Canelita Medina
Su nombre de pila se comenzó a oír desde marzo de 1939 en Los Caracas, un caserío frente al mar Caribe atravesado por una carretera de tierra que unía al pasado con el futuro.

El narrador caraqueño Ángel Gustavo Infante —autor, entre otros textos, de Cerrícolas (cuentos, 1987), Yo soy la rumba (novela, 1992) y Poética del Cuento (1993), inicia sus colaboraciones con Ideas de Babel con este homenaje a Rogelia Medina, a quien todos conocemos y admiramos como Canelita Medina, legendaria voz de la música del Caribe y urbana en Venezuela. Lo hemos dividido en dos capítulos. Que lo disfruten.

I

La austeridad de Canelita comienza al presentarse. Un nombre y un apellido: Rogelia Medina, nada más. Es una mujer menuda de 76 años, recia y serena a la vez, dueña de una compostura que solo interrumpen sus zapatos amarillos, elegidos ese día no precisamente para cumplir con la rutina de bajar al abasto o caminar por las aceras de El Paraíso donde reside, sino para que nadie olvide quien lleva el nombre de la rumba en este país.

No hay palmeras de fondo como en las carátulas, no hay mar en este escenario íntimo. Hay una torre, un apartamento modesto y una pared blanca para celebrar los 58 años de una voz que le ha brindado lo necesario para vivir y solo le ha permitido los lujos que justifican los afanes de todo artista del espectáculo: el éxtasis de la ovación y el cariño del público.

Su nombre de pila se comenzó a oír desde marzo de 1939 en Los Caracas, un caserío frente al mar Caribe atravesado por una carretera de tierra que unía al pasado con el futuro. Hacia atrás, donde la vía se convertía en camino de recuas, quedaban Osma y La Sabana con las vidas rendidas de sus abuelos. Hacia adelante la esperaba Macuto, adonde llegó a los 2 años de edad, no a temperar como  acostumbrara en esa época la gente que bajaba de la ciudad, sino a vivir junto a sus padres y a sus siete hermanos, en el barrio El Playón de Las Quince Letras.

Su nombre artístico gira a 33 revoluciones por minuto desde finales de los años cincuenta, por la inspiración de Salvador Suniaga Marcano y el liderazgo de Jhonny Pérez en la Sonora Caracas. Ya era una referencia en el ambiente de la ‘música pimientosa’ cuando en 1962 le canta al Marañón:

Bésame la boca negro

para que sepas que es sabor,

guarachando con el título del long play de Pedro J. Belisario. Y cuando Víctor o El Marañón —que para entonces todo el mundo prefería llamar el Negro Piñero y venía de compartir con Pacho Galán el título de El Rey del Merecumbé— se dispone a darle un pico, ella sonríe distante y alegre como una estrella negra con labios rojos.

En El Playón, Rogelia vivió en una casa construida por su padre Reyes Luciano Romero, carpintero fino y albañil ocasional, con una marcada afición por la bohemia que ejercía como serenatero desde los viernes al atardecer cuando comenzaba a contemplar el horizonte azul y a silbar sus nostalgias, para luego ponerle voz y acompañar con su guitarra algún aire popular como aquel de Balbino García:

Así cual las brumas del mar

hay pechos donde nace amor

hay seres que nacen y crecen

y pronto perecen

muriendo de amor

Y entre aquellas brumas desaparecía hasta la madrugada del lunes, cuando la familia retomaba el ritmo bajo las órdenes de una madre dedicada en cuerpo y alma a las labores propias de su sexo, como se decía entonces de las amas de casa, que llamaba a Rogelia y sus hermanos para moler maíz, barrer o completar las doce latas de agua necesarias para llenar un pipote, antes de prepararse para ir al colegio.

Hasta que el destino, como un bolero inspirado en la fatalidad, los hizo llorar a mares: Reyes Luciano, el padre, a sus 40 años de edad no pudo superar una trombosis. El golpe acabó con su infancia. Hubo que cambiarlo todo y despedirse de la escuela Francisco Fajardo, de los vecinos y de Jacinto, el hermano mayor, quien decidió devolverse a Los Caracas y ancló definitivamente en Anare.

