneta Ford modelo 52 que tardarÃÂÂÂa 18 horas en llegar a Güiria.
En el largo y tortuoso camino el personal tuvo suficiente tiempo para repasar los arreglos. Ella volvÃÂÂÂa una y otra vez sobre el repertorio que pertenecÃÂÂÂa, ÃÂÂÂntegro, a la Sonora Matancera y repetÃÂÂÂa de memoria los soneos de Burundanga, Juancito Trucupey, En el bajÃÂÂÂo o Yerberito Moderno. Y ese ‘rumor de un pregonar’ con el que abrió su primera actuación aquella noche, a finales de 1957, la mantuvo por 19 años a la sombra de Celia Cruz, hasta su renacimiento, ocurrido un dÃÂÂÂa de 1976, gracias a Federico y su Combo Latino.
Esa noche la brisa que solÃÂÂÂa llegar desde el Atlántico se negaba a refrescar al pueblo. La PenÃÂÂÂnsula de Paria permaneció inmóvil hasta que el director y bajista, Alirio Ramos, marcó la entrada de la Sonora Caracas. Canelita bebió un trago de Real Carúpano para afinar la tesitura y calmar los nervios. De inmediato todo se animó, volvió la brisa y los bailadores salieron a la pista. Entonces Jesús Manuel, tratando de controlar la emoción y el orgullo al ver a su hermana adueñarse de la fiesta, despachó tres Highland Queen con soda sin saber que serÃÂÂÂan cargados a la cuenta de la cantante quien, después de tres bailes, solo cobró 75 de los 150 bolÃÂÂÂvares que le habÃÂÂÂan ofrecido.
La mala nueva no mermó el éxtasis en que se hallaba Canelita. En pocas horas habÃÂÂÂa probado la miel del éxito, ya encontrarÃÂÂÂa algo en el camino de regreso para contagiarle la alegrÃÂÂÂa a su mamá y al resto de sus hermanos. Quizá apenado por el descuento, Jesús Manuel bajó la guardia. La pareja, apretujada entre la dicha colectiva de la camioneta, pudo intercambiar sus anhelos. El pianista, entonces, le susurró al oÃÂÂÂdo un numerito que hablaba de matrimonio. Ella abrió los ojos y vio a la bahÃÂÂÂa de RÃÂÂÂo Caribe alejarse como un recuerdo. Volvió a cerrarlos y sólo le pidió a Dios que la señora Trina, la madre de Alfredo, se lo permitiera.
Alfredo Sojo â€â€ÂÂLa Perrita, como se le conocÃÂÂÂa en el ambiente musical era el primogénito de la doña. El segundo era AnÃÂÂÂbal. Los tres vivÃÂÂÂan en una modesta casa en El Guarataro, el viejo barrio de la parroquia San Juan. AnÃÂÂÂbal era baterista, pero estaba desempleado porque su jefe, el dominicano Luis MarÃÂÂÂa Frómeta, habÃÂÂÂa sido detenido por bÃÂÂÂgamo. Eran unos dÃÂÂÂas intensos: mientras él percutÃÂÂÂa la entrada de Los Cadetes, uno de los éxitos más recientes de la Billo’s Caracas Boys, otros cadetes se preparaban para servirle a la nación la revuelta que en breve sacarÃÂÂÂa al general Marcos Pérez Jiménez del poder. La mayorÃÂÂÂa de los músicos se limitaba a cumplir con su trabajo. Si alguno militaba en el Partido Comunista o colaboraba con Acción Democrática en la clandestinidad, nadie lo sabÃÂÂÂa. En casa de Alfredo y AnÃÂÂÂbal la gorra la llevaba doña Trina, quien no permitÃÂÂÂa desorden alguno. Todos la respetaban. Por ahàpodÃÂÂÂa pasar Pan con Queso, Eduvigis Carrillo, Oscar Morenza, es decir, la dotación completa de la Billo’s, pero ella no permitÃÂÂÂa que siguieran el ejemplo de su jefe en desgracia ni que hablaran de polÃÂÂÂtica ni, mucho menos, que se excedieran con los tragos. Todos derechitos como los cadetes de la canción, desfilaban ante su autoridad, bien para pasar el rato con su beneplácito, o bien para solicitar el permiso respectivo si se necesitaba la presencia de alguno de sus hijos en un ‘ventetú’, o para formalizar un contrato si eran las destrezas con las teclas o las baquetas lo que las orquestas precisaban.
