Colombia quiere la paz
En esas circunstancias, el posconflicto puede llegar a expresar la democracia que soñamos, la esperanza de un nuevo país, sin violencia y sin hambre, más justo, democrático, igualitario y en paz.

El posconflicto es el escenario donde se pone a prueba el proceso de paz que ha resultado exitoso en la etapa de conversaciones, sometiéndolo a un examen riguroso de consistencia en los años siguientes a la firma formal de la paz. La promesa de pacificación depende esencialmente del pulso de poderes entre sectores sociales con intereses diversos, en torno a los cuales unos impulsan y otros frenan la materialización de los acuerdos entre las partes, con el fin de lograr o impedir la paz política, o simplemente con la intención de garantizar su mayor o menor efectividad. Pero el posconflicto es también el escenario para la construcción de la paz verdadera que —conviene precisar— es diferente a la terminación del conflicto armado interno, aunque los dos procesos son realizaciones propias de la etapa de posconflicto.

La terminación del conflicto se interpreta en relación con el cese del fuego, la justicia transicional, la participación política, el desarme, la desmovilización y la reintegración, y a los principios de verdad, justicia y reparación. La paz se edifica a partir de reformas del Estado que amplían y profundizan la democracia, de la expedición de políticas públicas que tienen impacto directo en el bienestar de la población, y del respeto de los diversos sectores sociales al Estado social de derecho, en términos de mayores niveles de desarrollo económico y social, como expresión de una Nación democrática, justa e igualitaria, símbolo de la paz verdadera.

Es fundamental esta diferenciación para poder comprender el proceso de paz de La Habana, dado que su éxito consiste en que la agenda y los acuerdos alcanzados sólo remiten a la terminación del conflicto armado, porque la construcción de la paz se confía únicamente al ejercicio de la política en términos de relaciones de poder en la etapa de posconflicto. Las partes establecen las condiciones para la terminación del conflicto armado y aplazan la construcción de la paz. Desde esa perspectiva el fin del conflicto armado es sólo el silenciamiento de los fusiles, sin reformas al Estado para construir la paz verdadera; o visto al revés, la paz, en manos de la sociedad entera, se construye sólo a través del ejercicio de la política, incluidas las reformas al Estado que sean necesarias, entre ellas las que considere pertinentes las FARC, para hacer posible la paz verdadera en ausencia de conflicto armado interno.

En ese sentido el proceso de paz de La Habana es suigeneris, una invención del establecimiento colombiano, en tanto exime al Estado de hacer concesiones, en términos de reformas democráticas, para persuadir a la insurgencia armada de acordar el cese al fuego que conduzca a la terminación del conflicto armado y a la construcción de la paz verdadera. Como ocurrió en El Salvador, por ejemplo, donde los acuerdos incluían: modificación de las Fuerzas Armadas, creación de la Policía Nacional Civil, modificaciones al sistema judicial y a la defensa de los Derechos Humanos, modificación en el sistema electoral y adopción de medidas en el campo económico y social. En La Habana se abandona un modelo de paz como el de El Caguán (1998-2002), donde la agenda de conversaciones incluía diez puntos propuestos por las FARC, centrados en un paquete de reformas del Estado de perfil socialdemócrata y de fácil implementación, en contraprestación al cese al fuego y a la desmovilización del grupo insurgente.

En esta ocasión el Gobierno —prevalido de una correlación de fuerzas a su favor y presionado por sectores políticos recalcitrantes— estableció en la etapa de pre-acuerdos un proceso de paz en sus términos, esto es, sin concesiones expresadas en reformas del Estado, con unas características más cercanas a un proceso de sometimiento a la justicia de las FARC que a un proceso que conduzca a la construcción de una paz verdadera. Y el grupo insurgente sorprendió a los escépticos al aceptar tales condiciones, al admitir que las conversaciones se concentrarían únicamente en poner término al conflicto armado. Esto exigía aplazar la aprobación de su programa de reformas políticas, económicas y sociales, incluidas la necesaria reconversión de la Fuerza Pública, una eventual reforma agraria integral y la modernización del arcaico sistema electoral, para concretarlo en la etapa de posconflicto, en términos políticos o de disputa de poder. La improbable promesa del Gobierno de hacer efectivo un programa masivo de inversión social en el posconflicto como aliciente político para las FARC y como medio para aclimatar la paz no modifica en nada el Estado vigente, lo legitima.