La voz de Reyes quedó grabada en las frescas madrugadas de La Guaira. Mucho tiempo después, detrás de las ventanas, las mujeres juraban oír aún su canción predilecta:

Aunque tú me has echado en el abandono,

aunque ya han muerto todas mis ilusiones,

en vez de maldecirte con justo encono,

en mis sueños te colmo,

en mis sueños te colmo

de bendiciones…

Canelita solo había trabajado con la Sonora Caracas, fundada por el bongocero Carlos Emilio Landaeta, el popular ‘Pan con queso’, siguiendo el modelo de la gran Sonora que de Matanzas pasó a La Habana y luego, bajo la dirección de Rogelio Martínez, se impuso en todo el Caribe. Ella siempre guardó fidelidad a las orquestas y lealtad a los amigos, se atrevió con el permiso de Johnny Pérez; pero no cruzó el umbral que la convirtiera en la figura femenina de una agrupación que cambiaba de nombre y líder según la ocasión entre Pedro José Belisario y Los Caribes de Piñero, pese a que la Sonora ya hacía aguas, aun siendo la atracción central del Pasapoga, un night club muy concurrido en la planta baja del edificio Karam, de Ibarras a Pelota en la avenida Urdaneta, a cuadra y media de Punceres y Plaza España donde había un busto de Cervantes y se tomaban los Autobuses del Sur, unos carros azules de trompas largas que bajaban roncando por la avenida Fuerzas Armadas, pasaban por Roca Tarpeya, donde se veía El Helicoide en construcción, y seguían por la Nueva Granada hasta el fin del mundo representado por el hipódromo que aún no se había estrenado en La Rinconada.

En el Pasapoga se trasnochaba alternando con Jesús Marcano, ‘El moreno romántico’, o haciendo el coro acompañada a ratos por los trompetistas Daniel León, ‘La Gata Tobita’ y Paquito ‘El Cubano’; por el pianista Alfredo Sojo, ‘La Perrita’; por ‘Pescaíto’, el bongocero; o Ricardo, el de las congas. Era una jornada muy dura para una muchacha que antes de entrar en la farándula quiso dedicarse a la enfermería; pero ya Canelita, el número de Suniaga, había comenzado a conquistar el mercado del disco y debía complacer a los bailadores que no conformes con seguirla cada noche también asistían al vermouth danzante de los sábados. Además tenía un motivo muy especial que aliviaba el cansancio detrás del micrófono: sus amores con Alfredo Sojo.

Los almendrones de Macuto desaparecieron cuando su nuevo entorno se pobló de tablas, ladrillos y láminas de zinc. La Junta Militar de Gobierno, presidida por Carlos Delgado Chalbaud, intentaba en vano ordenar una capital desbordada por la inmigración. La Ladera era un sector de La Vega que comenzaba a expandirse cerro arriba entre eucaliptos, arbustos de tártago y cuchillas de gamelote. Allí Rogelia, de 10 años de edad, escuchó por primera vez a Celia Cruz, lejos de imaginarse que algún día alternaría con ella. Celia gozaba de cierta popularidad en el país. El año anterior, 1948, en su primera visita acompañada por Las Mulatas de Fuego, había grabado para el sello Turpial, en formato de 78 rpm, La Mazucamba con la Leonard Melody, la banda de Leonardo Pedroza. Sin embargo fue la CMQ de La Habana quien se la presentó en un radiecito de baterías que ahora en Caracas solía escuchar por las noches junto a su mamá. Por aquella emisora, la cubana interpretaba una pieza cuyas frases la guaireña repitió durante años:

María del Carmen

Rodríguez Fernández,

se llama…

En eso andaba cuando se entera del magnicidio que puso al país a temblar; pero el asesinato del presidente no le dolió tanto como el rechazo de la Escuela de Enfermeras de la Cruz Roja, donde no pudo inscribirse por su corta edad. Entonces decidió ayudar a su mamá, quien lavaba y planchaba ropa a domicilio, y antes de comenzar la adolescencia se empleó como ayudante en una fábrica de cierres en la parroquia San José.