De allàque Alfredo se sublevara lejos de casa, donde el espÃÂÂÂritu de la mala bebida comenzó a dominarlo. Asàfue como pronto salió de la Sonora. En su lugar, Alirio y Johnny metieron a Carlos José MaitÃÂÂÂn. Doña Trina accedió â€â€ÂÂno sin reservas y cuando las cosas mejoraron, un dÃÂÂÂa de 1959, la pareja se casó en una ceremonia ÃÂÂÂntima y sencilla. Rogelia se mudó a casa de Alfredo y en febrero del año siguiente nació su única hija, quien saldrÃÂÂÂa cantante como su madre y su abuelo y llevarÃÂÂÂa el nombre de su abuela paterna.
El matrimonio duró menos que el noviazgo y Rogelia se fue a Los Cocuyos, en la calle Razetti de Los Rosales, donde ahora habitaba la fiel audiencia que durante muchas noches la oyó cantar sotto voce aquella pieza de Bienvenido Julián Gutiérrez que mucho tiempo después, en 1979, ella grabarÃÂÂÂa en Sones y guajiras:
Si para vivir contigo he de llorar,
he de llorar, no lloraré.
Callada, serena, mis penas ahogaré
en vino, en besos, que harán revivir
la vida del hombre, que siempre fue feliz
que por tus caprichos, trocaste infeliz.
La tristeza se disipaba con cada sonrisa de Trina y fue precisamente a los dos años, cuando la niña articulaba algunas palabras, que terminó de despedirla al grabar con Pedro Jota y el negro Piñero el disco de marras, donde colocó su sello personal con la inspiración:
A màme llaman la negra
la rumbera del solar
Y asàsiguió, entre los sobresaltos de la lucha armada y las asonadas militares, poniéndole sabor al paÃÂÂÂs de Betancourt que ardÃÂÂÂa en guerra de guerrillas. Pronto asistirÃÂÂÂa a la disolución de la Sonora, poco después de la llegada de su último pianista: Enrique Iriarte, un muchacho largo y delgado, a quien Johnny de inmediato bautizó como Culebra, que venÃÂÂÂa de tocar en un prostÃÂÂÂbulo de Catia La Mar. Esa vez también debió salir cabizbaja del edificio Karam, subir hasta la esquina de Las Ibarras y, antes de llegar a Veroes, detenerse ante las amplias vitrinas del Almacén Americano para, finalmente, entrar y dejar allàparte de su liquidación y su congoja.
La vida debÃÂÂÂa continuar y, de hecho, continuó con la invitación de Luis González para cantar con Los Megatones de Lucho, donde coincidió por breve lapso con Pan con Queso. Pero aquella tarde, después de salir de la tienda, caminó a lo largo de la avenida Urdaneta con ánimo de perderse entre la gente e intentar verse desde afuera, como si fuese otra persona. Y allàiba, muda y desorientada, como cuando se presentó por primera vez en Radio Continente, en un programa transmitido en vivo, con la banda de la emisora y público en el estudio y hubo que meter los comerciales de emergencia e improvisarle una excusa a la joven cantante que a última hora fue traicionada por los nervios.
Vio su sonrisa multiplicada en los vidrios de los carros y dejó correr la nostalgia a lo largo de las cuadras: con la banda de Johnny se iba lo mejor de sus 26 años y también lo peor como era esa indescriptible sensación que la invadÃÂÂÂa y la paralizaba en situaciones difÃÂÂÂciles. Asàfue cuando conoció a Celia Cruz en el teatro Libertador de La Guaira: la impresión que le causó la figura de aquella diva inaccesible se convirtió en terror y fue a esconderse detrás de una columna del escenario y apenas sàle salió un chorrito de voz con el que interpretó Canelita, la única pieza que no pertenecÃÂÂÂa al repertorio de la Reina Rumba.
Entonces la vida era un carnaval y el Rey Momo era Alejandro González, el dueño de Atracciones mundiales, la empresa que traÃÂÂÂa todas las orquestas de afuera para el CÃÂÂÂrculo Militar o El Nuevo Circo, para la Plaza Venezuela o para los salones de El ParaÃÂÂÂso, como el JardÃÂÂÂn Covadonga del Centro Asturiano, el Centro Gallego o el club Las Fuentes. Entre este último y el teatro Libertador, Rogelia fue acostumbrándose a la distancia que marcaba Celia fuera del escenario, al silencio que la rodeaba entre bastidores y, a la vez, fue controlando su propia timidez, con lo cual, a lo largo de cinco carnestolendas en las que alternaron las dos soneras con las dos sonoras, pudo acercársele un poco, hasta que un dÃÂÂÂa tuvo la dicha de recibir un obsequio de sus manos: tres partituras perfectas, inolvidables.