¿Por qué la organización de las FARC aceptó los términos de un proceso carente de reformas en lo político, esto es, sin promesa de cambios en el statu quo? Es evidente que influyó la actual correlación de fuerzas favorable al Estado, pero también influyó en buena medida el gran avance político de la izquierda democrática en Colombia que, a diferencia de los años sesenta, cuando se fundó las FARC, cuenta hoy con un poderoso bloque parlamentario y ha conquistado en tres ocasiones la Alcaldía Mayor del Distrito Capital de Bogotá, además de otras victorias en capitales de departamento, y de una  cantidad importante de diputados y concejales. No menos influyó constatar el alto nivel de madurez y organización de los sectores sociales populares colombianos en la lucha por la conquista de sus reivindicaciones políticas, económicas y sociales, así como el ejemplo de varios países latinoamericanos, donde la izquierda logro acceder al poder presidencial a través de las urnas y de manera pacífica y respetuosa del orden constitucional. Se explica además en que hasta las FARC entendieron que el pretexto de las élites en el poder para frenar el desarrollo, para impedir la necesaria y urgente profundización de la democracia colombiana, para justificar y hacer efectiva la represión de la protesta social, y para implementar procesos violentos de modernización capitalista, es el conflicto armado interno, por lo que debe ser erradicado. De modo que incluso si el proceso se limita a la terminación del conflicto armado solamente, en cumplimiento de los principios de verdad, justicia y reparación, constituye ya un gran avance para la democracia en Colombia.

En esas circunstancias, el posconflicto puede llegar a expresar la democracia que soñamos, la esperanza de un nuevo país, sin violencia y sin hambre, más justo, democrático, igualitario y en paz. Pero puede expresar también todo lo contrario y llegar a convertirse en una gran frustración, una negación de las expectativas creadas en torno a la promesa de ponerle fin a la guerra. El proceso de paz por sí solo no garantiza más que una promesa, cuya realización depende exclusivamente de la dirección e intensidad que adquiera la lucha política como disputa de poder, de la participación activa de movimientos políticos y organizaciones sociales que anhelan la paz. El consenso tan deseado aquí es una entelequia si no se tiene claro que el posconflicto es también parte de la dinámica de relaciones de poder. Conviene en ese sentido advertir desde ahora que la terminación del conflicto armado y la construcción de la paz verdadera no serán fáciles ni gratis. Costarán sudor y lágrimas a los colombianos en desarrollo del posconflicto. Porque las élites en el poder no van a renunciar —sin oponer resistencia— a su modelo excluyente de modernización capitalista, que está amarrado a la expropiación violenta al campesino de sus tierras en zonas de conflicto. Y los sectores populares no van a renunciar tampoco a su derecho a la paz, incluyendo la posibilidad de la insurrección consignada también como un derecho en la Constitución Nacional, cuando lo político interprete una respuesta a la amenaza de eliminación física.

Si medimos la paz en términos porcentuales, puede afirmarse que el proceso que conduce a la firma de los acuerdos de paz entre las partes representa 10% y el posconflicto 90% de los esfuerzos requeridos para hacer viable la paz. Asimismo, de ese 90% la terminación del conflicto representa 20% y la construcción de la paz verdadera 70%. El camino es largo y empedrado, y enorme será el esfuerzo requerido para que la paz sea una realidad.

Una manera de aterrizar las expectativas creadas en torno al fin del conflicto armado y a las posibilidades de construir una paz verdadera, es conocer, por ejemplo. el pensamiento de los grandes empresarios colombianos. La carta del Consejo Gremial Nacional (CGN) al presidente Juan Manuel Santos, del 19 de octubre de 2015, para ofrecer sus propias recomendaciones y apoyar el proceso de paz de la Habana, enseña cuál es su posición política al respecto.