El poco tiempo libre lo invertía en los oficios de la casa, en escuchar radio y compartir algunos cigarrillos con sus nuevas amistades de La Hoyada, otra zona de La Vega adonde se habían mudado recientemente.

Fue entonces cuando Rogelia se atrevió a cantar por primera vez ante una audiencia desconocida. Era una muchacha flaca y tímida de 17 años y andaba maravillada por la gran novedad que había llegado al país representada por una caja de madera con patas y una pantalla de vidrio, a quien le resultaba imposible prever la posibilidad de estar ahí dentro antes de cumplir los 20, en la Vespertina musical de Televisa transmitiendo desde Colina de Los Caobos. Su experiencia se reducía a amenizar los bautizos de muñecas que inventaba con sus vecinas para aliviar el tedio de los domingos. Gracias a la insistencia de su público habitual —compuesto por seis hermanos, su mamá y algunos vecinos—, el cual se ofreció a acompañarla, de ser preciso, hasta la esquina de Bárcenas donde quedaba la emisora de radio, decidió inscribirse en el concurso Buscando estrellas que animaba Henry Altuve en Ondas Populares.

La primera vez fue un desastre. No pudo controlar los nervios: el programa de aficionados se transmitía en vivo con orquesta y público en el estudio. No era lo mismo repetir las canciones directas del tocadiscos o cantar acompañada por el tres de Jacinto, quien a veces subía a Caracas a visitar a la familia, que sentir en la espalda una banda de músicos profesionales que quería tragársela y enfrentarse al remolino de caras extrañas que giraba entre las luces. Se quedó muda. Y cuando apenas pudo cantar, el abucheo fue general.

Jhonny Pérez la revivió con sus consejos: el negro sabía que a ese diamante solo le faltaba brillo. Le recomendó que ensayara Saoco y le enseñó algunos trucos para que proyectara la voz y ganara escena. Durante esa semana el estribillo acompañó a Rogelia a todas partes, día y noche. De día ensayaba y de noche soñaba que ensayaba:

Saoco en la tumbadora

Afarolí en el omelé

Saoco en la tumbadora

Afarolí en el omelé

A los ocho días volvió a Ondas Populares acompañada por su familia y medio barrio. Cantó y ganó. Esa fue su primera ovación. El animador, que ya anunciaba el carisma que luego desarrollaría en Radio Caracas Televisión con La Feria de la Alegría, lo certificó en vivo. Antes de concluir el programa, Jhonny se apartó del grupo que apostaba por el campeón pluma Sonny León para la pelea de esa noche y la llamó aparte, le invitó un Phillips Morris —que ella fumó sin ocultar el temblor de los dedos— y le extendió un contrato para cantar con La Sonora Caracas.

En los primeros ensayos se dieron cita la ansiedad de las teclas y la inquietud de la voz. Y saturados por la más divina llama, como cantara Carmen Delia Dipiní, Alfredo y Rogelia comenzaron una historia de besos de fuego que ninguna de las cláusulas del contrato pudo advertir ni mucho menos contener. Casi al mismo tiempo en que la niña se convierte en mujer, Rogelia se convierte en Canelita. Su destino se pronuncia ante el micrófono y su felicidad viaja junto a Alfredo, la orquesta y su hermano Jesús Manuel —el chaperón designado para acompañarla en la primera gira— apretujada en una camioneta Ford modelo 52 que tardaría 18 horas en llegar a Güiria.

En el largo y tortuoso camino el personal tuvo suficiente tiempo para repasar los arreglos. Ella volvía una y otra vez sobre el repertorio que pertenecía, íntegro, a la Sonora Matancera y repetía de memoria los soneos de Burundanga, Juancito Trucupey, En el bajío o Yerberito Moderno. Y ese ‘rumor de un pregonar’ con el que abrió su primera actuación aquella noche, a finales de 1957, la mantuvo por 19 años a la sombra de Celia Cruz, hasta su renacimiento, ocurrido un día de 1976, gracias a Federico y su Combo Latino.

