Este paÃÂs ha repartido mal, se lo digo yo en esta acera sacándole el cuerpo a la sayona de la mendicidad. ÂÂ
José Pulido devela el lado oscuro de Caracas: el de la malvivencia, el de la ciudadanÃÂa de segunda, el de hombres y mujeres envilecidos, excluidos, rechazados, aquel que se traduce como precariedad, subsistencia pura y absoluta: la realidad de una Caracas que ya no puede esconder, disfrazar, ocultar la marginalidad, la exclusión de más de la mitad de sus conciudadanos. Pulido se imagina como discurre una existencia interina que se vive al instante y por cuotas: «barras, / música de vidrios y alcohol, / asesinatos rústicos, / sexo agrio, / la madrugada culebrosa / toses en vez de gallos / tuercas oxidándose / en los barrancos del sentir, / almas sin mantenimiento, / suspiros sin ruta, / esta ciudad enajenante / huérfana de heroÃÂsmos / vestida de horóscopos farsantesâ€Â.
En medio de inclementes recuerdos por lo dejado atrás en el tiempo y en el espacio: «Ã¢â‚¬Â¦un pueblo sin asfalto y sin cemento / de pura tierra el pueblo / ventorrillos y humoâ€Â. El poeta rememora su llegada a la ciudad para convertirse en ciudadano de una vez y para siempre: «Ã¢â‚¬Â¦Soñé que me espinaba las pupilas / Estaba llegando a la ciudad / El autobús marchó sin altibajos / La parada final me despertó / Y el hervidero de neón hizo el papel / de que la ciudad me recibÃÂa / Y en ese entonces me quedé atrapado / Entre el sueño y la vidaâ€Â.
Nuestro escritor deambula y recorre una ciudad ofidia que a muchos, los de las colinas del Este, los del levante, por donde sale el sol, le es ajena. Pulido, en pleno centro de una ciudad repudiada y malquerida confiesa: «Me mordió la avenida Baralt / la tarde del viernes / culebra atragantada / de buhoneros y carros / mujeres sin milagros / buscando templos / en el infierno de la bisuterÃÂaâ€Â.
En la poesÃÂa de Pulido, Caracas es redescubierta más allá de los clichés y lugares comunes de la elegÃÂa poética y del impresionismo pictórico; el poeta la representa en esa otra dimensión que poco o nada tiene que ver con los centros comerciales de moda o con los paseos para turistas de paquete. En la ciudad del poeta, la misma que nosotros desvivimos, “hay bullicios de panaderÃÂa / una mujer recién bañada / baja la calle cantando / alguien rompe una botella contra la acera / en lo más profundo de la intimidad y de la sabidurÃÂa filosófica / nada puede superar la combinación de sudor y vellos púbicos / todo Petare, toda calleja, la dorada carne de la ciudad / el espÃÂritu bisutero de la urbe / saltan como un cohete de fiesta patronalâ€Â.
El poeta sufre la ciudad como también la soportan sus malhadados habitantes, comparte el infortunio y la frustración de buena parte de sus congéneres, de aquellos que habitan permanentemente en la esperanza, en la ilusión renovada de que mañana, por efecto del azar, del milagro o de una decisión administrativa, en fin, de la rueda de la fortuna, de la infinita bondad de Dios o de las polÃÂticas clientelares del gobierno de turno, todo va a ser diametralmente distinto.
Ciudadanos que creen en el 41, en el 11, en los dos patitos, el 22, en los números que revelan los sueños alocados, en el infinito poder del Señor, y, sobre todo, en los ilimitados recursos de un omnipotente Presidente de la República en permanente campaña polÃÂtica quien, afectuoso – cerro, sudor y escalinatas arriba – estrechó, a diestra y a siniestra, innumerables manos expectantes, entusiasmadas, mientras, en generosa demagogia, aseguraba, a sirios y troyanos, a los habitantes de RÃÂo Crecido y de Quebrada Seca, la definitiva conquista, la final obtención del hogar soñado, de la salud faltante y de una felicidad posible obtenida siempre en urnas, esta vez, las electorales.