Los empresarios ofrecieron su respaldo a las negociaciones que adelanta el Gobierno Nacional con las FARC, pero precisaron que su objetivo es dar por terminado el conflicto con esta organización, nada más, en el entendido que ese es el límite del proceso y que la terminación del conflicto armado es en sí misma la paz. El CGN afirma que “esta es una negociación entre un Estado legítimo y un grupo armado al margen de la ley que se da por razones humanitarias”, significando con ello que no reconoce el conflicto, cuyo fundamento teórico en las ciencias sociales es el concepto de falla institucional. Para el CGN “la razón de ser de la negociación es evitar que haya más víctimas y más daños a la sociedad y no porque la causa guerrillera sea justa”. El CGN luego de cinco décadas de conflicto aún no reconoce la existencia de fallas estructurales y responsabilidades del Estado colombiano, ni la violencia homicida contra la población civil que nace de sus propias entrañas, ni tampoco la comprobada participación del Estado y de los propios empresarios en el conflicto armado, mediante la promoción y financiación de grupos paramilitares; los grandes empresarios se mantienen en una posición política altamente recalcitrante, de negación, contraria a la idea de privilegiar la verdad para facilitar la construcción de la paz.

En su carta, entre otros aspectos, los empresarios se oponen de manera explícita a un cambio en el modelo de desarrollo para dar cabida a los programas de Desarrollo Rural Integral planteados en el proceso de La Habana. Manifiestan grandes prevenciones y temores en relación con los instrumentos existentes en la legislación colombiana, como la expropiación por motivos de interés social o de utilidad pública y la extinción administrativa de dominio por incumplimiento de la función social y ecológica de la propiedad, que en su opinión “deberán ser revisados y reglamentados en su aplicación”. Son contrarios a las Zonas de Reserva Campesina (ZRC), en tanto consideran que se debe evitar una mayor segregación y aislamiento de los territorios de conflicto. Por el contrario, creen conveniente “asegurar su adecuada integración a los mercados”.

Estiman los gremios, pensando en su particular noción de modernización, que el verdadero Desarrollo Rural Integral está atado a la explotación capitalista a gran escala en la producción de alimentos para el mercado mundial, sin considerar el necesario consentimiento de los propios campesinos, de los estragos sociales que pueda acarrear ese enfoque, ni la dinámica de violencia que acompaña históricamente este tipo de proyectos, por expropiación de tierras en zonas de conflicto. El Consejo Gremial Nacional (CGN) tiene, además, grandes preocupaciones frente a sus responsabilidades indirectas en el conflicto armado interno que puedan comprometerlos en el marco de la Jurisdicción Especial para la paz. Consideran igualmente la verdad, que perciben sofista, subjetiva y no científica, una amenaza para la estabilidad democrática del Estado y de importancia sólo para los historiadores en el futuro, por lo que “un debate retrospectivo sobre sus instituciones podría conducir a un injusto deterioro de su legitimidad”.

Sin embargo, la mayor sorpresa de la carta de los empresarios es el respaldo integral que recibió del presidente Juan Manuel Santos, con las siguientes palabras: “Los puntos que acaba de leer el doctor Bruce Mac Master (Presidente del CGN) los suscribimos totalmente. No hay la más mínima diferencia entre esos puntos y la posición que el Gobierno ha venido sosteniendo y sostendrá hasta el momento en que firmemos los acuerdos y luego cuando los comencemos a implementar”.

En esas condiciones el posconflicto es un gran reto político que, en un momento histórico fundamental. asumen los ciudadanos para determinar, en la etapa de implementación de los acuerdos de paz, si es posible o no, si es viable o no, en un país como Colombia, crear por fin las condiciones sociopolíticas para su desarrollo pacífico y democrático. Si es posible establecer garantías de no repetición de crímenes y violaciones a los derechos humanos por parte de los actores del conflicto, legales e ilegales, insurgentes y contrainsurgentes, tan necesarias y urgentes para impulsar las transformaciones que requiere el país, inmerso en una realidad social conflictiva, a través de medios pacíficos y respetuosos del Estado Social de Derecho y de la Constitución Nacional, con el fin de construir la paz verdadera tan anhelada por los colombianos.

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