Esa noche la brisa que solía llegar desde el Atlántico se negaba a refrescar al pueblo. La Península de Paria permaneció inmóvil hasta que el director y bajista, Alirio Ramos, marcó la entrada de la Sonora Caracas. Canelita bebió un trago de Real Carúpano para afinar la tesitura y calmar los nervios. De inmediato todo se animó, volvió la brisa y los bailadores salieron a la pista. Entonces Jesús Manuel, tratando de controlar la emoción y el orgullo al ver a su hermana adueñarse de la fiesta, despachó tres Highland Queen con soda sin saber que serían cargados a la cuenta de la cantante quien, después de tres bailes, solo cobró 75 de los 150 bolívares que le habían ofrecido.

La mala nueva no mermó el éxtasis en que se hallaba Canelita. En pocas horas había probado la miel del éxito, ya encontraría algo en el camino de regreso para contagiarle la alegría a su mamá y al resto de sus hermanos. Quizá apenado por el descuento, Jesús Manuel bajó la guardia. La pareja, apretujada entre la dicha colectiva de la camioneta, pudo intercambiar sus anhelos. El pianista, entonces, le susurró al oído un numerito que hablaba de matrimonio. Ella abrió los ojos y vio a la bahía de Río Caribe alejarse como un recuerdo. Volvió a cerrarlos y sólo le pidió a Dios que la señora Trina, la madre de Alfredo, se lo permitiera.

Alfredo Sojo —La Perrita, como se le conocía en el ambiente musical— era el primogénito de la doña. El segundo era Aníbal. Los tres vivían en una modesta casa en El Guarataro, el viejo barrio de la parroquia San Juan. Aníbal era baterista, pero estaba desempleado porque su jefe, el dominicano Luis María Frómeta, había sido detenido por bígamo. Eran unos días intensos: mientras él percutía la entrada de Los Cadetes, uno de los éxitos más recientes de la Billo’s Caracas Boys, otros cadetes se preparaban para servirle a la nación la revuelta que en breve sacaría al general Marcos Pérez Jiménez del poder. La mayoría de los músicos se limitaba a cumplir con su trabajo. Si alguno militaba en el Partido Comunista o colaboraba con Acción Democrática en la clandestinidad, nadie lo sabía. En casa de Alfredo y Aníbal la gorra la llevaba doña Trina, quien no permitía desorden alguno. Todos la respetaban. Por ahí podía pasar Pan con Queso, Eduvigis Carrillo, Oscar Morenza, es decir, la dotación completa de la Billo’s, pero ella no permitía que siguieran el ejemplo de su jefe en desgracia ni que hablaran de política ni, mucho menos, que se excedieran con los tragos. Todos derechitos como los cadetes de la canción, desfilaban ante su autoridad, bien para pasar el rato con su beneplácito, o bien para solicitar el permiso respectivo si se necesitaba la presencia de alguno de sus hijos en un ‘ventetú’, o para formalizar un contrato si eran las destrezas con las teclas o las baquetas lo que las orquestas precisaban.

De allí que Alfredo se sublevara lejos de casa, donde el espíritu de la mala bebida comenzó a dominarlo. Así fue como pronto salió de la Sonora. En su lugar, Alirio y Johnny metieron a Carlos José Maitín. Doña Trina accedió —no sin reservas— y cuando las cosas mejoraron, un día de 1959, la pareja se casó en una ceremonia íntima y sencilla. Rogelia se mudó a casa de Alfredo y en febrero del año siguiente nació su única hija, quien saldría cantante como su madre y su abuelo y llevaría el nombre de su abuela paterna.

El matrimonio duró menos que el noviazgo y Rogelia se fue a Los Cocuyos, en la calle Razetti de Los Rosales, donde ahora habitaba la fiel audiencia que durante muchas noches la oyó cantar sotto voce aquella pieza de Bienvenido Julián Gutiérrez que mucho tiempo después, en 1979, ella grabaría en Sones y guajiras:

Si para vivir contigo he de llorar,

he de llorar, no lloraré.

