Desde Maracay el escritor Alberto Hernández (Calabozo, 1952), poeta, narrador y periodista, analiza el poema ‘Venezuela’, del poeta peruano-español Alfredo Pérez Alencart, profesor de la Universidad de Salamanca.
1.
No leo el poema de Alfredo Pérez Alencart. Paseo con él.
Me registro en los nombres de los lugares y en los de los fantasmas que habitan este clima, suspendido por los accidentes geográficos que, como viajeros, nos abrigan y conjuran.
Entonces comienzo a testimoniar las imágenes que el poeta peruano-español, radicado en Salamanca, dedica a tantos personajes de mi paÃs. Poetas, narradores, hechiceros de la palabra, soñadores empedernidos, duendes distraÃdos, bebedores de miche y de cerveza. Lo veo como si se tratara de un documental: con toda razón el libro que contiene el poema se titula CartografÃa de las revelaciones.
Es un recorrido por ánimos y otras atmósferas habitadas por naturalezas diversas.
Tengo pocos datos, porque sólo recibà de una amiga, radicada en la bella ciudad española, copia del poema Venezuela. Me senté a viajar con él, con la voz de Alfredo para hacerme a la idea de que formaba parte de él, de que los personajes que allà respiran dialogan conmigo. Pero igual los referentes topográficos por donde el poema se hizo, se elaboró con los adobes de tantas oraciones, de hermosas oraciones que sirven para elevar, a la vez, el edificio de un imaginario de nostalgias, memorias y recuerdos sostenidos por el tiempo y desde una distancia por la que ocurren husos horarios, gaviotas extraviadas y caminos polvorientos.
Indagué un poco y me tropecé con que fue editado por Verbum / Trilce, Salamanca, 2011. El poema que me toca en este instante está en una de las estancias del libro titulada Los puntos cardinales, donde algunos paÃses se hicieron poemas, entre ellos este que habitamos y nos escuece a diario.
2.
Un verso que se acerca y abre la puerta del texto: “brisa respirada lejos del álgebra del fracasoâ€. El espasmo de la última palabra, que al parecer siempre nos ha acompañado, evidencia nuestra travesÃa a pie por entre las breñas y pedregales del paisaje que iniciamos con Pérez-Alencart.
Y asÃ, fantasmas y duendes, sus habitantes, en MucuchÃes, Juan Félix/ Contramaestre y La mudanza del encanto entre nuestras manos / Caupolicán: “que muere y se agiganta en Salamanca, / donde antes hablamos de ronquidos presidencialesâ€. El paÃs se desplaza a través de la mirada de quien lo reconstruye, como si se tratara de un mapa concebido para deletrearlo. El poema lo habla, lo conversa. Se hace una postal de augurios, de señales en el calor de “viejas tabernas en Maracaiboâ€, donde los Crespo, César David (Rincón) forman parte del desolvido. Y luego, de un verso a otro, “en una esquina de Tovarâ€.
“Voy con mis muertos venezolanos, inquilinos / de sentimiento incandescente…â€
Poema en el que el obituario traslada la visión y anula el dolor del silencio de los muertos, de nuestros muertos. Con razón, entonces: La altura andina, La Hechicera, el lugar, “otra vez Mérida / igual asà mismo donde bebo unas cervezas con Pepe Barroeta / y Salvador Garmendia una noche que se abre a la muerte, / como uno más de los misteriosâ€.
Pero No todos han muerto, como tituló Pepe una vez y que ahora son todas las páginas de su poesÃa y su eterna distancia. Y siguen los pasos en el polvo teñido por la niebla. Aparece Jesús Serra, el páramo, La Pedregosa Alta, los ensueños… “el viejo Adriano exacerbado (…) sus huesos portátilesâ€. González León, el de Viejo y el Del rayo y de la lluvia… el de tantos fantasmas a cuestas.
Miliani solitario. Y en un acto de fe, en una respiración lenta, atenuada, la voz de quien habla: “me voy con Eugenioâ€. Y Montejo —desde la cumbre más alta— lee sus Papiros amorosos.
Especulo, voy más allá del poema de Alfredo.
Regreso: “Sigo la pista de mis amigos muertos, pálidos diamantesâ€.
Y la geografÃa termina en el blanco de la página. El tono elegÃaco de este poema me descubre en la Venezuela que nos duele, por lo que nos acontece y por todos esos muertos que hoy nos hablan y reclaman.