En palabras ansiosas de un mejor futuro, el poeta, contento y esperanzado como un comprador de sueños más, acude, optimista, al quiosco de loterÃÂa: «Voy a comprar el cero cero / el ochenta y seis / el dos mil veinte / la loterÃÂa está obligada / a ceder / de tin marÃÂnâ€Â, para escuchar, atónito y confuso, la frÃÂa respuesta del inmutable vendedor de ilusiones, quien, sin alzar vista y cara, responde, impertérrito, que no queda ninguno de esos números que amparaban ansiadas prosperidades, apetecidos y ahora imposibles bienestares.
Nuestro poeta tiene plena conciencia de las falencias, de las precariedades que supone una existencia minusválida, siempre al borde, en el lÃÂmite de la subsistencia, signada por la carencia de lo fundamental e inscrita en una doble alienación: la de la esperanza de que pronto llegará una vida mejor, o la del consuelo de que se vive tan peor como los demás lo hacen.
A solas consigo mismo, el escritor describe el decurso de esa existencia que semeja la de un prisionero sentenciado a la celda para los castigos por el solo delito de habitar en la marginalidad. El poeta certifica, la conciencia se revuelve: «No hay idiosincrasia en el andén / no hay paÃÂs en la butaca del cinematógrafo / amo el café como si fuese la materia prima de mi alma / y cuando tengo la anestesia del desamor / busco el rocÃÂo / de los pajonales inventados y soñados / a través de la ventana de mi baño / que posee cielo propio, una montaña un avión / una acumulación de polvo, de años y años / un pujido de sol revelando huellas digitales / y bebés de arañasâ€Â.
Cielos y aviones inventados por la imaginación del poeta enjaulado, acompañan a una montaña que perdió lentamente su lozanÃÂa y su verdor: sus árboles, sus quebradas, su flora y sus animales, para pasar a ser el sostén fÃÂsico de esas inestables y crecientes existencias que configuran la marginalidad urbana. Una realidad de ranchos, de viviendas precarias, de estrechas callejuelas, de servicios públicos inexistentes e interminables escalones que no conducen a ningún cielo es la que Pulido observa, no sin cierto dejo de denuncia, cuando informa y confirma: «el autobús de medianoche se vacÃÂa en la parada / un hombre quiere vomitar / una voz femenina se queja / y gorgotean las alcantarillas / no hay relinchos / no huele a pastos verdes y extensos / no hay rocÃÂo / olvÃÂdate de las frutas silvestres / no hay peces ni tigres ni venados / no es posible tantear un nido colgante / hago un esfuerzo al besarte con el almaâ€Â.
Ciertamente, en el desasosiego de la marginalidad, en el agobio de la precariedad, cualquier iniciativa vital significa un esfuerzo permanente, un reiterado albur, un riesgo advertido: todos los dÃÂas la gitana del destino te echa las cartas, te tira los dados. La existencia de aquellos marginados que son fácilmente reconocibles por sus «ojos de traicionado, boca de chofer, / castrado de la tierra / colilla destripada†es una osada aventura que fácilmente se convierte en su contrario: «Una desventura baja en ascensor / y otra desventura / inunda el quiosco / de la Plaza Venezuela / mi perfil pasa / sobre un cementerio de aborÃÂgenes y españoles / soy un peregrino de vidrieraâ€Â.
Ese peregrino que habita en la inagotable imaginación del escritor reconoce, en sus enardecidos versos – genuino reproche ciudadano – que, a pesar de todas sus andanzas callejeras, de sus emociones urbanas, de sus circunvalaciones citadinas: «Este no es mi lugar / soy una raza «extraviada», aunque “el faro rojo de la patrulla policial gira / en el cuarto / todo el tiempo».