Callada, serena, mis penas ahogaré

en vino, en besos, que harán revivir
la vida del hombre, que siempre fue feliz
que por tus caprichos, trocaste infeliz.

La tristeza se disipaba con cada sonrisa de Trina y fue precisamente a los dos años, cuando la niña articulaba algunas palabras, que terminó de despedirla al grabar con Pedro Jota y el negro Piñero el disco de marras, donde colocó su sello personal con la inspiración:

A mí me llaman la negra

la rumbera del solar

Y así siguió, entre los sobresaltos de la lucha armada y las asonadas militares, poniéndole sabor al país de Betancourt que ardía en guerra de guerrillas. Pronto asistiría a la disolución de la Sonora, poco después de la llegada de su último pianista: Enrique Iriarte, un muchacho largo y delgado, a quien Johnny de inmediato bautizó como Culebra, que venía de tocar en un prostíbulo de Catia La Mar. Esa vez también debió salir cabizbaja del edificio Karam, subir hasta la esquina de Las Ibarras y, antes de llegar a Veroes, detenerse ante las amplias vitrinas del Almacén Americano para, finalmente, entrar y dejar allí parte de su liquidación y su congoja.

La vida debía continuar y, de hecho, continuó con la invitación de Luis González para cantar con Los Megatones de Lucho, donde coincidió por breve lapso con Pan con Queso. Pero aquella tarde, después de salir de la tienda, caminó a lo largo de la avenida Urdaneta con ánimo de perderse entre la gente e intentar verse desde afuera, como si fuese otra persona. Y allí iba, muda y desorientada, como cuando se presentó por primera vez en Radio Continente, en un programa transmitido en vivo, con la banda de la emisora y público en el estudio y hubo que meter los comerciales de emergencia e improvisarle una excusa a la joven cantante que a última hora fue traicionada por los nervios.

Vio su sonrisa multiplicada en los vidrios de los carros y dejó correr la nostalgia a lo largo de las cuadras: con la banda de Johnny se iba lo mejor de sus 26 años y también lo peor como era esa indescriptible sensación que la invadía y la paralizaba en situaciones difíciles. Así fue cuando conoció a Celia Cruz en el teatro Libertador de La Guaira: la impresión que le causó la figura de aquella diva inaccesible se convirtió en terror y fue a esconderse detrás de una columna del escenario y apenas sí le salió un chorrito de voz con el que interpretó Canelita, la única pieza que no pertenecía al repertorio de la Reina Rumba.

Entonces la vida era un carnaval y el Rey Momo era Alejandro González, el dueño de Atracciones mundiales, la empresa que traía todas las orquestas de afuera para el Círculo Militar o El Nuevo Circo, para la Plaza Venezuela o para los salones de El Paraíso, como el Jardín Covadonga del Centro Asturiano, el Centro Gallego o el club Las Fuentes. Entre este último y el teatro Libertador, Rogelia fue acostumbrándose a la distancia que marcaba Celia fuera del escenario, al silencio que la rodeaba entre bastidores y, a la vez, fue controlando su propia timidez, con lo cual, a lo largo de cinco carnestolendas en las que alternaron las dos soneras con  las dos sonoras, pudo acercársele un poco, hasta que un día tuvo la dicha de recibir un obsequio de sus manos: tres partituras perfectas, inolvidables.

Quizá fue idea del Rey Momo o de Al Ramos, su asistente, presentarla en el cartel del teatro como ‘La sucesora de Celia Cruz’. Aún aquella tarde de la caminata sentía el fuego en la cara y le parecía escuchar entre los transeúntes los comentarios por la fama que se regó como pólvora por todas las salas y tarimas, desde El Malecón y el club Tiuna de Maiquetía hasta el Coney Island de La Paz. Ella hubiese pagado para que, en lugar de ‘sucesora’, hubiesen puesto ‘admiradora’; pero debió aceptar el reto implícito en tal publicidad y seguir cantando cada vez mejor antes de retirarse por primera vez.