Quizá fue idea del Rey Momo o de Al Ramos, su asistente, presentarla en el cartel del teatro como ‘La sucesora de Celia Cruz’. Aún aquella tarde de la caminata sentÃÂÂÂa el fuego en la cara y le parecÃÂÂÂa escuchar entre los transeúntes los comentarios por la fama que se regó como pólvora por todas las salas y tarimas, desde El Malecón y el club Tiuna de MaiquetÃÂÂÂa hasta el Coney Island de La Paz. Ella hubiese pagado para que, en lugar de ‘sucesora’, hubiesen puesto ‘admiradora’; pero debió aceptar el reto implÃÂÂÂcito en tal publicidad y seguir cantando cada vez mejor antes de retirarse por primera vez.
Después de Los Megatones emprendió una doble búsqueda: necesitaba hacerse de unos ingresos fijos y, también, querÃÂÂÂa expresarse, soltar la fuerza del son que circulaba en su interior y la mantenÃÂÂÂa viva. SabÃÂÂÂa que lo primero no era fácil sin caer en el ‘gallegueo’ de las grandes orquestas, con lo cual eliminaba lo segundo: lo más importante para una artista en quien el temor comenzaba a extinguirse. Entonces dio con la solución: ingresó a la Orquesta de la PolicÃÂÂÂa Municipal de Caracas y, poco después, a Las Estrellas Latinas de La Guaira. Además de sentirse protegida, en la primera agrupación logró un sueldo y hasta un uniforme asignado por el director Alberto Muñoz. La segunda le aseguró el bembé, el saoco, el alma del son y el tránsito hacia el mar donde la esperaba Armandito Pérez, quien marcaba sus entradas y salidas.
La noche del 29 de julio de 1967 un temblor estremeció el suelo de las dos orquestas. A Rogelia la agarró en la esquina de Santa Inés, frente a la comandancia, donde esperaba el transporte para cumplir un servicio en el CÃÂÂÂrculo Militar. En aquel baile involuntario sobre el rugido aterrador que reventaba el piso, no le dio tiempo de pensar en la muerte. Pensó en Trina, de siete años, y en el modo de salir de San José, al pie del ÃÂÂÂvila, y volar sobre la avenida Fuerzas Armadas y la principal de El Cementerio hasta llegar al barrio Los Totumos donde habÃÂÂÂa dejado a la niña al cuidado de su abuela.
Esa noche nadie durmió en Caracas ni en La Guaira ni en el resto del paÃÂÂÂs siguiendo los boletines del Observador Creole, que leÃÂÂÂa con singular gravedad Francisco Amado PernÃÂÂÂa en Radio Caracas Televisión. Rogelia supo de los muchachos de Las Estrellas Latinas varios dÃÂÂÂas después, cuando se restablecieron las comunicaciones. Por fortuna no hubo bajas en las orquestas, pero el terremoto caló hondo en la sensibilidad no solo de los músicos sino de la sociedad entera que lo interpretó como un apocalipsis que cerrarÃÂÂÂa la década con un resumen de malas noticias: desde el asesinato del Che Guevara hasta la masacre de Tlatelolco, pasando por la muerte de Cherry Navarro.
Cuando volvió el carnaval ya nada era igual. Durante el último año de gobierno de Raúl Leoni fue como si todos los jóvenes del mundo se hubiesen puesto de acuerdo para protestar al ritmo de The Beatles. Los fanáticos de los Cuatro de Liverpool se multiplicaban por toda América Latina. Aquàlas versiones criollas conformadas por Los Impala y Los Darts conducÃÂÂÂan los destinos de las chicas yeyé y pavos gogó â€â€ÂÂesos mismos personajes que aparecen en la pieza de Al Ramos y su orquesta por una nueva ola en cuya cresta estaban también Henry Stephen, Trino Mora y Las Cuatro Monedas. En otras palabras, en Caracas no solo “se acabó la media lisa de Donzellaâ€ÂÂÂ, como cantó Memo Morales en 1964 por inspiración de Billo Frómeta, sino que esta se transformó en una ‘experiencia psicotomimética’, invocada por el nieto del bartender de antaño, Cappy Donzella, en su programa radial Hippie, happy, Cappy.
Y de esta suerte, nuestra rumbera se sintió arando en el mar frente al cual se hallaba alternando con Los Melódicos, en el terminal de pasajeros de La Guaira. Fue el cierre con Las Estrellas Latinas. Al final, Renato Capriles la abordó, le ofreció un Fortuna sin filtro y la invitó a irse con él a ‘La orquesta que impone el ritmo en Venezuela’. Ella no pudo aceptar, su naturaleza se lo impidió: no se imaginaba entre cumbias y porros ni, mucho menos, repitiendo los trabalenguas de la gran Emilita Dago.
Al bajar de la tarima concluyó el carnaval de 1968. Canelita estaba por cumplir 29 años de edad.
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