VENEZUELA
Tierra escogida,
brisa respirada lejos del álgebra del fracaso
y de las bengalas malditas:
un rÃo serpentea o galopa entre los Andes
y yo estoy arriba, por el páramo merideño, poniendo
piedras que faltan a la capilla de MucuchÃes, Juan Félix
abrazado del doctor Contramaestre, en alma
los dos bajando de otros firmamentos en un diáfano arcoÃris,
serafines que luego la niebla no desvanece en mi retina,
tahúres celestiales como el librero Caupolicán
que muere y se agiganta en Salamanca
donde antes hablamos de ronquidos presidenciales,
enfermo ya, como doliéndole su nascencia en la negra boina
junto al tanatorio: cháchara gustosa que ungimos
con grasa de ballena y vino tinto de viejas tabernas.
Pero estoy por Maracaibo, en casa de los Crespo
o al habla con César David, mientras corporalmente
me criogenizo y sensible bulle mi corazón
la madrugada que transito al encuentro de Ramón, del Viejo Lobo,
del Capitán que lagrimea, como yo, por aquel
cuyo fantasma fue avistado en una esquina de Tovar.
Voy con mis muertos venezolanos, inquilinos
del sentimiento incandescente: atrás de todo, su tierra
y sus zapatos negros, las uñas que siguen
creciendo, la cicatriz del abrazo de sus historias inverosÃmiles
que suceden allá por La Hechicera, otra vez en Mérida
igual a sà misma donde bebo unas cervezas con Pepe Barroeta
y Salvador Garmendia una noche que se abre a la muerte,
como uno más de los misterios.
Entonces alguien llama: “¡Alfredo, Alfredoâ€, y yo
reconozco a Jesús Serra en cuya casa pernocté
antes de subir al páramo. Y luego otra voz:
“Ayúdame, hermanoâ€, y llego a vislumbrar cómo disparan
contra Giandomenico, allá por la Pedregosa Alta.
Pero voy por Caracas con el viejo Adriano exacerbado,
acompañándolo porque no soporta la soledad
de sus huesos portátiles; pero voy con Domingo Miliani
para que me cuente sus historias; pero voy con Eugenio,
tan magno en la anunciación de su terredad,
hermano que al centro de la palabra habÃa llegado.
Voy por ahà sabiendo que hay nieblas y tinieblas,
que hay señales furiosas. Pero sigo adelante,
vendándome la cabeza.
Sigo la pista de mis amigos muertos, pálidos diamantes
que desentumezco para la resurrección. Ellos están conmigo
porque vuelven desde la garganta del infinito y porque
yo sé darles un ánimo salvaje.
Venezuela,
¡préstame un poco de tus muertos
y deja que los frote adentro de mi corazón!
Â
Alfredo Pérez Alencart (Puerto Maldonado, Perú, 1962). Poeta y ensayista peruano-español, profesor de la Universidad de Salamanca desde 1987. Fue secretario de la Cátedra de Poética Fray Luis de León de la Universidad Pontificia (entre 1992 y 1998), y es coordinador, desde 1998, de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos, que organiza la Fundación Salamanca Ciudad de Cultura y Saberes. Actualmente es columnista de los periódicos La Razón y El Norte de Castilla, asà como de varios diarios y revistas digitales de España y América Latina.
Poemarios suyos publicados son La voluntad enhechizada (2001), Madre Selva (2002), Ofrendas al tercer hijo de Amparo Bidon (2003), Pájaros bajo la piel del alma (2006), Hombres trabajando (2007), Cristo del Alma (2009), Estación de las tormentas (2009), Savia de las AntÃpodas (2009), Aquà hago justicia (2010), CartografÃa de las revelaciones (2011), Margens de um mundo ou Mosaico Lusitano (2011), Prontuario de Infinito (2012), La piedra en la lengua (2013), Memorial de Tierraverde (2014), El sol de los ciegos (2014), Lo más oscuro (2015) y Los éxodos, los exilios (2015). También las antologÃas OÃdme, mis Hermanos (2009), Da selva a Salamanca (2012), AntologÃa Búlgara (2013) y MonarquÃa del Asombro (2013). Hay un ensayo sobre su obra, Pérez Alencart: la poética del asombro (2006) de Enrique Viloria, y Arca de los Afectos (2012), homenaje de 230 escritores y artistas de cuatro continentes. Su poesÃa ha sido traducida a 25 idiomas y ha recibido, por el conjunto de su obra, el Premio de PoesÃa Medalla Vicente Gerbasi (Venezuela, 2009), el Premio Jorge Guillén de PoesÃa (España, 2012) y el Premio Humberto Peregrino (Brasil, 2015), entre otros.