Después de Los Megatones emprendió una doble búsqueda: necesitaba hacerse de unos ingresos fijos y, también, quería expresarse, soltar la fuerza del son que circulaba en su interior y la mantenía viva. Sabía que lo primero no era fácil sin caer en el ‘gallegueo’ de las grandes orquestas, con lo cual eliminaba lo segundo: lo más importante para una artista en quien el temor comenzaba a extinguirse. Entonces dio con la solución: ingresó a la Orquesta de la Policía Municipal de Caracas y, poco después, a Las Estrellas Latinas de La Guaira. Además de sentirse protegida, en la primera agrupación logró un sueldo y hasta un uniforme asignado por el director Alberto Muñoz. La segunda le aseguró el bembé, el saoco, el alma del son y el tránsito hacia el mar donde la esperaba Armandito Pérez, quien marcaba sus entradas y salidas.

La noche del 29 de julio de 1967 un temblor estremeció el suelo de las dos orquestas. A Rogelia la agarró en la esquina de Santa Inés, frente a la comandancia, donde esperaba el transporte para cumplir un servicio en el Círculo Militar. En aquel baile involuntario sobre el rugido aterrador que reventaba el piso, no le dio tiempo de pensar en la muerte. Pensó en Trina, de siete años, y en el modo de salir de San José, al pie del Ávila, y volar sobre la avenida Fuerzas Armadas y la principal de El Cementerio hasta llegar al barrio Los Totumos donde había dejado a la niña al cuidado de su abuela.

Esa noche nadie durmió en Caracas ni en La Guaira ni en el resto del país siguiendo los boletines del Observador Creole, que leía con singular gravedad Francisco Amado Pernía en Radio Caracas Televisión. Rogelia supo de los muchachos de Las Estrellas Latinas varios días después, cuando se restablecieron las comunicaciones. Por fortuna no hubo bajas en las orquestas, pero el terremoto caló hondo en la sensibilidad no solo de los músicos sino de la sociedad entera que lo interpretó como un apocalipsis que cerraría la década con un resumen de malas noticias: desde el asesinato del Che Guevara hasta la masacre de Tlatelolco, pasando por la muerte de Cherry Navarro.

Cuando volvió el carnaval ya nada era igual. Durante el último año de gobierno de Raúl Leoni fue como si todos los jóvenes del mundo se hubiesen puesto de acuerdo para protestar al ritmo de The Beatles. Los fanáticos de los Cuatro de Liverpool se multiplicaban por toda América Latina. Aquí las versiones criollas conformadas por Los Impala y Los Darts conducían los destinos de las chicas yeyé y pavos gogó —esos mismos personajes que aparecen en la pieza de Al Ramos y su orquesta— por una nueva ola en cuya cresta estaban también Henry Stephen, Trino Mora y Las Cuatro Monedas. En otras palabras, en Caracas no solo “se acabó la media lisa de Donzella”, como cantó Memo Morales en 1964 por inspiración de Billo Frómeta, sino que esta se transformó en una ‘experiencia psicotomimética’, invocada por el nieto del bartender de antaño, Cappy Donzella, en su programa radial Hippie, happy, Cappy.

Y de esta suerte, nuestra rumbera se sintió arando en el mar frente al cual se hallaba alternando con Los Melódicos, en el terminal de pasajeros de La Guaira. Fue el cierre con Las Estrellas Latinas. Al final, Renato Capriles la abordó, le ofreció un Fortuna sin filtro y la invitó a irse con él a ‘La orquesta que impone el ritmo en Venezuela’. Ella no pudo aceptar, su naturaleza se lo impidió: no se imaginaba entre cumbias y porros ni, mucho menos, repitiendo los trabalenguas de la gran Emilita Dago.

Al bajar de la tarima concluyó el carnaval de 1968. Canelita estaba por cumplir 29 años de edad.

 

 

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