Pulido no puede soportar, ser testigo y mucho menos protagonista de una marginalidad que se traduce en encierro, en acuartelamiento por razones de dinero, en prisión perpetua por motivos económicos. El poeta se rebela en contra de una realidad impuesta por las circunstancias de la precariedad; hondo de afectos se lamenta: «Ã‚¿Quién es testigo cuando te miro? / y sé que eres demasiado / bien nacida y fresca para estar tendida / en un cuarto pequeño y amarillento / ¿Quién puede testificar este dolor / inacabable e irreductible / de ver a una diosa atrapada en la perplejidad / las alas a medio salir / los brazos quemados por aceite de cocina? / ¡Ay la diosa hermosa / encerrada en una vivienda prefabricada! / un lugar donde el sol es polvoriento, donde las flores son de plástico y los sueños pesadillas económicas / la diosa hermosa allà/ como una música retenida / y el hombre que la mira / y que la ama de este lado / muerto de tanto mirar / muerto de tanto fracasar / muerto de tanta polÃÂtica. / Muerto de amar caro / con un corazón tan baratoâ€Â.
Los relegados de siempre, los condenados de este valle, los rechazados anónimos, los desamparados, esa inmensa legión de recogelatas â€â€como si el aluminio fuese el oro de este sigloâ€â€, los salario-mÃÂnimo, los cesta ticket, son exaltados a vivo verso en la poesÃÂa de Pulido, mientras los temerosos pobladores de la otra ciudad â€â€la luminosa, distante y flemática rechazan con fingida indiferencia, tanto al mugriento mendigo, al alocado indigente, como a los abigarrados y coloridos conciudadanos, las Belkys, Yuleisis, Nancys y Jordans de las populosas barriadas caraqueñas que, viernes y sábados, quince y último, toman por asalto los espacios ciudadanos para manifestar, en medio de su algarabÃÂa, una libertad que sólo se ejerce en el alegre desenfado que acompaña a la multitud. Pulido se hace uno con ella: «A veces amo la carretera / que hay dentro de mà/ y el amargo contacto de la muchedumbreâ€Â.
Contemplada desde las humildes y oscuras claraboyas de la marginalidad, la ciudad ajena parece un buque sin mar que navega decidido en el asfalto de la poesÃÂa de Pulido, quien aterrorizado confiesa: «Es un barco enorme / lo siento pasar / pegado a los edificiosâ€Â. Ese navÃÂo fantasma, eslorado y al garete, es «una masa de silencio / las olas lo golpean en la madrugada†y los perros se asustan tanto como el escritor, quien, al paso del «escualo del odioâ€Â, gime, se enrolla, tiembla, tirita de miedo y asombro y se aferra, incrédulo, al único lugar que ofrece una pasajera seguridad: el pasamanos de la escalera de su edificio.
 El poeta registra para la historia de una ciudad en permanente movimiento, el violento pasaje de esa embarcación que hiede – como el mismo odio – a capitán eterno, a sobacos de océano, a descomposición de amores. Luego del amargo tránsito del barco del resentimiento queda «a babor un muerto a estribor un muertoâ€Â.
En nombre de todos y cada uno de los jugadores de pelota en la calle, de los oyentes de música a todo volumen, de los enfermos desatendidos en clÃÂnicas y hospitales por no tener dinero o insumos médicos, de los sudorosos pasajeros del metro, de los recluidos en la Cárcel Modelo, de los come perros calientes a la hora del almuerzo, de los huelepega de Sabana Grande, de los locos de la Cota Mil, de los empleados sin palto, del personal del aseo urbano, de las domésticas de oficio y por dÃÂa, de los embolsadores del auto-mercado, de los asesinados de fin de semana, de las mujeres de alquiler, de los sin papeles, de las madres que indagan por sus hijos en morgues y hospitales, Pulido levanta un necesario y preventivo verso de alerta:
“La ciudad exige un perdón y un latigazoâ€Â.